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– Sí -Terry se recostó en la silla-. ¿Y qué?

– Jessica Jackson pasó un rato allí esa misma noche. La última noche de su vida.

– Ese sitio está de moda. No me extraña que una chica marchosa como ella fuese a Freddies.

Quentin enarcó una ceja.

– ¿Jessica Jackson era una «chica marchosa»?

– Ya sabes a lo que me refiero. Le gustaba salir, ir de juerga.

– O eso has oído -Quentin miró a Johnson y luego de nuevo a Terry, sabiendo que eso pondría nervioso a su compañero-. ¿Te gustan las pelirrojas, Terry?

– Claro. No están mal.

Quentin arqueó las cejas.

– ¿No dijiste el otro día, y cito textualmente, «no sé lo que tienen las pelirrojas que me ponen a cien»?

Terry se removió en la silla.

– Puede que lo dijera.

– Lo dijiste. Después de ver a Anna North.

– No lo recuerdo.

– ¿Has salido con alguna pelirroja?

– He salido con muchas mujeres. Estoy seguro de que alguna pelirroja habría, pero no me acuerdo.

– ¿Estás diciendo que sí, entonces?

– Sí, seguramente.

Quentin fue a por todas.

– ¿Alguna vez se tiñó el pelo tu madre, Terry? ¿De pelirrojo?

Terry se levantó de un salto.

– ¡Hijo de puta! Creí que eras amigo mío.

– ¿Alguna vez te has tratado con un psiquiatra, Terry? ¿Con el nombre de… Rick?

– Exijo un abogado. No diré ni una palabras más hasta entonces -Terry se giró hacia la cámara-. ¿Lo habéis oído, hijos de puta? Ni una palabra más.

Veinticuatro horas más tarde, Terry fue detenido por el asesinato de Nancy Kent. También se le consideraba el principal sospechoso de los homicidios de Evelyn Parker y Jessica Jackson. Además de las abrumadoras pruebas circunstanciales y la coincidencia del grupo sanguíneo, los investigadores habían hallado en su coche y en su cazadora de cuero hebras de cabello que podían pertenecer a Nancy Kent. Habían sido enviadas al laboratorio para su análisis. La policía confiaba en que los resultados confirmasen lo que ya se daba por cierto.

Que Terry Landry era un asesino.

Quentin accedió a darle personalmente la noticia a Penny, pero se negó a tomar parte en el arresto. Aún no creía que su compañero hubiese sido capaz de hacer semejante cosa.

No dejó de pensar en Terry mientras salía de la comisaría y conducía sin un destino concreto en mente. Conforme maniobraba entre el tráfico, recordó a su amigo, al hombre al que tan bien había conocido y al que había otorgado su confianza. Se pregunto cómo podía haberse convertido en un monstruo.

Quentin detuvo el coche y recostó la frente en el volante.

Podía haber salvado a Terry. Podía haber salvado a aquellas mujeres. Era un inspector de policía, por el amor de Dios. ¿Por qué no había hecho nada?

Quentin alzó la cabeza y comprendió dónde estaba. A quién había acudido.

Anna.

Musitó una maldición y miró hacia otro lado. ¿Qué podía querer una mujer como ella de un hombre como él? Su risotada carente de humor reverberó en el interior del coche. Qué pregunta tan estúpida. A Anna sólo podía interesarle una cosa de él.

Quentin salió del vehículo y se dirigió hacia el bloque de apartamentos. El portal estaba abierto, de modo que sólo tuvo que subir hasta su puerta.

Anna abrió antes de que él llamara. Por su expresión, Quentin vio que ya sabía lo de Terry. Seguramente se lo habría dicho LaSalle.

– Anna -consiguió decir con voz espesa.

Ella le ofreció la mano al tiempo que le dirigía una suave mirada de comprensión. Él tomó su mano y se dejó conducir al interior. Anna no habló mientras cerraba la puerta y, a continuación, lo llevaba hasta el dormitorio. Tumbada junto a Quentin en la cama, le colocó las manos en las mejillas y susurró:

– Lo siento. Lo siento mucho.

Luego le hizo el amor, diciéndole sin palabras que comprendía su dolor, su pena, su sentimiento de culpabilidad.

– Háblame -pidió Anna mientras permanecían tumbados en silencio, después de haber alcanzado el éxtasis-. No me excluyas.

Quentin notó un nudo en la garganta y cerró los ojos, luchando por dominarse. Era como si Anna pudiese leerle el pensamiento. Aquella revelación no lo tranquilizó, precisamente, de modo que la reservó en un rincón de su cerebro para examinarla más tarde.

– Fui a ver a Penny -dijo al cabo de un momento-. La mujer de Terry. Fue… horrible -recordó cómo había llorado Penny. Por sí misma. Por sus hijos-. Se preguntaba cómo iba a decírselo a los niños. Les espera un trago muy amargo. El juicio. Las preguntas y los comentarios crueles de la gente. Son sólo críos, no se merecen una cosa así.

– No es culpa tuya.

– Pude haber ayudado a Terry. Sabía que estaba bebiendo demasiado, siempre lo veía de mal humor. Pero… aún no puedo creer que sea un asesino.

– Quizá no lo sea. Puede que se trate de un error, y…

– Tenían pruebas suficientes para detenerlo, Anna.

– ¿Y qué pasará ahora?

– Estamos esperando los resultados de los análisis. Y buscando más pruebas que lo relacionen con los otros dos asesinatos.

– Y conmigo.

– Sí -Quentin volvió a clavar la mirada en el techo. El silencio se hizo entre ambos.

– ¿Por qué a mí, Quentin? -inquiné Anna por fin, con voz trémula-. ¿Por qué me odia tanto?

– No lo sé. Se niega a hablar, así que tendremos que sacárselo.

– Pero, ¿y si…? -Anna hizo una pausa, como si no estuviese segura de lo que iba a decir-. ¿Y si no fue él quien envió las notas y las cintas de vídeo a mis amigos? ¿Y si no es él la persona que está detrás de las cartas de Minnie y de la desaparición de Jaye?

– Creemos que es él, Anna. Piénsalo. Terry es el nexo que os une a ti y a Ben Walker. Si Ben no te conocía de nada, ¿por qué recibió la novela y la nota que lo urgía a ver el programa de Estilo? Alguien, una tercera persona, decidió involucrarlo en todo esto. Ben siempre sospechó que se trataba de uno de sus pacientes. Y tenía razón.

Ella emitió un suspiro de angustia.

– Pero, ¿por qué?

– Eso sólo lo sabe Terry. Pero pronto también lo sabremos nosotros. Estas cosas llevan su tiempo, Anna.

– ¿Y dónde está Jaye? Tengo la sensación de que… el tiempo se acaba. Debemos encontrarla.

– Estamos buscándola. Y daremos con ella, te lo prometo.

– Pero, ¿cómo? -Anna alzó la voz levemente-. Si Terry se niega a hablar, ¿cómo la encontraréis? ¿Y si Jaye depende de él para comer y beber? ¿Y si pasan más días sin que…?

– Seguiremos investigando hasta que la encontremos -sintiendo la necesidad de acariciarla, Quentin se puso de lado y le recorrió la mejilla con la yema del dedo-. Me alegro de que estés a salvo, Anna. De que tu pesadilla haya terminado.

– ¿Tú crees? -susurró Anna con los ojos nublados por las lágrimas-. ¿Cómo puede haber terminado, cuando Jaye sigue encerrada sólo Dios sabe dónde, sola y asustada? ¿Cómo puedo sentirme a salvo?

Quentin no tenía ninguna respuesta que ofrecerle. En realidad, él mismo se preguntaba si Anna volvería a sentirse a salvo alguna vez.

– ¿Qué piensas hacer ahora? -le preguntó mientras le recorría la mandíbula con el pulgar.

– Intentaré buscar otro editor. Y otro agente -una risa carente de humor escapó de los labios de Anna-. Intentaré volver a escribir.

– Lamento que Terry te haya hecho esto.

– Tú no tienes la culpa.

– Era amigo mío.

– No tienes la culpa -insistió ella. Luego alargó la mano y la entrelazó con la de él-. ¿Y tú? ¿Crees que estarás bien?

– Siempre he estado bien.

– Mentiroso.

Ante el suave desafío, Quentin se llevó las manos de ambos a la boca.

– ¿Acaso no me conoces, cariño? Quentin Malone, el donjuán juerguista. Para él la vida es una gran fiesta.

– Tú eres mucho más que eso.