Anna se giró para dirigirse hacia la puerta, ansiosa por alejarse de él. Aun así, antes de salir, se giró para mirarlo. Lo vio derrumbado sobre la mesa, con la cabeza entre las manos.
Algo no iba bien. Estaba enfermo, con fiebre. De lo contrario, jamás le habría hablado en esos términos. Anna lo conocía lo suficiente como para saberlo.
– ¿Ben?
Él irguió la cabeza. Parecía destrozado.
– Podría… podría haberte amado, Anna. Ya había empezado a enamorarme de ti. Y creí… creí que tú sentías lo mismo.
– Lo siento, Ben -Anna alargó la mano-. Yo no quería que esto surgiera entre Quentin y yo. Pero surgió.
– ¿Y se supone que eso debe aliviarme?
Ben se llevó una mano a la frente. Anna vio que le temblaba. Chasqueó la lengua con preocupación y se acercó cautelosamente, deteniéndose a unos centímetros de la mesa.
– No tienes buen aspecto, Ben. Creo que estás enfermo. Parece que tienes fiebre. Será mejor que llame a un médico.
Por un instante, pareció que él accedería, pero luego negó con la cabeza.
– No puedo… Hay un paciente que… necesita mi ayuda…
Empezó a sonar el teléfono. Ben titubeó un momento y, al cabo, contestó. Anna comprendió que se trataba de un paciente. Ben la miró de reojo e hizo girar la silla, dándole la espalda.
Ella paseó la mirada por el despacho, advirtiendo súbitamente que no era el aspecto físico de Ben lo único que había cambiado. La mesa estaba cubierta de libros, papeles y diarios médicos. Se fijó en los títulos. Había algunos sobre la esquizofrenia, la disociación de la personalidad y el síndrome de estrés postraumático.
Anna se fijó en el resto de la habitación. Era un caos. Parecía como si Ben llevara varios días trabajando, sin detenerse para comer o dormir.
Había dicho que un paciente necesitaba su ayuda. ¿Qué paciente?
¿Tan urgente era, que debía atenderlo pese a hallarse enfermo?
Anna se acercó un poco más a la mesa. Había una libreta abierta frente a Ben. Alargó el cuello en un intento de leer el contenido, pero sólo alcanzó a distinguir algunas palabras. Parecía una súplica de auxilio.
Anna frunció el ceño. La caligrafía era muy irregular. Algunas líneas eran apenas garabatos casi ilegibles, y otras estaban escritas en impecable letra cursiva. Los márgenes de las páginas contenían dibujos. Algunos simpáticos, otros aterradores.
Dibujos hechos por un alma atormentada.
El paciente al que Ben deseaba ayudar.
– No has podido reprimirte, ¿verdad?
Anna levantó los ojos, avergonzada. Ben había acabado de hablar por teléfono y la había sorprendido husmeando. Otra vez.
– Lo siento -se excusó ruborizada-. Yo… Tienes razón. No he podido evitarlo. Soy novelista. Y estoy preocupada por ti.
Ben cerró el diario.
– Quiero que te vayas, Anna.
– Lo siento repitió ella incorporándose-. ¿No quieres que llame a un médico, y…?
– Vete.
– Por favor, Ben. No quiero que nos despidamos así. No estás bien. Quizá si descansaras un poco…
Él se estremeció. Sus facciones parecieron endurecerse.
– ¿Qué? ¿Crees que, si descanso un poco, dejaré de estar furioso contigo? Te has acostado con ese policía, Anna. ¿Tienes idea de cuánto me disgustó verte con él, medio desnuda y babeando? Como una puta barata.
Anna contuvo la respiración. Dio un paso atrás.
– Esperaba que pudiéramos ser amigos, Ben. Pero ya veo que no será posible.
Él volvió a estremecerse. Se frotó los brazos.
– No te vayas, Anna. Lo siento. Estoy sometido a una gran presión. Ese paciente… Se trata de algo muy grave. Si pudiera hablarte de ello, lo entenderías. Por favor, no te…
– Estás enfermo, Ben, y te sugiero que vayas al médico -Anna se dirigió hacia la puerta-. Yo no puedo ayudarte. Adiós, Ben.
Quentin miró el reloj y se paseó por la exigua habitación de la cárcel, amueblada tan sólo con una mesa metálica y un par de sillas. Terry había solicitado verlo y él accedió a ir, con la esperanza de obtener más información de la que habían podido sacarle Johnson y los demás.
A Jaye Arcenaux se le estaba acabando el tiempo.
Por fin apareció el guardia, seguido de Terry. Este no miró a Quentin a los ojos, sino que se limitó a tentarse en una de las sillas.
– Si me necesita, sólo tiene que llamar -dijo el guardia antes de salir.
– ¿Para qué querías verme, Terry? -inquirió Quentin rompiendo el silencio.
– ¿Cómo está Penny?
– ¿Tú qué crees? Destrozada. Humillada. Preocupada por los niños y por cómo les afectará todo esto.
– Lo sé… los echo de menos.
Quentin tuvo que hacer un esfuerzo para no ablandarse ante el tono afligido de su ex compañero.
– ¿Pero te arrepientes, Terry? ¿Te arrepientes de lo que les has hecho?
– Sí. Pero no por lo que tú piensas -Terry colocó las manos encima de la mesa, haciendo tintinear las esposas-. ¿Por qué acudiste a la capitana? ¿Por qué no hablaste conmigo primero?
– Tuve que cumplir con mi deber.
Terry chasqueó la lengua con amargura.
– El deber antes que la amistad, ¿eh?
– Tus mentiras acabaron con nuestra amistad.
– Podía habértelo explicado.
Quentin meneó la cabeza.
– Lo siento, compañero, pero no podrás salir de ésta con palabras. Las pruebas hablan por sí solas.
– No. De eso se trata. Necesito… necesito tu ayuda, Malone.
– Jaye Arcenaux es quien necesita mi ayuda, Terry. Y Minnie. ¿Quieres decirme de una vez dónde están? -se inclinó hacia su ex compañero-. Si colaboras, quizá pueda ayudarte.
– Crees de veras que yo lo hice -Terry maldijo en voz alta-. Pero te equivocas. No sé dónde están.
Quentin se retiró de la mesa, tan violentamente, que tiró la silla al suelo.
– Cuando estés dispuesto a decir la verdad, avísame.
– ¡Yo no lo hice! -Terry se puso en pie-. ¡Juro que no lo hice! ¡Estoy diciendo la verdad!
– Entonces, las pruebas demostrarán tu inocencia. Cuando lleguen los resultados del análisis de ADN, podrás salir de aquí.
– Ese es el problema -dijo Terry con los ojos súbitamente llenos de lágrimas-. Ese es el problema.
– Explícate.
Terry alzó la cabeza y lo miró a los ojos, con expresión torturada.
– Yo estaba liado con Nancy Kent. Desde hacía… meses. Era ella quien me daba dinero, cortesía de su sustancioso acuerdo de divorcio. Creí que había encontrado un chollo. No era un romance -una risa ahogada escapó de sus labios-. Nos limitábamos a follarnos mutuamente. Y era genial. Al principio -apartó la mirada-. Aquella noche, en el bar de Shannon, Nancy estaba jugando conmigo, provocándome. Castigándome por haberle dado plantón la noche anterior. Tratándome con a un donnadie. Yo estaba furioso con ella. Por sus provocaciones. Por haberme dejado en ridículo delante de todo el mundo. Había bebido demasiado. Y Nancy se aprovechó de eso -Terry se removió en la silla-. Cuando salió por la puerta trasera del bar, la seguí. Y… y follamos. Allí mismo, contra la pared. A ella le gustaba eso. El morbo. El peligro.
Quentin pensó en Penny. En Matti y Alex, los hijos de Terry. Se le revolvió el estómago.
– ¿Y eso es todo?
– Cuando apareció muerta, me asusté. Habíamos discutido delante de todos. No había usado condón, y estaba seguro de que encontrarían mi ADN y sabe Dios qué otras pruebas en el cadáver. Sabía lo que pasaría si hablaba. Por eso no dije nada. ¿No lo comprendes, Malone? Estaba jodido.
– ¿Sabía alguien más que Nancy y tú estabais liados?
– No, nadie. Fuimos muy discretos.
Quentin chasqueó la lengua con incredulidad.
– Me sorprende, compañero. La discreción nunca ha sido tu fuerte. Jamás me lo habrías ocultado. Ni a mí ni a los demás muchachos.