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Jaye salió rápidamente de la cama y se acercó a la puerta.

– No -susurró-. Estoy despierta. No te vayas.

Por un momento, no se oyó nada al otro lado de la puerta.

– He venido para ver si estás bien -dijo la niña por fin.

– Sí, estoy bien. Pero no me dejes -Jaye se apretó más contra la puerta-. Quédate un rato conmigo.

– No sé -la voz de la niña tembló-. Él se enfadaría mucho si supiera que he estado aquí.

– No lo sabrá -se apresuró a decir Jaye-. No diré nada, te lo prometo.

– Está bien -aceptó la niña-. Pero tendremos que hablar muy bajito.

Jaye así se lo prometió. Luego se arrodilló delante de la gatera.

– ¿Cómo te llamas?

– Minnie. Y mi gata se llama Tabitha. Es mi mejor amiga.

– Tabitha es un nombre precioso. ¿De qué raza es?

– Es atigrada. Tiene los ojos verdes y el pelo largo y suave.

Jaye sonrió.

– ¿Qué edad tienes, Minnie?

– Once años. Y Tabitha tiene dos.

– Yo me llamo Jaye. Tengo quince.

– Ya lo sé. Él me lo ha dicho.

Jaye notó un escalofrío en la espalda.

– ¿Quién es él, Minnie? ¿Tu padre, o…?

– Se llama Adam. No sé su apellido.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí, con él?

– Mucho tiempo -contestó la niña, algo confusa-. Desde siempre, creo.

Tal cosa no era cierta, comprendió Jaye. El tal Adam había secuestrado a la pequeña, como la había secuestrado a ella misma.

– Debemos ayudarnos, Minnie. Tengo amigos que viven cerca de aquí. Si me ayudas a salir de esta habitación, podremos escapar de él.

– No puedo. Él se enfadaría mucho. Le haría daño a Tabitha. Ya les ha hecho daño a otros… amigos míos.

Jaye cerró los ojos con fuerza.

– Podrías volver a tu casa, Minnie. Yo te ayudaría.

– Mi casa -repitió la niña en un susurro casi inaudible-. No recuerdo mi casa.

Una sensación de odio se adueñó de Jaye, súbita e intensa. Odio hacia aquel monstruo que había separado a una niña pequeña de su familia.

– Háblame un poco más de ti, Minnie. ¿Vas al colegio?

No iba al colegio, pero sabía leer y escribir. Al cabo de un rato de conversación, Jaye pudo hacerse una imagen más o menos aproximada de la chiquilla. Era tímida, rubia y menuda. Llevaba bastante tiempo prisionera allí, quizá desde que tenía cinco o seis años.

Jaye le habló de sí misma, de su vida, de las personas a las que echaba de menos. Le habló de Anna.

Minnie rompió a llorar.

– No llores -se apresuró a decir Jaye-. No era mi intención hacerte lio…

– No es por ti. Es por… Él me obligó a hacerlo, Jaye. Me obligó a escribir esas cartas. Y ahora… ¡ahora estás aquí por mi culpa! ¡Todo ha sido culpa mía!

Jaye intentó aplacarla. No quería que Minnie despertase a Adam.

– ¿De qué cartas estás hablando, Minnie?

– De las que escribí a tu amiga Anna. Él me obligó. Me dijo que le haría daño a Tabitha si no le obedecía.

Jaye se puso rígida.

– ¿Anna? No te comprendo.

Pero, de repente, lo comprendió todo. Las cartas que Anna había recibido de una joven admiradora. De una chiquilla.

Minnie.

– Tu amiga está en peligro. Él habla de ella continuamente. Tiene un… plan. Para eso te ha secuestrado, Jaye. Para llegar hasta Anna.

Una oleada de gélido pavor recorrió a Jaye por dentro. Se acordó de la pelea que tuvo con Anna, de las cosas tan horribles que le había dicho a su amiga. La embargó el remordimiento. La culpa.

Anna había tenido razón al sentir miedo, al mantener su verdadera identidad en secreto.

Tenía que avisarla. Tenía que encontrar el medio de ayudarla.

– ¿Minnie? -susurró-. ¿Qué pretende hacerle a Anna? Debes decírmelo. Es preciso que la ayudemos.

Al recibir, únicamente la respuesta del silencio, Jaye comprendió que la niña se había ido.

Anna llegó a su apartamento después de un largo y agotador día de trabajo en La Rosa Perfecta. Se sentía hambrienta, exhausta y miserable. Su agente había vuelto a llamarla. Chesire House había hecho una última oferta, ligeramente mejor que la anterior. Necesitaban una respuesta de inmediato.

Y la respuesta de Anna había sido negativa.

Suspirando, dejó las llaves en la mesita del recibidor. A continuación, después de ponerse ropa más cómoda, se dirigió hacia la cocina y abrió el frigorífico. Decidió prepararse unos sándwiches de pavo. Fue entonces, mientras recogía los ingredientes, cuando lo vio.

En un plato, sobre un pañito rojo en forma de corazón, había un dedo. Un dedo meñique.

Anna notó que el corazón se le subía a la garganta y profirió un grito.

Kurt.

La había encontrado.

Presa de la histeria, se dio media vuelta y echó a correr. Salió del apartamento y llamó frenéticamente a la puerta de Bill y Dalton, sollozando, gritando sus nombres.

«Por favor, que estén en casa. Por favor… por favor…»

Estaban en casa y, media hora más tarde, Anna se hallaba acurrucada en el sofá de Dalton, rodeada por el brazo protector de su amigo. Cuando se hubo calmado lo suficiente para contar lo sucedido con un mínimo de coherencia, Bill y Dalton habían telefoneado a Malone. En aquellos momentos, el inspector y Bill estaban en el apartamento de Anna, inspeccionando la situación.

– Todo irá bien, Anna -dijo Dalton apretándole levemente el hombro.

– Tengo miedo -dijo ella estremeciéndose. Kurt la había encontrado. Había entrado en su apartamento. Pretendía asesinarla.

– Lo sé -Dalton exhaló un fuerte suspiro-. Yo también.

En ese momento regresó Malone, con el plato, el paño y el dedo debidamente embolsados y marcados. Anna miró al inspector y después a Bill, pálida como un fantasma. Tragó saliva.

– ¿Es de…? Quiero decir, ¿sabes de quién puede…?

– Es postizo -la interrumpió Malone acercándose-. Una prótesis. Y muy lograda.

Depositó la bolsa en la mesa y Anna apartó la mirada. Aunque fuese postizo, le revolvía el estómago.

– Anna, cuando llegaste al apartamento, ¿estaba cerrada con llave la puerta de entrada?

Ella se lo pensó un momento, y luego asintió.

– Sí. La abrí, como hago siempre, y después dejé las llaves en la mesita del recibidor.

– ¿Y no viste nada que pareciera fuera de lugar? ¿Algo raro?

Anna meneó la cabeza.

– No. Nada.

– ¿Sabías que la puerta del balcón estaba abierta?

– ¿Estás seguro? -ella frunció el ceño-. No puede ser.

– Sí -confirmó Bill-. Lo he visto con mis propios ojos.

– La otra mañana -murmuró Dalton-, cuando Bill y yo estábamos desayunando en el jardín, nos llamaste desde el balcón. ¿No se te olvidaría cerrar la puerta?

Anna se frotó la frente.

– No recuerdo si la cerré o no.

– Todas las ventanas estaban cerradas -dijo Malone-. No parece que las hayan forzado.

– ¿Crees que entró por el balcón?

– Podría ser -Malone se sacó la libreta del bolsillo y luego la miró a los ojos-. Hay otra posibilidad. ¿Tiene alguna otra persona una llave de tu apartamento?

– Sólo Dalton.

Al advertir que Malone lo miraba, Dalton se sonrojó.

– Soy el propietario del edificio, así que tengo la llave maestra de todos los apartamentos.

– Pero eso no quiere decir que la utilice -dijo Anna en defensa de su amigo-. Además, Dalton y Bill son amigos míos. Nunca intentarían…

– Naturalmente que no -murmuró Malone-. ¿Algún ex novio o compañero?

Los ojos de ambos se encontraron. Ella se notó las mejillas acaloradas. Aunque adecuada, dadas las circunstancias, la pregunta no dejaba de resultar excesivamente íntima.

– No, ninguno.

– ¿Tienes idea de quién puede estar detrás de esto?