Quentin esperó unos cinco minutos antes de decidirse a llamar al interfono del apartamento de Anna.
– ¿Sí? ¿Quién es?
– Quentin -siguieron unos segundos de silencio-. ¿Puedo subir?
– Depende. ¿Has venido a sustituir al agente LaSalle como mi perro guardián? ¿O a verme?
– A verte -Quentin hizo una pausa-. Tenemos que hablar.
Encontró a LaSalle sentado junto a la puerta del apartamento, con un termo de café en el suelo y una novela abierta en el regazo.
– Hola, inspector Malone.
– LaSalle -Quentin se acercó a él-. ¿Todo tranquilo?
– Como una tumba.
– Me alegra oírlo -Quentin miró su reloj-. Me quedaré con la señorita North un par de horas. Puedes ir a comer algo mientras tanto, si quieres.
– Estupendo -el policía novato se levantó con gesto agradecido-. También daré una vuelta por el barrio, para asegurarme de que todo está en orden.
– Buena idea. Y que disfrutes de la cena.
Anna abrió la puerta. Vio cómo LaSalle desaparecía escaleras abajo, y se giró hacia Quentin.
– Truhán -murmuró-. Mira que deshacerte así de mi canguro. Tendré que recordar esa técnica.
Iba vestida con unos vaqueros azules y un jersey amplio de color marfil. Parecía pálida sin maquillaje, y llevaba la espléndida melena recogida en una juvenil coleta.
– Ni se te ocurra. LaSalle está aquí para protegerte.
Ella se cruzó de brazos.
– ¿Y tú, Malone? ¿También has venido a protegerme?
– Estás enfadada.
– ¿Y te extraña? Esta mañana, antes de irte, prometiste que me mantendrías informada. Y, en vez de eso, me mandas a un canguro.
– Estoy preocupado por tu seguridad. Y mi capitana también. No queremos correr riesgos.
– Ese hombre volverá, ¿verdad? -Anna irguió el mentón, intentando mostrarse valiente-. Por eso LaSalle monta guardia en mi puerta.
– No sabemos con seguridad si volverá. Pero, si lo hace, le estaremos esperando.
Ella estudió su expresión, con evidente y dolorosa ansiedad.
– ¿Tenéis ya alguna pista de…?
– No. Lo siento, Anna. Esperaba traerte alguna buena noticia, pero no es así.
Anna se frotó los brazos, como si sintiera frío. Luego se apartó de la puerta, invitándolo a entrar.
– Pasa.
– ¿Estás segura?
– Sí, muy segura -cuando Quentin hubo entrado, ella señaló la bolsa que llevaba-. ¿Qué traes ahí?
– Sopa de pollo -respondió él ofreciéndole la bolsa-. Para ti.
Anna pareció sorprendida y, a continuación, se echó a reír.
– ¿Me has preparado una sopa de pollo?
– Es de mi madre. Suele preparar comida para los siete. Sigue congelada, por cierto.
– ¿Para los siete? -inquirió Anna mientras tomaba la bolsa.
– Soy el segundo de siete hermanos. Cinco de nosotros somos policías. Igual que mi abuelo, mi padre, tres tíos míos y una tía. Y mejor no te hablo de mis primos.
– Cielos.
Él sonrió.
– ¿Cómo ha ido el día?
– Me sentía nerviosa y agobiada aquí dentro, así que fui un rato a La Rosa Perfecta. Dalton me necesitaba.
– ¿Tuviste cuidado?
– Sí. Además, Ben me acompañó hasta la tienda. Y después me trajo Dalton.
Al oír el nombre del psiquiatra, Quentin frunció el ceño.
– ¿Ben Walker estuvo aquí?
– Sí. Vino a verme -Anna se frotó nuevamente los brazos-. Tenía un aspecto lamentable. Me contó lo del accidente. Y me dijo que habías ido a hablar con él. También me habló de la nota que encontró en el coche. De lo que decía… -de repente, se quedó sin voz.
Quentin se acercó a ella y tomó su rostro entre las palmas de las manos, obligándola a mirarlo a los ojos.
– Encontraremos a ese tipo, Anna. Yo lo encontraré. No permitiré que te haga daño.
– ¿Lo prometes?
Él se agachó para besar suavemente sus labios temblorosos.
– Lo prometo.
Con un suspiro de alivio, Anna alzó las manos hasta los hombros de él y recostó la mejilla en su pecho. Siguieron unos momentos de silencio. Quentin la rodeó con sus brazos, pero conteniéndose. No quería que Anna supiera lo preocupado que estaba por ella o lo mucho que significaba para él.
Al cabo de unos instantes, Anna alzó los ojos para mirarlo.
– Esa mujer… la que murió anoche…
– Jessica Jackson.
– Háblame de ella.
– Anna…
– Por favor -los ojos de Anna se llenaron de lágrimas-. Quiero saber cómo era. Murió en mi lugar.
– Eso no lo sabemos…
– Yo lo sé -Anna carraspeó para aclararse la voz-. Era pelirroja. El asesino le cortó el dedo meñique. Murió la misma noche que me agredieron a mí. Y alguien le dejó a Ben una nota que decía que yo iba a morir.
– La nota decía que «ella» iba a morir, Anna. No aludía a nadie en concreto. Podía referirse a Jessica Jackson.
– Tú sabes que eso no es cierto, Quentin. Y yo también. Es demasiado evidente. Por favor, háblame de ella.
Él musitó una maldición, aunque accedió.
– Se llamaba Jessica Jackson. Estudiaba en Tulane y trabajaba de camarera en el hotel Omni Royal Orleans. Anoche salió del trabajo a las once y fue a bailar con unos amigos. Estaba soltera y no tenía hijos. La sobreviven sus padres y dos hermanas.
– ¿Qué edad tenía? -inquirió Anna con voz trémula.
– Veintiún años.
Anna dejó escapar un gemido.
– Me siento muy mal por ella. Por su familia -rompió a llorar-. Murió por mi culpa.
– Basta ya, Anna -Quentin le enjugó las lágrimas con los dedos-. Tú no la mataste.
– Pero murió en mi lugar -Anna lo miró con ojos llenos de desesperación-. No me digas que eso no es cierto, porque lo es. Lo sé.
Quentin inclinó la cabeza para besarla. El beso, suave al principio, aumentó en intensidad. Anna le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él.
Hicieron el amor allí mismo, en el recibidor, apoyados contra la pared. Cuando por fin se aplacó entre ambos el frenesí de la pasión, Quentin se dio cuenta de que paladeaba el sabor de sus lágrimas. Que sus labios temblaban debajo de los suyos. Tomándola en brazos, la llevó al dormitorio y la soltó en la cama. Luego se tendió a su lado.
– No era mi intención que esto ocurriera -musitó-. Al menos, no así.
– No me estoy quejando.
Él le pasó tiernamente los dedos por la mejilla.
– Te he hecho daño. Y lo siento.
– No lo sientas. Eres un hombre bueno, Quentin Malone.
Él soltó una carcajada carente de humor.
– ¿Tú crees? Algunos dirían que soy un hijo de puta oportunista. Que me aprovecho de las mujeres en sus momentos más vulnerables.
– ¿De veras? -Anna arqueó las cejas-. ¿Y por qué yo no lo veo así? Si no recuerdo mal, fui yo quien empezó todo esto. ¿No seré yo la oportunista?
Quentin inclinó la frente sobre la de ella.
– En ese caso, puedes aprovecharte de mí siempre que quieras.
– ¿Lo prometes?
Justo cuando él abría la boca para responder, el estómago de ella emitió un gruñido. Anna se sonrojó.
– ¿Has comido? -inquirió Quentin sonriendo.
– No he probado bocado desde el desayuno. Seguro que la sopa de pollo de tu madre está deliciosa.
– Es la mejor -Quentin salió de la cama y le tendió la mano.
– Bien -dijo ella levantándose-. Si te portas bien, a lo mejor te sirvo también un vaso de leche.
Él sonrió burlón.
– Eso depende, querida, de lo que entiendas por «portarse bien».
Poco después, se hallaban sentados a la mesa de la sala de estar, ante sendos tazones de sopa de pollo y un paquete de rebanadas de pan tostado.
– Está exquisita -dijo Anna tomando una cucharada de sopa.
– Gracias -Quentin sonrió-. Mi madre es una cocinera espléndida. Eso siempre es una ventaja cuando se tienen siete hijos a los que alimentar.