—Sí…
Qué extraño, que él supiera exactamente lo que sentí. Sin embargo, lo dice mejor…
—Supongo que mi decisión de ser soldado deriva de esa fecha. Me refiero a la de verdad, no a los desfiles y los uniformes y el glamour. A la logística, la ventaja ofensiva, la velocidad y la sorpresa… el poder. Convertirme en un hijo de puta mejor preparado, más fuerte, más duro, más rápido que nadie que pudiera atravesar mi puerta. Mi primera experiencia de combate. No tuve mucho éxito.
Estaba temblando. Pero ella también. Siguieron caminando, y Cordelia intentó cambiar de tema.
—Nunca he estado en combate. ¿Cómo es?
Él hizo una pausa, reflexivo. Midiéndome otra vez, pensó Cordelia. Y sudando; la fiebre debe estar remitiendo, por el momento, gracias al cielo.
—A distancia, en el espacio, existe la ilusión de una lucha limpia y gloriosa. Casi abstracta. Podría ser una simulación, o un juego. La realidad no hace mella hasta que alcanzan tu nave.
Contempló el terreno que tenía delante, como si fuera a elegir su camino, pero era llano y sin problemas.
—El asesinato… El asesinato es diferente. Aquel día en Komarr, cuando maté a mi oficial político… Estaba más furioso que el día en que… que la otra vez. Pero de cerca, al ver que la vida se apaga entre tus manos, al ver ese cadáver vacío, ves tu propia muerte en la cara de tu enemigo. Sin embargo, había traicionado mi honor.
—No estoy segura de comprender eso.
—Sí. La furia parece hacerla más fuerte, no más débil como a mí. Ojalá comprendiera cómo lo hace.
Era otro de sus extraños cumplidos incomprensibles. Ella guardó silencio, mirándose los pies, mirando la montaña que tenían delante, el cielo, a cualquier parte menos a su ilegible rostro. Por eso ella fue la primera en advertir el brillo a poniente.
—Eh, ¿no parece eso una lanzadera?
—En efecto. Observemos desde la sombra de esos grandes matorrales —indicó Vorkosigan.
—¿No quiere intentar atraer su atención?
—No. —Alzó la palma de la mano en respuesta a su mirada interrogatoria—. Mis mejores amigos y mis enemigos más letales llevan todos el mismo uniforme. Prefiero hacer conocer mi presencia de la manera más selectiva posible.
Pudieron oír el distante rugir de los motores de la lanzadera cuando se perdió tras la gran montaña al oeste.
—Parece que se dirigen al escondrijo —comentó Vorkosigan—. Eso complica las cosas. —Apretó los labios—. Me pregunto qué estarán haciendo de vuelta. ¿Es posible que Gottyan haya encontrado las órdenes selladas?
—Sin duda habrá heredado todas sus órdenes.
—Sí, pero no tengo mis archivos en los lugares de rigor, porque no deseo compartir todos mis asuntos con el Consejo de Ministros. No creo que Korabik Gottyan pudiera encontrar lo que se le escapa a Radnov. Radnov es un espía listo.
—¿Radnov es un tipo alto, ancho de hombros, con una cara que parece una hoja de hacha?
—No, ése es el sargento Bothari. ¿Dónde lo ha visto?
—Era el hombre que le disparó a Dubauer en el bosque, junto al barranco.
—¿Oh, de veras? —Los ojos de Vorkosigan se iluminaron, y sonrió como un lobo—. Ahora se aclaran muchas cosas.
—Para mí no —instó Cordelia.
—El sargento Bothari es un hombre muy extraño. Tuve que castigarlo de manera muy severa el mes pasado.
—¿Tanto como para convertirlo en candidato para la conspiración de Radnov?
—Apuesto a que es lo que pensó Radnov. No estoy muy seguro de que pueda hacerla comprender cómo es Bothari. Nadie más parece comprenderlo. Es un combatiente de infantería soberbio. También odia mis tripas con todas sus fuerzas, como dicen ustedes los betanos. Disfruta odiándome. De algún modo, parece necesario para su ego.
—¿Sería capaz de dispararle por la espalda?
—Nunca. Golpearme en la cara, sí. De hecho, fue por eso por lo que tuve que castigarlo la última vez. —Vorkosigan se frotó la mandíbula, pensativo—. Pero armarlo hasta los dientes y guiarlo a la batalla a mi espalda es perfectamente seguro.
—Parece un completo pirado.
—Curioso, mucha gente dice eso. Yo lo aprecio.
—Y ustedes nos acusan a los betanos de ser un circo.
Vorkosigan se encogió de hombros, divertido.
—Bueno, me resulta útil tener a alguien con quien practicar que no contenga los golpes. Sobrevivir a las prácticas de combate mano a mano con Bothari me estimula. Pero prefiero mantener esa fase de nuestra relación en el ring de prácticas. Puedo imaginar que Radnov se equivocara al incluir a Bothari sin examinar con atención su forma de ser. Actúa como el tipo de hombre capaz de encargarse del trabajo sucio… ¡Por Dios, apuesto a que eso es lo que hizo Radnov! El bueno de Bothari.
Cordelia miró a Dubauer, que estaba de pie tras ella, aturdido.
—Me temo que no puedo compartir su entusiasmo. Estuvo a punto de matarme.
—No puedo decir que sea un gigante moral o intelectual. Es un hombre muy complejo con una gama muy limitada de expresiones, que ha tenido algunas experiencias muy malas. Pero, a su modo retorcido, es honorable.
El terreno se alzó casi imperceptiblemente a medida que se fueron acercando a la base de la montaña. El cambio quedó marcado por la gradual reducción de la vegetación, arbolillos regados por una multitud de arroyuelos de las fuentes secretas de la montaña. Llegaron a la base del sucio cono verde que se alzaba unos mil quinientos metros sobre la pendiente.
Mientras tiraba de Dubauer, que no paraba de dar tumbos, Cordelia maldijo mentalmente, por enésima vez según le parecía, la elección de armas de Vorkosigan. Cuando el alférez cayó, cortándose la frente, su pena e irritación estallaron en palabras.
—¿Por qué no pueden ustedes usar armas civilizadas? Antes le daría un disruptor a un chimpancé que a uno de Barrayar. Atontados de gatillo fácil.
Dubauer estaba sentado en el suelo, aturdido, y ella le limpió la sangre con el pañuelo sucio. Luego se sentó también.
Vorkosigan se sentó torpemente en el suelo junto a ellos, estirando la pierna mala, concediendo en silencio la pausa. Contempló el rostro tenso y triste de ella, y le ofreció una respuesta seria.
—En ese tipo de situación, siento aversión hacia los aturdidores —dijo lentamente—. Nadie vacila en disparar uno, y si hay suficientes enemigos siempre pueden acabar quitándotelo. He visto morir a hombres, por confiar en sus aturdidores, que podrían haberse librado con un disruptor o un arco de plasma. Un disruptor tiene auténtica autoridad.
—Por otro lado, nadie vacila en disparar un aturdidor —dijo Cordelia de modo sugerente—. Y te da cierto margen de error.
—¿Vacilaría usted en disparar un disruptor?
—Sí. Preferiría no hacerlo.
—Ah.
La curiosidad hizo mella en ella.
—¿Cómo demonios mataron con un aturdidor al hombre que vio?
—No lo mataron con el aturdidor. Después de quitárselo, lo mataron a patadas.
—Oh. —El estómago de Cordelia se tensó—. No… no sería amigo suyo, espero.
—Da la casualidad de que sí. Compartía su actitud hacia las armas. Blando. —Frunció el ceño, contemplando la distancia.
Se incorporaron y se internaron en el bosque. El barrayarés trató de ayudarla un poco más con Dubauer, al cabo de un rato. Pero Dubauer retrocedió ante él, y entre la resistencia del alférez y su pierna mala, el intento fracasó embarazosamente.
Después de eso Vorkosigan se encerró en sí mismo y se volvió menos charlatán. Toda su concentración parecía volcada en avanzar un paso más, pero murmuraba para sí de modo alarmante. Cordelia tuvo la desagradable visión de un colapso y delirios febriles, y no sintió ninguna fe en su habilidad para sustituirlo en su función de identificar y contactar con un miembro leal de su tripulación. Estaba claro que un error de juicio podría ser letal, y aunque no podía decir que todos los barrayareses le parecieran iguales, se vio obligada a recordar el viejo dicho que empieza: «Todos los cretenses son mentirosos.»