Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.
– Pues has tenido suerte.
– Penny…
– No.
Ella retiró la silla de la mesa y se acercó a la ventana que daba al jardín. Contempló el frío día, en silencio.
– Yo también solía decirme esas cosas -dijo por fin, girándose-. Que Terry nos quería a mí y a los niños. Que estábamos mejor con él. Que no debía dejarlo, que debía perdonárselo todo porque tuvo una infancia desdichada -respiró hondo-. Pero ahora sé que nada de eso es cierto. No estamos mejor con él, Quentin. No nos conviene ni a mí ni a mis hijos -lo miró directamente a los ojos y añadió-: Se está destruyendo a sí mismo, Malone. Y yo nada puedo hacer para evitarlo. No quiero que Matti y Alex vean cómo su padre se hunde.
Quentin frunció el ceño.
– ¿Destruyéndose a sí mismo, Penny? ¿No crees que eso es una exageración? Sí, lo está pasando mal, pero…
– Pero nada- lo interrumpió ella con las mejillas congestionadas-. No intentes excusarlo, Malone. Las excusas no nos ayudarán ni a él ni a mí. Sí, lo está pasando mal. Pero, ¿no lo pasamos mal todos? Tuvo una infancia difícil, lo sé. Pero ya no es un crío, sino una persona adulta. Una persona con responsabilidades, con una familia de la que ocuparse. Que empiece a actuar como tal -su ira pareció evaporarse-. Ya no puedo seguir luchando con sus demonios, Quentin. Quisiera hacerlo, pero no puedo.
Quentin se levantó y se acercó a ella. Apretándola contra su pecho, la abrazó durante largos instantes. Finalmente, la miró a los ojos.
– ¿Qué sabes de su madre, Penny? Yo apenas sé nada, salvó que se llevaban mal. Muy mal.
Los ojos de Penny se llenaron de lágrimas.
– Yo la odio, a pesar de que sólo la vi un par de veces. La odio por haberle hecho esto a Terry. Por haber hecho que… se odie a sí mismo.
– Pero… ¿qué le hizo, Penny? ¿Cómo le…,?
– ¿Cómo lo hirió tan profundamente? No conozco los detalles. Terry siempre se niega a hablar de ello. Sólo sé que lo ridiculizaba constantemente. Que lo tachaba de inútil y solía decirle que se arrepentía de haberlo traído al mundo. Que debería haberse deshecho de él. Cosas así.
Quentin tragó saliva.
– Lo siento, Penny.
– Yo también. Me…
– ¡Mamá!
La voz pertenecía a Matti, el hijo menor de Penny. Ésta miró de soslayo hacia la puerta.
– Tengo que irme.
Quentin la agarró por el brazo.
– Tengo que preguntarte una cosa más. Se lo prometí a Terry. ¿Te estás viendo con alguien? ¿Saliendo? Alex le dijo a Terry que…
Penny chasqueó la lengua con incredulidad.
– ¿Me estás preguntando si salgo con algún hombre? ¿Crees que tengo tiempo para salir? -Penny se zafó de él-. Sé realista, Malone. Terry era el único que siempre tenía tiempo para eso. Yo no. Y, por favor, díselo tal como yo te lo he dicho.
Ben llegó tarde a su casa esa noche. Después de acabar en la consulta, se había pasado por el asilo para cenar con su madre.
Suspiró mientras manoseaba torpemente las llaves. De momento, su plan para atrapar al individuo que acosaba a Anna no había dado resultado. Ninguno de sus pacientes había dirigido a la novela más que una mirada rápida y casual.
Sin embargo, Ben no se desanimaba. Aún no había atrapado a su presa, pero había tachado a siete pacientes de la lista de sospechosos. Eso, al fin y al cabo, era un paso adelante.
Abrió la puerta y, al entrar, se detuvo, notando que se le encrespaba el vello de la nuca.
Había algo anómalo en la casa. Recorrió con la mirada el recibidor y se fijó en la puerta que separaba el salón de la sala de estar. Estaba cerrada y se filtraba luz por debajo.
Él nunca cerraba aquella puerta.
Con el corazón martilleándole el pecho, se dirigió hacia el salón lentamente, sin hacer ruido. Se acercó a la chimenea y, tras agarrar el atizador de hierro, recorrió la distancia que lo separaba de la puerta. A continuación la abrió lentamente, con el atizador preparado, y entró en la habitación. Estaba vacía. Nada parecía fuera de lugar.
Un sonido le llegó desde la parte trasera de la casa. Un murmullo bajo, como de voces. El vello de la nuca se le erizó de nuevo.
«Deja de hacer de Rambo, Benjamin. Avisa a la policía».
El ruido procedía del dormitorio. Ben avanzó hasta la puerta y, respirando hondo, agarró el pomo y entró.
El dormitorio parecía desierto. Pero el televisor estaba encendido. Ben bajó el atizador con una sonrisita en los labios. No recordaba haber dejado la televisión puesta, pero eso no significaba nada. A menudo solía encenderla mientras se vestía, más que nada para tener algún ruido de fondo. Procedió a apagarla y, al girarse, su sonrisa se extinguió.
Encima de la cama había un gran sobre manila, con su nombre pulcramente escrito en la esquina superior izquierda.
Ben se quedó mirándolo, con un nudo de aprensión en la garganta. Por fin se decidió a abrirlo. Dentro encontró una fotografía en blanco y negro donde aparecían Anna y él en el Café du Monde. La nota adjunta era breve e iba directamente al grano:
Sabía que ella te gustaría.
Os estaré vigilando.
Ben notó que las manos le temblaban mientras volvía a guardar la fotografía y la nota en el sobre. Debía llamar a la policía. A Anna.
La cabeza empezó a dolerle y se llevó una mano a la sien. No. Si avisaba a las autoridades, le exigirían una lista de nombres de sus pacientes, que él no estaba dispuesto a facilitar. Insistirían en hablar con Anna, que ya desconfiaba de la policía. Se disgustaría. Se sentiría aterrada.
Lo habían pasado tan bien desayunando juntos. Y el beso había sido tan… excitante. Jamás había sentido por una mujer lo que sentía por Anna. Jamás. Y no deseaba perderla.
Ella parecía sentir lo mismo por él.
¿Por qué tenía que pasar aquello? ¿Por qué precisamente en ese momento?
Ben se derrumbó en la cama, exhausto, con un intenso dolor de cabeza y una sensación de ardor en los ojos.
¿Quién estaba haciendo aquello? ¿Y con qué intenciones?
Gimiendo, se cubrió la caía con el brazo. ¿Cómo había entrado aquella persona en su casa? Había dejado la puerta principal cerrada al marcharse.
Las llaves. Las llaves que había perdido recientemente.
Ben se incorporó. Por supuesto. El día en que las llaves desaparecieron, había cerrado la puerta de la casa y luego había ido a la consulta. Una vez dentro, las había dejado en su mesa, como hacía cada mañana. Más tarde, cuando se dispuso a recogerlas, ya no estaban.
Pero volvieron a aparecer veinticuatro horas más tarde. Ben había tropezado con ellas, literalmente hablando. No las había dejado caer en el suelo por descuido, como había supuesto. Un paciente, el mismo que había irrumpido en su casa y le había dejado la novela de Anna en la consulta, las había robado para hacer copias y las había devuelto dos días más tarde.
Ben notó que la vista se le nublaba, una clara señal de que el dolor de cabeza iba a tornarse insoportable. Salió a rastras de la cama y, apretando los dientes, fue a comprobar las ventanas y la puerta trasera. Después telefoneó a una empresa de cerrajería que funcionaba las veinticuatro horas y se sentó a esperar. Cuando el cerrajero hubiese hecho su trabajo, se dijo Ben, iría a la consulta a revisar su libro de visitas. Así sabría a qué pacientes había atendido el día en que desaparecieron las llaves, y si alguno de dichos pacientes había vuelto a la consulta posteriormente.
Iba a descubrir quién estaba haciendo todo aquello. O moriría en el intento.
Capítulo 11
Martes, 23 de enero
Unos golpecitos suaves despertaron a Jaye. Esta comprendió, por el silencio y por el espesor de la oscuridad, que era de madrugada. Los golpecitos se repitieron, seguidos del maullido de un gato.
– Chist, Tabby. Me parece que está dormida.