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– ¿Tú crees?

– ¿Qué estás insinuando?

– Nada ha cambiado realmente en tu vida, Anna. Simplemente te has visto obligada a hacer una elección.

– Una elección que da asco, perdona que te lo diga.

– Tu miedo es comprensible, teniendo en cuenta tu pasado. Pero no es necesariamente racional, Anna. Ni saludable.

Anna tomó un sorbo de vino, sorprendiéndose al comprobar que le temblaban las manos.

– Entonces, ¿crees que debería afrontar ese miedo y aceptar la oferta?

– Yo no he dicho eso. Creo que puedes vencer tus temores con la ayuda de una buena terapia -permanecieron en silencio mientras el camarero les servía la cena, sopa de marisco para él y el especial de chipirones Arnaud para ella-. Sé que recelas de los terapeutas, Anna -prosiguió Ben mientras hundía la cuchara en la espesa sopa-. Pero, ¿qué te parecería participar en una terapia de grupo, con personas que atraviesan una situación similar? Trabajo con un grupo los jueves por la tarde. Podrías venir un día de estos. ¿Qué me dices?

– Me da un poco de miedo -Anna se mordió el labio inferior-. Pero también siento cierta curiosidad.

– Bien -Ben sonrió-. Por algo se empieza.

– ¿Necesitas que te conteste ahora?

– En absoluto. Tómate el tiempo que necesites. Si decides participar, ha de ser voluntariamente, Anna, y no porque te sientas presionada. En cuanto hayas tomado una decisión, házmelo saber.

Anna así se lo prometió. A partir de entonces, se concentraron en la comida, que resultó ser tan excelente como ella había esperado. Mientras cenaban, Ben le contó historias de su pasado y de los lugares donde había vivido. Finalmente, tras pagar la cuenta, se ofreció a llevarla a su casa.

– Lo he pasado realmente bien, Ben -dijo Anna mientras caminaban hasta el portal de su edificio, tras haberse apeado del coche-. Necesitaba una velada como la de esta noche.

Él alargó la mano para acariciarle levemente la mejilla.

– Me siento un poco culpable-murmuró-. Verás, tenía otro motivo para invitarte a cenar hoy.

Ella notó que las mejillas se le inflamaban. El corazón empezó a latirle más deprisa. Observó la expresión de Ben. Su rostro quedaba parcialmente envuelto en la oscuridad y, de repente, parecía un desconocido, en lugar de un afable médico.

Un desconocido. Un hombre al que ella apenas conocía.

Un escalofrío de excitación y de aprensión recorrió a Anna. Contuvo la respiración, esperando.

– Tengo que aclararte una cosa -prosiguió Ben-. Y espero que no te enojes conmigo -tomó las manos de Anna entre las suyas-. No fui totalmente sincero contigo en nuestro primer encuentro.

– Adelante, sé sincero ahora. Creo que podré soportarlo.

– Muy bien -él exhaló una larga bocanada de aliento, que formó una nubécula de vapor en el gélido aire nocturno-. ¿Recuerdas que te dije que era admirador de tu trabajo? No era cierto. De hecho, no había oído hablar de Anna North antes de ver el programa del canal Estilo.

Anna asintió, notando que los labios se le entumecían. No por el frío, sino por el miedo. Temía lo que Ben diría a continuación.

– El día anterior a que se emitiera el programa, encontré un paquete en mi consulta. Contenía un ejemplar de…

– De mi última novela. Y una nota que te invitaba a sintonizar el canal Estilo al día siguiente -Anna se llevó una mano a la boca.

¿Hasta dónde había llegado la campaña de terror de su atormentador? ¿Qué era lo que buscaba? ¿Y por qué había incluido también a Ben?

– Sí… así es -Ben maldijo entre dientes-. Veo que estás muy disgustada y lo siento. Estoy seguro de que el paquete lo dejó uno de mis pacientes, pero no sé cuál de ellos ni por qué razón. He hablado con los seis pacientes que atendí ese viernes, pero todos negaron haber dejado paquete alguno.

Uno de sus pacientes. El entrevistador. Anna respiró hondo, excitada.

– ¿Tienes algún paciente llamado Peter Peters?

Ben repitió el nombre en voz alta y meneó la cabeza.

– No.

– ¿Estás seguro? ¿Ninguno con un nombre remotamente parecido al de Peter Peters?

– Seguro que no -Ben frunció el ceño, preocupado-. ¿Por qué?

– Porque tú no fuiste el único que recibió el paquete. Todas las personas que ocupan un lugar importante en mi vida recibieron uno. Mis padres, mis mejores amigos, mi agente y mi editor… Y mi hermana menor, Jaye -Anna se abrazó a sí misma-. Tú no fuiste el único telespectador que pudo sumar dos y dos y adivinar que Anna North no es otra que Harlow Grail.

– Antes de eso, ¿quién lo sabía?

– Sólo mis padres. Me esforcé mucho en dejar atrás mi pasado. En desvincularme de la princesita de Hollywood secuestrada.

Ben exhaló una larga bocanada de aliento.

– Lo siento, Anna. Debiste de sufrir mucho al verte expuesta de esa manera.

De repente, Anna se sintió enojada. Furiosa.

– Fue como un jarro de agua fría. Me sentí aterrorizada -elevó el mentón-. ¿Por qué no me dijiste la verdad desde el principio?

– Porque supuse que te asustarías. Y te habrías negado a hablar conmigo.

– Muy considerado, Ben. Gracias.

– Por favor -él volvió a tomarle las manos-. No soy de esas personas capaces de mentir para salirse con la suya. Tienes que creerme -hizo una pausa-. Además, me gustas.

Aquel último comentario hizo que la ira de Anna se disipara en parte.

– ¿Por qué te haría llegar a ti el paquete? -preguntó-. No tiene sentido.

– No lo sé. Pero resulta lógico pensar que es uno de mis pacientes quien está haciendo todo esto. Te ayudaré a descubrir quién es, Anna. Y por qué lo hace -por segunda vez aquella noche, Ben le acarició la mejilla. Tenía los dedos fríos como el hielo-. Juntos, podremos resolverlo. Te lo prometo.

Capítulo 8

Sábado, 20 de enero

Jaye se despertó de un profundo sueño. Permaneció muy quieta, escuchando. Su secuestrador acudía a pasarle provisiones a través de la gatera de la puerta. Solía dejarle comida, bebidas y toallas limpias, sin hablar nunca.

Aquella presencia silenciosa la aterraba. A veces, oía su respiración al otro lado de la puerta, como si estuviera escuchando. Esperando.

¿Esperando para qué?, se preguntó Jaye abrazándose a sí misma. ¿Qué quería de ella? No la había tocado. Aún. Pero acabaría haciéndolo.

Ahogada por el miedo, Jaye trató de respirar y se subió la manta hasta la barbilla. Deseaba volver a casa. Deseaba ver de nuevo a Anna, a sus padres adoptivos y a sus amigos.

Un leve gemido de indefensión escapó de sus labios. Luego tragó saliva y se incorporó en la cama, tratando de concentrarse en lo que ya sabía. Si no había perdido la noción del tiempo, llevaba en aquella habitación tres días. Había deducido que su prisión se hallaba en una especie de ático, a varios pisos sobre el nivel de la calle. A veces se oía un rumor distante de voces, y otras el sonido rítmico de pasos en las aceras. En varias ocasiones había creído captar un leve aroma de marisco y de pescado frito.

Aquellos detalles la habían llevado a pensar que se encontraba en algún punto del Barrio Francés, en un edificio situado lejos de la bulliciosa zona de Bourbon Street o Jackson Square «Quizá en la parte que mediaba entre las áreas comerciales y residenciales del Barrio».

Era una buena noticia. No la habían llevado lejos de su casa ni de la gente que, seguramente, estaría buscándola. Cómo se arrepentía ahora de haberse peleado con Anna, de haberle vuelto así la espalda.

Jaye cerró los ojos y respiró hondo. ¿Qué sabía de su secuestrador?, se preguntó. Le había visto las manos. Unas manos fuertes, aunque no excesivamente grandes. El vello de sus antebrazos era oscuro, así que dedujo que se trataba de un hombre moreno de estatura mediana, de entre treinta y cincuenta años. Sin duda, había sido el mismo individuo que había estado siguiéndola. El «viejo pervertido», como ella lo había llamado.