—Dios mío —jadeó el alférez Dubauer, y avanzó como un sonámbulo. Cordelia lo agarró por el cuello.
—Agáchate y cúbreme —ordenó, y caminó luego con cautela hacia las silenciosas ruinas.
La hierba alrededor del campamento estaba pisoteada y chamuscada. La aturdida mente de Cordelia se esforzó por explicar la carnicería. ¿Aborígenes que no habían detectado previamente? No, nada que no fuera un arco de plasma podría haber fundido el tejido de las tiendas. ¿Los alienígenas de cultura avanzada que tanto tiempo llevaban buscando, sin encontrarlos? Quizás algún inesperado estallido de enfermedad, no previsto por su larga investigación microbiológica robótica y las inmunizaciones de rigor… ¿podría haber sido un intento de esterilización? ¿Un ataque por parte de algún otro gobierno planetario? Sus atacantes difícilmente podrían haber salido del mismo agujero de gusano que ellos habían descubierto, aunque sólo habían cartografiado aproximadamente un diez por ciento del volumen del espacio en el radio de un mes-luz de este sistema. ¿Alienígenas?
Fue tristemente consciente de que su mente completaba el círculo, como uno de los animales cautivos de su equipo de zoólogos que corriera frenético dentro de una rueda de ejercicios. Rebuscó sombría entre la basura en busca de alguna pista.
La encontró entre la alta hierba, a mitad de camino del barranco. El largo cuerpo con el uniforme pardo del Servicio de Exploración Astronómica Betana estaba completamente extendido, los brazos y piernas torcidos, como si lo hubieran alcanzado mientras corría hacia el refugio del bosque. Cordelia contuvo la respiración al reconocer su identidad. Le dio la vuelta suavemente.
Era el atento teniente Rosemont. Tenía los ojos vidriosos y fijos y preocupados, como si todavía fueran un espejo de su espíritu. Se los cerró.
Buscó la causa de su muerte. No había sangre, ni quemaduras, ni huesos rotos. Sondeó el cuero cabelludo con sus largos dedos blancos. La piel bajo su pelo rubio estaba magullada, la firma delatora de un disruptor neural. Eso dejaba fuera a los alienígenas. Colocó la cabeza del teniente sobre su regazo un instante, acariciando los rasgos familiares, como una ciega. Ahora no era el momento de llorar.
Regresó al círculo ennegrecido a cuatro patas y empezó a investigar entre los destrozos del equipo comunicador. Los atacantes habían sido bastante concienzudos en esa tarea, como testificaban los trozos retorcidos de plástico y metal que fue encontrando. Gran parte del valioso equipo parecía haber desaparecido.
Hubo un rumor entre las hierbas. Cordelia agarró su pistola aturdidora y se detuvo. El tenso rostro del alférez Dubauer asomó entre la vegetación color pajizo.
—Soy yo, no dispare —dijo en un tono estrangulado que pretendía que fuera un susurro.
—He estado a punto de hacerlo. ¿Por qué no te quedaste donde te dije? —susurró ella a su vez—. No importa, ayúdame a buscar un comunicador que pueda contactar con la nave. Y permanece agachado, podrían volver.
—¿Quiénes? ¿Quién ha hecho esto?
—Hay donde elegir: novobrasileños, barrayareses, cetagandanos, podría ser cualquiera. Reg Rosemont está muerto. Disruptor neural.
Cordelia se arrastró hasta el montículo que ahora era la tienda de especímenes y escrutó lo que quedaba con mucho cuidado.
—Tiéndeme ese palo de allí —dijo.
Hurgó con atención el montón. Las tiendas habían dejado de humear, pero de ellas todavía se alzaban oleadas de calor que les golpeaban el rostro como el sol veraniego de su hogar. El tejido torturado se apartó como un papel calcinado. Enganchó el palo en un cofrecito medio derretido y lo arrastró hacia afuera. El cajón interior no estaba quemado, pero sí retorcido y, como descubrió cuando intentó abrirlo, atascado.
Unos cuantos minutos más de investigación le hicieron hallar unos pobres sustitutos de martillo y cincel, un trozo plano de metal y un grueso bulto que reconoció tristemente como un antiguo, delicado y carísimo registrador meteorológico. Con esas herramientas de cavernícola y un poco de fuerza bruta por parte de Dubauer, abrieron el cajón con un ruido que resonó como un tiro de pistola y los hizo saltar a ambos.
—¡Bingo! —dijo Dubauer.
—Llevémoslo al barranco —dijo Cordelia—. Tengo los pelos de punta. Desde lo alto podría vernos cualquiera.
Todavía agachados, buscaron rápidamente cobijo, dejando atrás el cadáver de Rosemont. Dubauer se lo quedó mirando mientras pasaban, inquieto, airado.
—Quien hizo esto lo va a pagar con creces.
Cordelia simplemente sacudió la cabeza.
Se arrodillaron entre los matorrales parecidos a helechos para intentar hacer funcionar el íntercomunicador. La máquina produjo algo de estática y tristes pitidos, se apagó, luego escupió algo parecido a una señal de audio a base de golpes y sacudidas. Cordelia encontró la frecuencia adecuada y empezó a llamar.
—Comandante Naismith a Nave Exploradora René Magritte. Contesten, por favor.
Después de una agonía de espera, llegó la débil respuesta, cargada de estática.
—Aquí el teniente Stuben. ¿Está usted bien, capitana?
Cordelia volvió a respirar.
—Muy bien por ahora. ¿Y vuestra situación? ¿Qué ha ocurrido?
La voz del doctor Ullery, segundo de la partida de investigación después de Rosemont, contestó.
—Una patrulla militar de Barrayar rodeó el campamento, exigiendo nuestra rendición. Dijeron que reclamaban el lugar por derecho de descubrimiento anterior. Entonces algún alocado de gatillo fácil en su bando disparó un arco de plasma, y se desató el infierno. Reg los mantuvo a raya con su aturdidor y los demás logramos llegar a la lanzadera. Hay una nave barrayaresa de clase general aquí arriba con la que llevamos un rato jugando al escondite, si entiende lo que quiero decir…
—Recuerda que estás transmitiendo en abierto —le recordó bruscamente Cordelia.
El doctor Ullery vaciló, luego continuó.
—Cierto. Todavía exigen nuestra rendición. ¿Sabe si han capturado a Reg?
—Dubauer está conmigo. ¿Todos los demás están ahí?
—Todos menos Reg.
—Reg está muerto.
Un chirrido de estática ahogó la maldición de Stuben.
—Stu, estás al mando —lo interrumpió Cordelia—. Escucha con atención. Esos militaristas impetuosos no son, repito, no son de fiar. No rindas la nave bajo ningún concepto. He visto los informes secretos de los cruceros clase general. Os superan en cañones, en blindaje y en dotación, pero tenéis el doble de velocidad. Así que salid de su radio de alcance y quedaos allí. Retiraos hasta la Colonia Beta si es preciso, pero no corráis ningún riesgo. ¿Entendido?
—¡No podemos dejarla, capitana!
—No podréis enviar una lanzadera de recogida a menos que os quitéis de encima a los barrayareses. Y si nos capturan, hay más posibilidades de volver a casa a través de los canales políticos que mediante una unidad de rescate; pero eso sólo será posible si conseguís llegar a casa para quejaros, ¿está absolutamente claro? ¡Responde!
—Comprendido —replicó el doctor, reacio—. Pero capitana… ¿Cuánto tiempo cree que podrá esquivar a esos locos hijos de puta? Al final la capturarán.
—Todo el que sea posible. En cuanto a vosotros… ¡en marcha!
Cordelia había imaginado ocasionalmente a su nave funcionando sin ella; nunca sin Rosemont. Hay que impedir que Stuben intente jugar a los soldados, pensó. Los barrayareses no son aficionados.
—Hay cincuenta y seis vidas ahí arriba que dependen de ti. Puedes contarlas. Cincuenta y seis es más que dos. Recuérdalo siempre, ¿de acuerdo? Naismith, corto y cierro.
—Cordelia… Buena suerte. Stuben, cierro.
Cordelia se echó hacia atrás y contempló el pequeño comunicador.