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– Cuenta conmigo. ¿De qué se trata?

– ¿Aún hay sitio para mí en esa terapia de grupo de la que me hablaste?

Ben guardó silencio durante varios segundos. Luego carraspeó.

– No me lo esperaba.

– Tengo que hacer algo, Ben. No puedo seguir así, escondida en mi apartamento, con los nervios de punta. Creo que la terapia de grupo me ayudaría.

– Ahora tienes motivos reales y justificados para tener miedo, Anna. En la terapia tratamos terrores irracionales, como…

– ¿Como mi terror a qué Kurt venga a castigarme, habiendo transcurrido veintitrés años?

– Tienes razón. Pero, teniendo en cuenta lo que te ha pasado recientemente…

– Por favor, Ben -Anna bajó la voz-. Estoy cansada de vivir así. Necesito ayuda.

Él emitió un largo suspiro.

– Está bien, Anna. Nos veremos hoy a las siete. Pero, antes de admitirte, tendré que hablar con el grupo. Deben dar el visto bueno.

– Esperaré en tu consulta -sugirió Anna, sintiéndose culpable-. El tiempo que haga falta.

– Son buenas personas -prosiguió él-. Seguro que te aceptan.

– Gracias, Ben -Anna percibió el tono de su propia voz y comprendió que era sincero. Apreciaba la amistad que los unía. Y se alegraba de que Ben hubiese aparecido en su vida.

– ¿Me lo agradeces lo bastante como para ir a tomar una copa conmigo después de la sesión?

– Me encantaría -respondió ella sonriendo.

Anna llegó a la consulta de Ben a las siete menos cuarto. Estaba nerviosa. Le sudaban las palmas de las manos y no se atrevía a mirar a los demás pacientes que aguardaban en la sala de espera. Se sentía como una farsante. Como una impostora.

Ben salió de su despacho poco antes de las siete. Tras saludar a sus pacientes, se acercó a Anna, le tomó las manos y sonrió.

– ¿Cómo estás?

Ella se obligó a mirarlo a los ojos.

– Nerviosa.

– No habrá ningún problema. Los integrantes del grupo suelen aceptar muy bien a los recién llegados -Ben señaló la habitación situada a la derecha-. Ahí es donde nos reunimos. Puedes esperar aquí o en mi despacho, donde creas que te sentirás más cómoda.

– Prefiero en tu despacho. ¿Te importa?

– Desde luego que no -Ben esbozó una sonrisa cálida-. La puerta está abierta. Pasa y acomódate -la acompañó hasta el despacho y, nada más entrar, Anna se fijó en el archivador de madera situado junto a la pared, detrás de la mesa-. Tardaré unos quince minutos -prosiguió él-. No te preocupes por nada. Todo saldrá bien.

Cuando Ben hubo salido, Anna aguardó un par de minutos y luego se acercó al archivador. Se sentía fatal por lo que iba a hacer, pero debía hacerlo. Por Jaye.

Se acuclilló delante del archivador, agarró el tirador y procedió a abrirlo.

¡Estaba cerrado con llave!

¿Qué iba a hacer ahora? La mesa. Por supuesto. Se incorporó y se acercó a la mesa, con el corazón martilleándole en el pecho. Abrió el cajón del centro, rebuscó dentro, y luego repitió el proceso con los cajones laterales. Encontró un diario, bolígrafos, clips y un fajo de recetas, pero ninguna llave.

Frustrada, cerró el último cajón, consciente de que el tiempo pasaba. Sus ojos se clavaron en la superficie de la mesa. Allí, en el centro, descansaba un manojo de llaves.

Anna las agarró rápidamente y volvió al archivador. Con dedos temblorosos, probó la primera llave, y a continuación la segunda y la tercera. Lo consiguió por fin al introducir la cuarta.

Conteniendo la respiración, repasó los apartados con las diferentes letras del alfabeto, buscando algún nombre que le sonara. Pero no vio ningún

Adam, Kurt o Peter. Mientras terminaba de ojear los nombres correspondientes a la T y la U, oyó un ruido de pisadas y el leve chasquido del pomo de la puerta al girarse. ¡Era demasiado pronto! Aún le faltaban por revisar los últimos nombres. La puerta crujió.

– Buenas noticias, Anna. El grupo ha aceptado…

Ella cerró el archivador y se incorporó de un salto.

– ¿Qué estás haciendo?

Anna logró esbozar una sonrisa, aunque apenas podía respirar.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Estabas mirando en mi archivador?

– No seas tonto, Ben. Simplemente, estaba… viendo tus diplomas… -Anna se quedó sin voz cuando Ben rodeó la mesa. La llave aún estaba en el suelo, junto al archivador. Notó que el alma se le caía a los pies-. Puedo explicarlo.

Ben se inclinó para recoger el manojo de llaves. Un estremecimiento lo recorrió mientras se volvía para mirarla. La ira había transformado al hombre patoso y encantador que ella conocía, confiriéndole un aspecto amenazador. Anna retrocedió.

– Por favor, Ben, deja que te explique…

– No te molestes. Sé lo que estabas haciendo. Querías echar un vistazo a los nombres de mis pacientes -Ben dio un paso hacia ella. Anna vio que temblaba de furia-. ¿Me equivoco?

Ella entrelazó los dedos.

– Lo siento, Ben. Estaba desesperada.

– Así que me utilizaste. Te aprovechaste de nuestra amistad.

– Trata de entenderlo. Estaba…

– ¿Por qué he de creer nada de lo que me digas? Eres una embustera, Anna.

Una embustera. Anna se encogió al oír la palabra, el tono con que Ben se la había espetado.

– Pensé que, si miraba los nombres de tus pacientes, quizá reconocería alguno. O que encontraría el nombre de Kurt, y…

– ¿No crees que, si yo tuviera un paciente llamado Kurt, os lo habría dicho tanto a ti como al inspector Malone?

Anna alzó una mano con gesto suplicante.

– Perdóname, Ben. Lo que he hecho estuvo mal, pero lo hice por una buena razón. Jaye corre peligro. Están muriendo mujeres. Sólo quería ayudar.

– Haz el favor de irte -Ben se giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta.

Anna corrió tras él.

– ¡Ben, espera! ¡Intenta comprenderlo! Me sentía en la obligación de hacer algo. Estaba cansada de limitarme a ser una víctima…

Él se giró. El nervio de la mandíbula le temblaba.

– Creía que éramos amigos. Que empezaba a haber cariño entre ambos.

– Y somos amigos. Claro que hay cariño entre nosotros.

Ben se pasó una mano por la cara. Su expresión cambió. Su ira se había desvanecido, dejándolo con un aspecto dolorido y cansado.

– ¿Por qué no me lo pediste? ¿Acaso no es eso lo que habría hecho una amiga?

Tenía razón. Anna apretó los labios, sintiéndose mal. Finalmente, cuando habló, sólo pudo decir la verdad.

– Estaba segura de que te negarías.

– Entonces, quizá lo que has hecho sí ha estado mal -Ben suspiró y miró la puerta de soslayo-. Debes irte ya. El grupo me espera.

Quentin no dejaba de pensar en Ben Walker. Había algo en él que le ponía la carne de gallina.

¿Qué era? Para encontrar la respuesta, Quentin había repasado mentalmente las dos conversaciones que tuvo con él, intentando recordar algún detalle que chirriara. No recordó ninguno. Aun así, algo seguía inquietándolo. Algo que el psiquiatra había dicho o hecho. Estaba convencido de que Ben Walker era una pieza clave del rompecabezas, aunque aún tuviera que discernir cómo encajaba dicha pieza en el conjunto.

El semáforo que tenía delante se puso en rojo. Mientras detenía el coche, Quentin abrió su teléfono celular y marcó el número de Anna. Al cabo de cinco tonos, respondió el contestador. Era la tercera vez que la llamaba en la última hora.

Arrugando la frente, marcó el número de Morgan.

– Morgan, soy Quentin Malone. ¿Estás con Anna North?

– Sí. Sentado a la puerta de la consulta de un médico, en el centro.

– ¿La consulta del doctor Ben Walker? ¿En Constance Street?

– Exacto. Lleva ahí dentro unos treinta minutos. Dijo que estaría aquí unas dos horas y que luego iría a tomar unas copas. ¿Quieres que la siga?

Quentin le dijo que sí y luego colgó, frustrado. Irritado consigo mismo por sentir celos.