—¿Y usted? ¿Tiene familia?
De repente, a ella se le ocurrió que la frase era también una forma amable de preguntar: «¿Está casado?»
—Mi padre vive. Es el conde Vorkosigan. Mi madre era medio betana, ¿sabe? —preguntó él, vacilante.
Cordelia decidió que si Vorkosigan, lleno de frialdad militar, era formidable, Vorkosigan intentando parecer amable era verdaderamente aterrador. Pero la curiosidad superó la urgencia por interrumpir la conversación.
—Eso es poco habitual. ¿Cómo sucedió?
—Mi abuelo materno fue el príncipe Xav Vorbarra, el diplomático. Fue embajador en la Colonia Beta durante un tiempo, en su juventud, antes de la Primera Guerra Cetagandiana. Creo que mi abuela estaba en su Oficina de Comercio Interestelar.
—¿La conoció usted bien?
—Después de que mi madre… muriera, y la Guerra Civil de Yuri Vorbarra terminara, pasaba a veces las vacaciones escolares en la casa del príncipe en la capital. No se llevaba bien con mi padre, antes y después de la guerra, porque eran de distintos partidos políticos. Xav era el jefe de los liberales, y por supuesto mi padre era, es, parte del último reducto de la antigua aristocracia militar.
—¿Fue feliz su abuela en Barrayar? —Cordelia calculó los días escolares de Vorkosigan en unos treinta años atrás.
—No creo que llegara a ajustarse por completo a nuestra sociedad. Y, naturalmente, la Guerra de Yuri… —Se calló, y luego empezó de nuevo—. Los extranjeros, los betanos en particular, tienen esa extraña visión de Barrayar como si fuera una especie de monolito, pero somos una sociedad fundamentalmente dividida. Mi Gobierno siempre está combatiendo esas tendencias centrífugas.
Vorkosigan se inclinó hacia delante y lanzó otro trozo de madera al fuego. Las chispas revolotearon como una bandada de pequeñas estrellas anaranjadas que saltaran al cielo. Cordelia sintió un fuerte anhelo de volar con ellas.
—¿A qué partido pertenece usted? —preguntó, esperando llevar la conversación a un plano que resultara menos enervante en lo personal—. ¿Al de su padre?
—Mientras él viva. Siempre quise ser soldado y evitar todos los partidos. Tengo aversión a la política; ha sido la muerte de mi familia. Pero ya es hora de que alguien se encargue de esos malditos burócratas y de sus espías. Se imaginan que son la avanzadilla del futuro, pero sólo son detritos que caen cuesta abajo por la pendiente.
—Si expresa esas opiniones con tanto ardor en casa, no me extraña que se la tengan jurada. —Ella atizó el fuego con un palo, liberando más chispas para su viaje.
Dubauer, sedado por el analgésico, se quedó dormido rápidamente, pero Cordelia permaneció despierta largo rato, repasando mentalmente la perturbadora conversación. Pero, al fin y al cabo, ¿qué le importaba si a este barrayarés le gustaba darse cabezazos contra los demás? No había motivos para implicarse. Ninguno. Seguro que no. Aunque la hechura de sus fuertes manos cuadradas fuera un sueño de poder en forma de…
Despertó en mitad de la noche con un sobresalto. Pero sólo era el fuego restallando cuando Vorkosigan añadió una inusitada cantidad de leña. Ella se sentó, y él se le acercó.
—Me alegro de que esté despierta. La necesito. —Le colocó en la mano el cuchillo de combate—. Ese cadáver parece estar atrayendo algo. Voy a lanzarlo al río. ¿Quiere sujetar la antorcha?
—Claro.
Ella se desperezó, se levantó y seleccionó una rama adecuada. Lo siguió hasta el arroyo, frotándose los ojos. Las fluctuantes luces anaranjadas provocaban saltarinas sombras negras con las que era casi más difícil ver que con la simple luz de las estrellas. Cuando llegaron al borde del agua Cordelia vio movimiento por el rabillo del ojo, y oyó un roce entre las rocas y un siseo familiar.
—Oh-oh. Hay un grupo de carroñeros corriente arriba, a la izquierda.
—En efecto.
Vorkosigan lanzó los restos de la cena en mitad del río, donde se desvanecieron con un borboteo sordo. Hubo un sonido de chapuzón, fuerte, no un eco.
¡Ajá! pensó Cordelia, también te he visto dar un respingo, barrayarés. Pero fuera lo que fuese lo que había saltado al agua no salió a la superficie, y sus ondas se perdieron en la corriente. Oyeron algunos siseos más y un alarido aterrador, corriente abajo. Vorkosigan desenfundó el aturdidor.
—Hay una camada entera ahí delante —comentó Cordelia, nerviosa. Unieron espalda con espalda, tratando de penetrar la negrura. Vorkosigan se apoyó el aturdidor en una muñeca y lanzó un disparo tras apuntar cuidadosamente. Hubo un zumbido, y una de las oscuras formas se desplomó en el suelo. Sus camaradas lo olisquearon con curiosidad y siguieron acercándose.
—Me gustaría que su pistola tuviera más de un disparo.
Él apuntó de nuevo y abatió dos más, sin ningún efecto sobre el resto. Se aclaró la garganta.
—¿Sabe? Su aturdidor casi no tiene carga.
—¿No hay suficiente para eliminar al resto, entonces?
—No.
Uno de los carroñeros, más atrevido que el resto, se abalanzó hacia delante. Vorkosigan lo recibió con un grito y avanzando a su vez. La bestia se retiró temporalmente. Los carroñeros que ocupaban las llanuras eran ligeramente más grandes que sus primos de las montañas, e incluso más feos, si eso era posible. Obviamente, también viajaban en grupos mayores. El círculo de bestias se tensó cuando ellos intentaron retirarse hacia el borde del valle.
—Oh, demonios —dijo Vorkosigan—. Lo que faltaba.
Una docena de silenciosos y espectrales globos flotaba en las alturas.
—Qué forma tan asquerosa de morir. Bueno, llevémonos por delante tantos como sea posible.
La miró, pareció a punto de decir algo más, pero luego sacudió la cabeza y se dispuso a correr.
Cordelia, con el corazón desbocado, contempló los radiales que descendían, y entonces tuvo una idea luminosa.
—Oh, no —jadeó—. No es el último cartucho. Es la caballería al rescate. Venid, pequeñines —llamó—. Venid con mamá.
—¿Se ha vuelto loca? —preguntó Vorkosigan.
—¿Quería una explosión? Yo le daré una explosión. ¿Qué cree que mantiene a esas cosas en el aire?
—No lo había pensado. Pero naturalmente tiene que ser…
—¡Hidrógeno! Le apuesto lo que quiera a que si analizáramos esos pequeños conjuntos químicos descubrimos agua electrolizada. ¿Se ha fijado en que siempre están cerca de ríos y arroyos? Ojalá tuviera unos guantes.
—Permítame.
La sonrisa de Vorkosigan brilló en la oscuridad veteada de fuego. Saltó, agarró un radial en el aire, tomándolo por los tentáculos marrones, y lo lanzó al suelo ante los carroñeros que se acercaban. Cordelia, empuñando la antorcha como si fuera el florete de un espadachín, estiró la mano hacia delante. Las chispas revolotearon cuando golpeó dos, tres veces.
El radial explotó en una bola de llamas cegadoras que le chamuscó las cejas, con un gran retumbar y un hedor sorprendente. Fogonazos naranjas y verdes bailaron ante sus retinas. Cordelia repitió el truco con la siguiente presa de Vorkosigan. La piel de uno de los carroñeros ardió, y eso provocó la retirada general, entre chirridos y siseos. Cordelia pinchó de nuevo un radial en el aire. Estalló con un destello que iluminó toda la extensión del valle fluvial y las espaldas jorobadas de la camada de carroñeros en fuga.
Vorkosigan la palmeó frenéticamente en la espalda; no fue hasta que notó el olor, que ella advirtió que su pelo estaba ardiendo. Él lo apagó. El resto de los radiales se perdió en las alturas, excepto uno que Vorkosigan capturó y mantuvo sujeto por los tentáculos.
—¡Ja! —Cordelia bailó a su alrededor una danza de la guerra. La subida de adrenalina provocaba en ella unas tontas ganas de reír. Inspiró profundamente—. ¿Está bien su mano?