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Pero, ¿por qué la había elegido a ella? No era rica, de modo que no podía haberlo hecho para exigir un rescate. Debía de tener otro motivo. Un motivo… horrible. Y retorcido.

Jaye tragó saliva. No era ninguna ingenua. Sabía perfectamente lo que les sucedía a los jóvenes que eran secuestrados. Rogó que tal cosa no le sucediera a ella.

De repente, Jaye oyó un ruido al otro lado de la puerta. Un sonido leve, vacilante. Con un nudo en la garganta, se giró hacia la puerta cerrada.

– ¿Hola? ¿Estás ahí?

La voz, aunque levemente ronca, pertenecía a una chica. Jaye se quedó petrificada. ¿Otra chica? ¿Sería realmente posible?

Bajó de la cama y se arrastró hasta la puerta, con el corazón martilleándole el pecho.

La niña habló de nuevo con voz trémula.

– ¿Estás ahí? No tengo mucho tiempo… Si él me descubre, se enfadará mucho.

– Estoy aquí -dijo Jaye con los ojos llenos de lágrimas-. Abre la puerta. Déjame salir.

– No puedo. Está cerrada. Él tiene la llave.

– ¿Puedes conseguirla? Por favor, tienes que ayudarme.

– No puedo. Yo… -la niña gimió, claramente asustada-. Sólo he venido para decirte que… Él quiere que estés callada. Está empezando a enfadarse contigo. Y cuando se pone así, me… me da miedo. Él…

Jaye agarró el pomo de la puerta y lo sacudió frenéticamente.

– Ayúdame. ¡Déjame salir!

– Tienes que estar callada -susurró la niña alejándose de la puerta-. Tú no lo entiendes. No sabes nada.

– ¿Quién eres? -Jaye volvió a forcejear con el pomo, alzando la voz a causa del miedo y la frustración-. ¿Dónde estoy? ¿Por qué me está haciendo esto?

– ¡No he debido venir! Él se enterará… lo descubrirá…

La voz de la niña empezó a alejarse y Jaye aporreó la puerta, desesperada.

– ¡No te vayas! Por favor, no… no me dejes.

Sólo le respondió el silencio. Volvía a estar sola otra vez.

Anna se despertó con la cabeza espesa, después de haberse pasado la noche dando vueltas en la cama. Tras ponerse la bata, atravesó las puertaventanas de su pequeño balcón. Hacía un día radiante, aunque frío, y no había ni una sola nube en el cielo.

Acurrucados en el interior de sus abrigos, Dalton y Bill estaban sentados en el jardín, desayunando.

– Buenos días, chicos -los saludó Anna-. ¿Habéis perdido el juicio? ¡Ahí fuera hace un frío que pela!

Dalton alzó la cabeza para mirarla mientras se limpiaba la boca con una servilleta.

– Baja a desayunar con nosotros. Tenemos un cruasán de sobra y mucha fruta.

– Aunque os adoro, muchachos, detesto congelarme. En otras palabras, ni soñarlo.

Dalton hizo un puchero.

– Pero queremos que nos cuentes lo de tu cita.

– Pues subid. Prepararé café con leche.

Anna se apresuró al cuarto de baño para cepillarse los dientes y a continuación se dirigió a la cocina para preparar el café. Sus amigos no tardaron en llamar a la puerta.

– ¡Dios santo, sí que hace frío ahí fuera! -exclamó Dalton mientras se quitaban los abrigos y se frotaban las manos.

Anna vertió la leche caliente en las tazas, sonriendo.

– Bueno, no nos tengas en ascuas -siguió diciendo Dalton-. ¿Qué tal fue la cita?

– No fue una ci… -Anna se mordió la lengua, porque en realidad sí había sido una cita. Entonces, ¿por qué su primer impulso había sido negarlo? Meneó la cabeza al tiempo que tomaba un cruasán-. Fue bien. Muy bien.

Bill y Dalton intercambiaron una mirada antes de clavar los ojos en ella nuevamente, con expresión expectante.

– Cuéntanos cada jugoso detalle.

Anna se limitó a hablarles de la sorprendente revelación que le había hecho Ben tras acompañarla a casa.

Dalton dejó escapar una bocanada de aliento.

– Rayos y centellas.

– En serio. Ben cree que uno de sus pacientes está detrás de todo esto, pero no sabe quién puede ser. Prometió indagar al respecto.

– Un verdadero héroe -Dalton se llevó la taza de café a los labios-. Me gusta eso en un hombre.

– Gracias -Bill le sopló un beso a su compañero y se giró hacia Anna-. ¿Te gusta el tipo?

Anna ni siquiera titubeó.

– Sí. Es agradable -por el rabillo del ojo, vio que Bill le daba a Dalton un leve codazo-. ¿Qué sucede? -inquirió con el ceño fruncido.

– Bueno, no queríamos preocuparte.

– Sabemos lo angustiada que estás con lo de Jaye.

– Lo último que necesitabas era recibir otra de esas cartas…

– De tu joven admiradora.

Anna notó que el estómago le daba un vuelco.

– ¿Cuándo ha llegado?

– Ayer por la tarde -explicó Dalton-. Pude habértela traído al volver del trabajo, pero…

– Tenías una cita y preferíamos no estropearte la noche.

– Agradezco vuestra preocupación, chicos, pero ya soy mayorcita. Dádmela.

– No estás enfadada, ¿verdad? -comentó Dalton mientras se sacaba la carta del bolsillo trasero del pantalón.

– No, si prometéis dejar de mostraros tan protectores conmigo. De lo contrario, me pondré furiosa. ¿Entendido?

Ellos asintieron mientras Anna abría el sobre, con un nudo de aprensión en el estómago. A continuación extrajo la carta y empezó a leer:

Querida Anna:

Han pasado muchas cosas desde la última vez que te escribí. Él sabe que nos estamos carteando. No estoy segura de si acaba de descubrirlo o si lo sabía desde el principio. Porque, si así fuera, ¿por qué lo permitió? ¿Qué puede haber planeado?

Temo que vaya a hacerme daño. A mí o a la otra. A la que no deja de gritar.

Ten cuidado, Anna. Prométemelo. Yo te prometo que también lo tendré.

– Dios mío, Anna -murmuró Bill poniéndole una mano en el brazo-. Parece que acabaras de ver un fantasma. ¿Qué dice la niña?

En silencio, Anna les pasó la carta. Después de leerla, sus amigos la miraron.

– ¿Crees que todo esto va en serio? -le preguntó Dalton.

– Pues claro. ¿Vosotros no?

– Al principio, sí. Pero ahora… no sé -Dalton miró a Bill-. Ese inspector podría tener razón, Anna. Quizá se trate de una broma de un pervertido. Ya se pasa de la raya.

– Estoy de acuerdo -murmuró Bill-. Si ese hombre misterioso sabe que la niña y tú os carteáis, ¿por qué sigue permitiéndolo? Y si la pequeña está prisionera, ¿cómo puede escribirte y enviar esas cartas?

– ¿Y por qué ibas a estar tú también en peligro, Anna? -Dalton meneó la cabeza, ceñudo-. Es demasiado difícil de creer.

Bill convino con su compañero.

– Y si ese hombre acaba de raptar a otra niña en la zona, ¿por qué no se ha oído nada al respecto?

– Exacto -asintió Dalton-. Los niños no desaparecen sin que enseguida se dispare la alarma. Esto ya no tiene ningún sentido -suavizó el tono-. Lo siento, Anna.

Anna los miró a ambos mientras reflexionaba sobre su razonamiento, y comprendió que tenían razón. Todo era demasiado inverosímil.

Alguien se había propuesto aterrorizarla deliberadamente. Y ella había mordido el anzuelo.

Anna arrugó la carta y la arrojó sobre la mesa.

– Me siento como una tonta. Como una completa estúpida. Dios mío, incluso acudí a la policía y todo.

– ¡No te tortures así, Anna! Bill y yo también nos lo creímos.

– Pero vosotros no erais el blanco de la broma. La víctima. Otra vez.

Dalton se levantó y rodeó la mesa para darle un abrazo.

– Al menos, ya se acabó todo, Anna. Puedes olvidarte de ello y concentrarte en otros asuntos.

– Sí, en Jaye y en mi inexistente carrera de escritora. Vaya un panorama más emocionante.

– Por favor, Anna, no te aflijas -dijeron sus amigos al unísono-. No nos gusta verte triste.

– Por eso queremos que salgas con nosotros esta noche.