Llamaron a la puerta y Ben comprobó su lista de citas. Debía de ser Amy West, una ama de casa, madre de tres hijos, que padecía depresiones provocadas por una infancia desdichada y un matrimonio infeliz.
Ben se dirigió hacia la puerta para recibirla. No creía que fuese Amy la persona que acosaba a Anna. Sospechaba que el hombre, o la mujer, que había iniciado aquella campaña contra ella era astuto, sumamente inteligente y frío. Capaz de mentir sin pestañear e indiferente a las emociones de los demás. Amy West era la antítesis de dicho perfil. Sin embargo, Ben había aprendido a lo largo de los años que la verdadera naturaleza de un paciente sólo se revelaba con el tiempo y que, al final, solía ser todo lo contrario a lo que se esperaba. Ya nada le sorprendía de la psique humana.
Quentin entró en La Rosa Perfecta. La campanilla situada encima de la puerta tintineó, pero Anna no miró en su dirección. Se hallaba sentada en un taburete alto, detrás del mostrador, con la mirada perdida.
Quentin volvió a sentirse asombrado por su sencilla belleza. Y por las sensaciones que experimentaba al contemplarla. Las había experimentado por primera vez al verla bailar en Tipitina’s y luego, más tarde, mientras le vendaba el pie. De pronto, el cuarto de baño se le había antojado demasiado pequeño, la situación insoportablemente íntima. De haberle dado ella pie, se la habría llevado a la cama, mandando el decoro al diablo.
Como si hubiese percibido su presencia, Anna giró la cabeza para mirarlo directamente. En su expresión se reflejó cierta sorpresa y, a continuación, placer.
– Hola, muñeca.
– Iba a llamarte esta mañana.
– ¿Sí? ¿Y por qué no lo has hecho?
– Me despisté -Anna señaló la bolsa que él llevaba bajo el brazo izquierdo-. ¿Qué es eso?
– Para ti -Quentin se la pasó, con las comisuras de los labios arqueadas en una sonrisa.
Ella miró dentro de la bolsa.
– ¿Mis zapatos? ¿Al final fuiste a buscarlos?
– Tengo hermanas. Sé lo que sentís las mujeres por vuestros zapatos -Quentin se apoyó en el mostrador-. Bueno, ¿para qué ibas a llamarme? ¿No dejabas de pensar en mí? ¿Querías invitarme a un almuerzo casero por haberte curado el pie?
– Sigue adivinando.
– ¿Has leído que agredieron a una mujer en el Barrio Francés y te preocupa que fuese el mismo tipo que te siguió?
Anna respiró hondo.
– Sí. Esa mujer… ¿era pelirroja?
– No.
– Gracias a Dios. ¿Crees que…?
– ¿Que fue el mismo individuo que te estuvo siguiendo?
– Sí.
– Es posible. No puedo saberlo con seguridad, aunque lo dudo. Un par de testigos del Cats Meow afirmaron haber visto a un tipo que se pasó toda la noche mirando a la chica. Uno de ellos dijo haberlo visto merodear por las cercanías cuando se cerró el bar.
– ¿Así que no pudo ser el mismo que me siguió a mí?
– Si esa información es correcta, no.
– No sé por qué eso me alivia, pero así es -Anna se rió nerviosamente-. Anoche no dormí muy bien.
– Seguro -Quentin la recorrió con la mirada-. ¿Cómo te encuentras ahora?
– Bien -ella respiró lenta y profundamente-. El tipo que atacó a esa mujer… ¿crees que fue él quien mató a las otras dos?
– No lo creo. El modus operandi es diferente. Esa chica estaba trabajando, no divirtiéndose. Además, no es pelirroja.
– Quizá… quizá haya cambiado su modus operandi -aventuró Anna-. Tal vez se debió a la simple casualidad que las dos primeras víctimas fuesen pelirrojas.
– Tal vez, Anna, pero…
Quentin se interrumpió al oír a Dalton y a Bill, que en ese momento volvían de tomar café.
– Hola -los saludó el inspector.
Dalton se giró hacia Bill.
– Es él. El hombre que salvó a nuestra Anna. Nuestro héroe.
Bill se adelantó para ofrecerle la mano.
– Bill Friends. Siempre estaré en deuda con usted.
– Nunca volveremos a permitir que vuelva a casa sola, inspector -Dalton miró a Anna con expresión solemne-. Nunca, Anna.
Quentin estrechó la mano de Bill y, a continuación, la de Dalton.
– Quentin Malone. Es un placer conocerlos.
– ¿Han podido pescar al canalla que siguió a Anna? -inquirió Bill.
– Lamento decir que no. Y, sinceramente, no creo que lleguemos a hacerlo nunca. Carecemos de la información necesaria -al cabo de unos instantes de silencio, Quentin consultó su reloj-. Tengo que volver al trabajo -sonrió a Anna-. A atrapar delincuentes y todo eso.
– Y todo eso -murmuró ella-. Te acompañaré a la salida.
Aunque era innecesario, Quentin no se negó. Miró de soslayo a los amigos de Anna, que los observaban a ambos con un brillo especulativo en los ojos.
– Encantado de verlos.
Ellos le devolvieron el saludo; un momento después, Anna se encontraba junto a él en la puerta. Se abrazó a sí misma.
– Quiero darte de nuevo las gracias por lo de la otra noche.
– No es necesario. De veras.
– Y por haber encontrado mis zapatos.
– A mí no me servían -Quentin hizo una pausa-. Me quedan pequeños.
Ella se echó a reír.
– Si surge alguna novedad, ¿me llamarás?
– Claro -el inspector sonrió-. ¿Y tú harás lo mismo?
Ella asintió y Quentin se alejó, deseando tener un motivo para quedarse en lugar de verse obligado a cumplir la promesa que le había hecho a Terry de visitar a Penny, su esposa.
La había llamado aquella misma mañana, para preguntarle si podía ir a verla. Penny, que tenía a los dos niños en casa con gripe, agradeció la oportunidad de poder charlar con un adulto.
Quentin detuvo el coche delante de la casa y se bajó. Momentos después, Penny lo recibió en la puerta, abrazándolo fuertemente.
– Me alegra mucho que vengas -dijo-. Te he echado de menos.
Quentin la apartó de sí, sintiéndose mal. Por haberla desatendido. Por el motivo de su visita.
– ¿Cómo te va?
– Bien -Penny le hizo un gesto para que entrara-. Pasa. Acabo de hacer café -se acercó un dedo a los labios-. Los niños están durmiendo, gracias a Dios, así que no hables muy alto.
Quentin la siguió hasta la cocina.
– Siéntate. ¿Te sigue gustando el café muy dulce?
– Cuanto más dulce, mejor.
Ella se echó a reír.
– Estoy hablando del café, Malone, no de las mujeres.
Él sonrió.
– He dicho «dulce», Penny, no «caliente».
Penny volvió a reírse al tiempo que le servía una taza de café. Después se sentó. Entre ellos siempre había existido aquel trato fácil y cordial. A Quentin le había caído bien Penny desde qué Terry se la presentó.
– Ya que hablamos del tema, ¿cómo va tu vida amorosa?
La imagen de Anna apareció en la mente de Quentin. Arqueó los labios.
– ¿Qué vida amorosa? Me paso el día entero en compañía de policías y delincuentes.
– Sí, claro -la sonrisa de Penny se desvaneció-. ¿Cómo está Terry?
Él se encogió de hombros.
– Ya lo conoces.
– Sí -asintió ella con cierto tono de amargura-. Ya lo conozco.
Aquello no iba a ser fácil, se dijo Quentin. Penny se sentía desdichada y dolida. Furiosa con su marido. Pero Quentin le había hecho a Terry una promesa, y pensaba cumplirla.
– Penny -empezó a decir-, hoy no he venido simplemente para ver cómo te encuentras.
Ella desvió la mirada.
– Te ha enviado Terry.
– Se siente muy desgraciado sin ti, Penny. Sin los niños. Quiere volver.
Una risita breve y amarga afloró a los labios de Penny.
– Es un hombre desgraciado, Malone. No tiene nada que ver conmigo o con los niños.
Quentin alargó el brazo por encima de la mesa para tomarle la mano.
– Él te quiere, Penny. Lo sé. Desde que lo dejaste, ha estado como… loco. Deprimido. Bebe demasiado y apenas duerme. Jamás lo había visto, así.