– ¿Eras travieso de pequeño?
– Era terrible.
– Háblame de tus hermanos -pidió ella mientras extraía de la bolsa una rebanada de pan.
– Tengo cuatro hermanos y dos hermanas. Yo soy el segundo. Cosa que mi hermano mayor, John, siempre procura recordarme.
Anna se inclinó hacia él, fascinada. Conmovida por el afecto de su tono, por el brillo que se reflejaba en sus ojos mientras hablaba de su familia.
– Todos somos policías, excepto Patrick, que es contable, y Shauna, que estudia arte en la universidad.
Quentin siguió hablando de sus cinco sobrinos; de su tía, Patti, capitana de la comisaría del distrito siete; y de sus cuñados y cuñadas.
– Qué familia tan bonita -murmuró Anna-. ¿Siempre quisiste ser policía?
– Digamos que el trabajo de policía mi eligió a mí, y no al contrario.
– Por tradición familiar -ella ladeó la cabeza, estudiando su expresión-. ¿Qué te hubiera gustado ser?
– ¿Quién ha dicho que quisiera ser otra cosa?
– Entonces, ¿sí querías ser agente de policía?
– Ahora te toca hablar a ti -Quentin se terminó la sopa y retiró el cuenco-. Dime cómo fue tu vida en Hollywood.
– Antes del secuestro, muy feliz. Después… me sentí muy sola.
– Lo siento. Ha sido una pregunta estúpida.
Ella se encogió de hombros.
– No te preocupes -siguió un incómodo silencio. Al cabo de un momento, Anna se levantó-. ¿Te apetece un poco más de sopa?
Quentin también se puso en pie.
– No, gracias -echó una ojeada al reloj-. LaSalle debe de estar a punto de volver.
Recogieron juntos los cuencos y los vasos y los llevaron a la cocina. Anna abrió el grifo del fregadero.
– Ben no te cae muy bien, ¿verdad?
– Apenas lo conozco. ¿Por qué lo dices?
– Lo noté antes en tu voz, en la forma de pronunciar su nombre.
– Quizá es su ética lo que no me gusta. Yo quiero atrapar a un asesino, y él parece más interesado en protegerlo.
– No quiere darte los nombres de sus pacientes.
– Exacto.
– Y crees que el nombre de Adam figura en la lista.
– Al menos, así lo espero. Aunque le pregunté a Ben y me respondió que no. Pero resulta lógico pensar que todos esos hechos estén relacionados. Las cintas y las notas. Las cartas de Minnie. La desaparición de Jaye. El dedo postizo. La agresión que sufriste anoche.
– El asesinato de Jessica Jackson. Y los de esas otras dos mujeres… -Anna sintió en los ojos el escozor de las lágrimas-. Tengo que hacer algo, Malone. No puedo quedarme sentada en este apartamento, protegida por la policía, mientras ahí fuera siguen muriendo mujeres. Mientras Jaye soporta Dios sabe qué torturas.
– ¿Quieres ayudar? Muy bien, consigue que Ben entregue esa lista de nombres. Si no figura el de Adam, seguro que habrá otro que te suene.
– Como el de Kurt.
– O el de alguna otra persona conocida.
Anna lo miró con gesto desafiante.
– Si piensas que los nombres de Bill o Dalton pueden estar en esa lista, te equivocas. Ben los conoció cuando fue a buscarme a La Rosa Perfecta.
– ¿Estás segura?
– Sí -Anna se giró hacia él-. ¡Sí, maldita sea! Son amigos míos y confío plenamente en ellos.
Por un momento, se limitaron a mirarse mutuamente. Quentin maldijo.
– Debes tener en cuenta un hecho, Anna. En la gran mayoría de crímenes violentos, el agresor es un conocido de la víctima. No debemos tomar ese hecho a la ligera.
– Está bien, Malone. Conseguiré que Ben me entregue esa lista. Y comprobarás que estás equivocado. Muy equivocado.
Quentin cruzó la cocina de dos zancadas. Atrajo a Anna hacia su pecho y la besó profundamente, casi con desesperación.
– Consigue esa lista. Pero después mantente al margen, Anna -dijo con voz ronca-. Deja que mis compañeros y yo nos encarguemos de todo. A ese bastardo le encantaría que salieras y tomaras parte en esto. Le encantaría verte expuesta y vulnerable. No le des esa satisfacción.
– Te equivocas, Malone -repuso ella, comprendiendo súbitamente a su enemigo. Su propósito. Sus intenciones-. Desea verme aislada y aterrorizada. Como hace veintitrés años.
Capítulo 15
Miércoles, 31 de enero
– ¿Minnie? -susurró Jaye, girándose hacia el suave ruido procedente del otro lado de la puerta. No había tenido noticias de su amiga desde que su secuestrador las sorprendió charlando. Jaye temía que la hubiese castigado. También tenía miedo por Anna. ¿Habría recibido ya la carta? ¿Habría reconocido la huella de sus labios?
La incertidumbre era una tortura. Apenas había pegado ojo en los anteriores cinco días. Dedicaba el tiempo a pasear nerviosa por el cuarto, rezando y planeando.
Tenía que escapar de allí. Debía salvar a Minnie y avisar a Anna. Era preciso.
– ¿Minnie? ¿Eres tú?
– Sí, soy yo.
Con un suspiro de alivio, Jaye avanzó de puntillas hasta la puerta y se arrodilló delante de la gatera.
– Estaba muy preocupada por ti. ¿Te hizo algo?
– Estaba muy furioso -Tabitha empezó a maullar y Minnie la acalló-. Estuve… estuve a punto de no venir esta noche. Tengo mucho miedo, Jaye. Si él me descubre…
Jaye apretó los puños, llena de ira.
– Lo odio -masculló con rabia-. Lo odio por lo que nos ha hecho. Y juro que, cuando salgamos de aquí, haré que lo pague. Lo prometo.
– No hables así, Jaye. Él podría oírte -Minnie parecía aterrada-. Y se enfadará todavía más. Te hará daño.
– Minnie, ¿sabes si Anna…? ¿Si él le ha…? -Jaye fue incapaz de concluir la pregunta.
– Creo que ella está bien -Minnie hizo una pausa. Luego prosiguió con voz amortiguada, como si hubiese pegado la boca a la puerta-. La otra noche él regresó muy… disgustado. Algo le había salido mal. Algo relacionado con Anna. Musitaba para sí. Decía cosas horribles…
– ¿Qué, Minnie? ¿Qué decía?
La pequeña tardó unos segundos en responder, y lo hizo con voz temblorosa.
– Va a llevarnos a otro sitio, Jaye. No sé adónde ni cuándo, pero tiene que ver con Anna. Pretende hacerle daño.
– Eh, compañero, ¿tienes un momento?
Quentin alzó la mirada y vio a Terry en la puerta del vestuario. Sin inmutarse, cerró su taquilla y se sentó en uno de los bancos, de espaldas a su amigo.
– Ahora estoy ocupado.
Terry entró y se situó delante de él.
– No te reprocho que estés enfadado.
Quentin se inclinó para atarse los cordones deportivas y luego se levantó.
– Voy a correr un rato, Terry. Disculpa.
– Me comporté como un imbécil. No debí decirte esas cosas.
– Ni Penny ni yo nos merecemos las barbaridades que dijiste.
– Lo sé, yo… -Terry apartó la mirada-. No sé lo que me está pasando, Malone. Me siento como si… todo se derrumbara a mi alrededor. Mi vida, mi trabajo. Yo. Y tampoco sé cómo evitarlo.
La ira de Quentin se desvaneció.
– Necesitas ayuda, Terry. No puedes superar el problema tú sólo.
– Un psiquiatra, quieres decir.
– Sí. En el Departamento hay…
– Ah, no, ni hablar -Terry se sentó en el banco-. Se correría la voz. No quiero que todo el mundo se entere.
– ¿Crees que no lo saben ya? -Quentin se acercó a su amigo-. Vamos, Terry, tú eres una persona inteligente.
– Está bien -Terry lo miró a los ojos-. Pero, si lo hago, ¿me ayudarás a recuperar a Penny y a mis hijos?
– Sí, te ayudaré -respondió Quentin, aunque tenía sus dudas.
– Gracias -Terry se quitó las gafas y se frotó los ojos.
Quentin frunció el ceño, reparando en que su compañero llevaba gafas.
– ¿Y esas gafas?
– He pillado una infección en los ojos, por no cambiarme las lentillas a menudo. Mi oculista me ha dicho que nada de lentillas en un mes, como mínimo.