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– Lamento haberte disgustado.

– Sí, me has disgustado. Y te repito que me dejes en paz -Anna se zafó de él y se acercó a Dalton-. Me voy a casa. Dame mi bolso, por favor.

– ¿Anna? -Dalton desvió la mirada hacia Malone, perplejo-. No lo comprendo. ¿Qué ha pasa…?

– Suelo tener ese efecto en las mujeres -bromeó Quentin-. Pies grandes y una bocaza aún mayor. Es la maldición del clan Malone.

Anna no sonrió. Extendió la mano.

– Mi bolso, Dalton. Y la chaqueta, por favor.

– Avisaré a Bill y nos iremos los tres -dijo Dalton mientras le pasaba el bolso.

– No será necesario. Vosotros quedaos y pasadlo bien -Anna se inclinó para darle un beso en la mejilla-. Despídete de Bill por mí. Nos veremos mañana.

Dalton dudó, y Quentin intervino una vez más.

– No te preocupes, yo la llevaré a casa. Sólo tardaré un minuto en comentarle a mi compañero lo que ocurre.

Anna se quedó mirándolo con incredulidad.

– No, no vas a llevarme a casa. Nos despedimos aquí.

Pero Quentin la siguió sin arredrarse.

– Sé que estás enfadada conmigo, pero no seas estúpida. Están asesinando a mujeres…

Ella suspiró con fingida resignación.

– Bueno, está bien. Me rindo. Acompáñame a casa si así te quedas más tranquilo. Ve a decírselo a tu compañero. Yo te esperaré fuera -frunció el ceño-. Pero no tardes mucho o me escaparé.

Quentin pareció aliviado.

– Estupendo. Enseguida vuelvo.

En cuanto el inspector hubo desaparecido entre la multitud, Anna se giró y salió por la puerta, satisfecha de su propio ingenio y sintiéndose sólo levemente culpable por haberlo engañado. Luego se apresuró por las calles del Barrio Francés. Aquellas calles le eran familiares. En ellas se sentía a salvo.

Pero no aquella noche. Las desiertas aceras estaban mojadas y resbaladizas por la lluvia. La humedad parecía calar las suelas de sus zapatos, produciéndole escalofríos.

Anna giró hacia Jackson Square y consultó su reloj, comprobando que era mucho más tarde de lo que había imaginado.

«Habían muerto dos mujeres. Ambas eran pelirrojas. Ambas habían salido a divertirse con sus amigos…»

Anna musitó una maldición y se ciñó más la chaqueta. Había leído sobre aquellos asesinatos en el Times-Picayune. Aunque en el periódico no habían mencionado el color de pelo de las víctimas. Se habían centrado más bien en el modo en que habían muerto.

Violadas. Y luego asfixiadas.

Anna se estremeció. De repente, el silencio que reinaba en las desiertas calles pareció volverse antinatural. Y se oyó un ruido distante de fuertes pisadas.

Tras ella.

Anna notó que el corazón le daba un vuelco. Maldijo a Quentin Malone por haber plantado en su cerebro la semilla del miedo y apretó el paso, ansiosa por llegar a su casa.

El ritmo de las pisadas que se oían tras ella aumentó también.

«Habían muerto dos mujeres. Ambas eran pelirrojas…»

Presa ya del pánico, Anna echó a correr, quitándose los tacones. Ya casi estaba en casa. A la izquierda se abría una angosta calle secundaria que atravesaba las dos hileras restantes de edificios. Un atajo. Tomándola se ahorraría la mitad del camino. Lo había hecho miles de veces.

Sin pararse a pensárselo, enfiló presurosa la estrecha calle. La oscuridad se espesó a su alrededor conforme avanzaba, concentrando todas sus energías en seguir corriendo.

Detrás oyó el ruido metálico de una lata sobre el pavimento.

La había encontrado.

Ahora estaba a solas con él.

Dios santo. En lugar de darle esquinazo, lo había atraído hacia una callejuela apartada. Una sensación biliosa de terror se formó en la boca de su estómago, ahogándola. Robándole cualquier pensamiento racional.

Anna tropezó, perdiendo unos segundos valiosos. Mentalmente, pudo ver a su perseguidor pisándole los talones, alcanzándola, alargando los brazos hacia ella.

Al divisar por fin el final de la callejuela, Anna corrió hacia allí.

Y se dio de bruces con Quentin Malone.

El inspector la rodeó con sus brazos y ella emitió un grito de alivio al tiempo que se aferraba a él, prácticamente sollozando.

– Dios mío, Anna, ¿qué ha pasado?

Anna luchó por recobrar el aliento necesario para hablar.

– Siguiéndome… alguien estaba…

Quentin la apartó de sí.

– ¿Alguien te estaba siguiendo? ¿Dónde?

– Allí -ella señaló el extremo de la calle-. Y antes.

– Quédate aquí. Echaré una ojeada…

– ¡No! No me dejes sola.

– Debo hacerlo, Anna -Quentin la retiró de su lado-. Aquí estarás a salvo. No te apartes de la luz. Volveré enseguida.

Anna obedeció, sin alejarse de la luz de la farola, inmóvil, incapaz de evitar que le castañetearan los dientes.

Malone regresó al cabo de un par de minutos.

– No se ve a nadie -dijo sin preámbulos-. Ni nada fuera de lo normal. ¿Estás segura de que alguien te seguía?

– Sí -ella se abrazó a sí misma-. Lo… oí.

– Continúa.

– Oí el… ruido de sus pisadas.

– ¿Cuándo empezaste a oírlo?

– Poco después de… salir de Tipitina’s.

Malone la miró durante largos instantes, como si sopesara cada una de sus palabras. Finalmente asintió con la cabeza.

– Te acompañaré hasta tu casa.

Esta vez, ella no protestó. Jamás había necesitado tanto la compañía de alguien.

– Te castañetean los dientes.

– Tengo frío. Estoy descalza.

Él agachó la mirada. Y emitió una exclamación de sorpresa.

– No llevas zapatos.

– Me los quité para correr mejor.

– Iré a buscarlos.

– No. Olvídalo. Sólo… sólo quiero volver a mi casa.

Quentin titubeó, arrugando la frente.

– Podría llevarte en brazos.

– No, por favor… no es necesario. De verdad.

Él hizo ademán de discutir, pero permaneció callado. Luego la miró.

– ¿No serían mis pasos los que oíste?

– ¿Cómo dices?

– Al ver que te habías ido del club, le pregunté a tu amigo Dalton qué recorrido seguirías para llegar hasta tu casa y luego salí corriendo a buscarte.

– No lo sé -murmuró ella-. También oí el sonido de una lata.

– Quizá era un gato hurgando en algún contenedor -Quentin señaló el edificio que apareció delante de ellos-. ¿Vives ahí?

Anna respondió que sí y, de pronto, hizo una mueca de dolor al pisar algo cortante.

– ¡Ay! Espera -se agarró al brazo de Quentin para apoyarse y se miró la planta del pie. Sangraba. Se quitó un pequeño trozo de vidrio y luego alzó los ojos para mirar al inspector, algo mareada-. Ha sido un cristal.

– Deja que te eche un vistazo -tras examinar la herida, Malone musitó una maldición y tomó a Anna en brazos.

Ella chilló, sorprendida.

– ¡Malone! ¡Suéltame!

– Ni hablar -Quentin recorrió la escasa distancia que los separaba del edificio-. Debí haber hecho esto hace rato.

– Me siento como una tonta. ¿Y si nos ve alguien?

– Pensará que acabamos de casarnos. Además, no todos los días tengo la oportunidad de socorrer a una damisela en apuros.

– Pero si eres policía.

Malone esbozó una sonrisita cínica.

– Sí, pero mi especialidad son los cadáveres. ¿Tienes la llave?

Anna rebuscó en el bolso y le pasó el juego de llaves.

– La redonda es de la verja del jardín, la cuadrada de la puerta del apartamento.

Al cabo de pocos minutos, se hallaba sentada en el borde de la bañera de su cuarto de baño, con el pie sobre una toalla en el regazo de Malone. Este ya había telefoneado a la comisaria para explicar lo sucedido y para solicitar que se enviara a un par de agentes para que echaran un vistazo en la zona.

– Sí, es un corte -confirmó mientras le examinaba la planta del pie.