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– ¿Crees que necesitaré… puntos?

Al percibir la vacilación de su voz, Quentin la miró preocupado.

– Por favor, dime que no vas a desmayarte.

– Intentaré no hacerlo -Anna se mordió el labio inferior-. No soporto muy bien la visión de la sangre. Desde que… -respiró hondo-. Bueno, ya sabes.

– Lo supongo -Quentin se incorporó y se acercó al lavabo para empapar de agua una toalla. Luego regresó y le limpió cuidadosamente la herida-. No parece muy profunda. Creo que sobrevivirás sin pasar por la sala de urgencias.

– Gracias.

– De nada. Necesitaré antiséptico y gasa esterilizada. ¿Tienes?

Cuando Anna le hubo indicado dónde encontrarlos, Quentin procedió a curarle la herida.

– Eres un médico magnífico -comentó ella en un intento de bromear-. ¿Quizá te has equivocado de profesión?

Malone se echó a reír.

– En absoluto. Ya me costó bastante superar los estudios mínimos necesarios para hacerme inspector de policía -le vendó el pie con rapidez-. ¿Tienes aspirinas?

– Sí, en el botiquín.

Malone extrajo del bote un par de tabletas y se las pasó con un vaso de agua.

– Te dolerá durante algún tiempo. Sugiero que, de momento, te olvides de ir a Tipitina’s.

– Quizá para siempre -Anna se levantó e hizo una mueca de dolor al apoyar el pie herido en el suelo-. Para mí se acabó el baile.

– La próxima vez toma un taxi, cariño. O ve con algún acompañante.

– Ya lo intenté -murmuró Anna mientras avanzaba cuidadosamente hacia la puerta-. Pero él no se presentó.

– No puedo decir que lo sienta -Quentin le sonrió-. Tengo pocas oportunidades de hacer de médico.

Anna notó que el corazón le daba un brinco, pero esta vez no intentó reprimir la sensación.

– ¿Por qué eso me resulta difícil de creer?

– ¿Porque eres una cínica?

– Sí, claro. Vamos, te acompañaré hasta la puerta.

– Te sugiero que andes lo menos posible. Si quieres, puedo llevarte a la cama.

¿Quería que la llevara a la cama?, se preguntó Anna. Sí. ¿Sería prudente? No. Que Quentin Malone se acercara a su cama no era, definitivamente, una idea muy prudente.

– Creo que no -respondió por fin-. Pero ha sido un buen intento.

– Celebro que lo creas así. Volveré a intentarlo.

Ella pasó por alto el comentario… y su repentino e inesperado deseo de que volviera a intentarlo.

– Gracias por todo, Malone -dijo cuando hubieron llegado a la puerta-. De veras, te estoy muy… agradecida. Sin tu ayuda, quién sabe lo que podía haberme sucedido.

– Voy a investigarlo más a fondo, Anna. Ya te avisaré si me entero de algo -Quentin se detuvo antes de salir-. Por cierto, hice algunas averiguaciones sobre los padres adoptivos de Jaye Arcenaux.

Anna se notó la boca seca.

– ¿Y?

– Nada fuera de lo corriente. Han acogido en su casa a más de una docena de críos. De hecho, hablé con algunos de ellos. Sólo tenían buenas palabras sobre los Clausen.

– ¿Alguno de esos niños se escapó de casa?

– También lo comprobé, Anna. Sí. Y los que se escaparon acabaron volviendo. Vivos y perfectamente bien -la expresión de Quentin se tornó compadecida-. Parece que tu amiga huyó de casa. Y, si es así, seguro que volverá tarde o temprano. Suelen hacerlo.

– Ojalá pudiera creerlo -susurró Anna-. Es mejor que la otra posibilidad.

– Sí, lo es -Quentin alzó la mano y le recorrió la mejilla con el dedo-. Estaremos en contacto. Que duermas bien, Anna.

Jaye se despertó al oír un llanto. El sonido levantaba ecos en el silencio, vacío y carente de esperanza. El llanto de un alma perdida. Como ella misma.

La niña que se había acercado a la puerta.

Jaye salió de la cama y avanzó de puntillas hasta la puerta para pegar el oído, sufriendo por la pequeña. Estaba segura de que también se encontraba prisionera. Se preguntó si su secuestrador le permitiría salir a la calle. Si tendría alguna vez la oportunidad de jugar en el parque o de ir al cine. Se preguntó si la habría secuestrado en la calle, como a ella misma.

¿Cuánto tiempo llevaría allí con aquel monstruo? ¿Meses? ¿Años?

Jaye se sintió embargada por una enorme pena. Por sí misma. Por la otra alma perdida. Acercó las manos a la puerta y extendió las palmas sobre la dura superficie.

– Hola -dijo suavemente-. Soy yo. Deja de llorar. Acércate.

El llanto cesó. Siguieron unos momentos de silencio.

– Me gustaría hablar contigo -prosiguió Jaye-. Nos tenemos la una a la otra. Podemos ser amigas. Por favor.

En algún lugar de la casa, una puerta se cerró con un estrépito ensordecedor. Jaye cerró los ojos y se derrumbó contra la puerta. La niña no acudiría.

Sola. Seguía estando sola.

Un súbito sonido de risas rompió el silencio. Las risas de un grupo de gente. Estaban en la calle, justo debajo de la ventana. Podrían ayudarla, si conseguía atraer su atención.

Jaye avanzó a trompicones hacia la ventana y golpeó los tablones como una posesa, gritando y arañando. Los cortes que ya tenía en los dedos se abrieron y empezaron a sangrar. A continuación, entre sollozos, arrancó un trozo de papel pintado de la pared y presionó sobre él la yema de su índice derecho. Utilizando la sangre, comenzó a escribir un mensaje. Pasaron minutos. Cuando el dedo empezó a palpitarle dolorosamente, cambió a otro. Repitió el proceso hasta que hubo escrito:

Socorro. Estoy prisionera. J. Arcenaux.

Jaye logró introducir la mano por uno de los resquicios existentes entre los tablones y arrojar el papel por la ventana. Sólo entonces reparó en que estaba llorando, con lágrimas silenciosas de esperanza. Y de desesperación.

Retiró la mano y se desplomó en el suelo. Luego apretó las rodillas contra su pecho y descansó en ellas la frente, rezando. Rogando que alguien encontrara la nota y avisara a la policía.

Debía ocurrir así. Era preciso.

Capítulo 9

Domingo, 21 de enero

Anna se despertó con resaca. Una resaca no inducida por el alcohol, sino emocional. No deseaba moverse ni salir de la cama. Le palpitaban la cabeza y los pies y le escocían los ojos.

¿Qué había sucedido la noche anterior?, se preguntó. ¿Realmente la había seguido alguien tras salir del club? ¿O su imaginación le había jugado una mala pasada?

Hizo una mueca. Luego salió por fin de la cama. Su necesidad de tomar café era más fuerte que el impulso de refugiarse bajo las mantas y permanecer acostada una o dos horas más.

Anna avanzó cojeando hasta la cocina. La misa de la catedral de San Luis era a las once. Disponía de tiempo suficiente para tomar café, ojear el Times-Picayune y darse una larga ducha.

Tras poner la cafetera, bajó al vestíbulo para recoger el periódico. Y encontró a Ben en los escalones de la entrada, preparándose para llamar a su apartamento. Llevaba varias bolsas debajo del brazo y sostenía una bandeja con vasos de plástico en la otra mano.

– Ben -dijo ella en tono frío-. ¿Qué te trae por aquí a estas horas de la mañana?

Él se giró sorprendido.

– Si aún no he llamado. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

Anna pasó de largo y se agachó para recoger el diario. Ben lo comprendió y se sonrojó.

– He traído queso y pan francés recién hecho. No has desayunado, ¿verdad? -al ver que ella no contestaba, mostró la bandeja-. Y también capuccinos. ¿Puedo pasar?

– Mejor no. Esta mañana no me siento muy sociable.

– Estás enfadada conmigo. Por lo de anoche.

Anna lo miró a los ojos.

– Si quisieras pasar tiempo conmigo, Ben, habrías ido a Tipitina’s ayer.

– Quise ir. Pero un paciente tuvo una emergencia y acabé muy tarde -Ben titubeó un momento-. Lo siento mucho, Anna. Deseaba estar contigo -añadió mirándola con una expresión de cordero degollado en sus enormes ojos marrones.