—Vaya papeleta.
El alférez Dubauer resopló.
—Eso es quedarse corto.
—Eso es una valoración exacta. No sé si te has dado cuenta…
Un movimiento entre las sombras llamó su atención. Empezó a ponerse en pie, la mano en el aturdidor. El alto soldado de Barrayar con el uniforme de camuflaje verde y gris se movió aún más rápido. Dubauer lo superó, empujándola a ciegas tras él. Cordelia oyó el chasquido de un disruptor neural mientras se lanzaba hacia el barranco y el aturdidor y el comunicador escapaban de sus manos. Bosque, tierra, arroyo y cielo giraron salvajemente a su alrededor, su cabeza golpeó algo con un crujido enfermizo y la oscuridad la engulló.
El moho del bosque presionaba contra la mejilla de Cordelia. El húmedo olor a tierra le hacía cosquillas en la nariz. Inspiró profundamente, llenando la boca y los pulmones, y entonces el olor a podredumbre le retorció el estómago. Apartó la cara del barro. El dolor explotó en su cabeza en líneas radiales.
Gruñó. Oscuros fosfenos chispeantes nublaban su visión, luego se despejaron. Obligó a sus ojos a concentrarse en el objeto más cercano, casi a medio metro a la derecha de su cabeza.
Pesadas botas negras, hundidas en el lodo y rematadas por unos pantalones de camuflaje a manchas verdes y grises, piernas abiertas en un paciente descanso militar. Ella reprimió un gemido de alerta. Muy suavemente volvió a colocar la cabeza en el negro limo y rodó cautelosamente de lado para ver mejor al oficial de Barrayar.
¡Su aturdidor! Contempló el pequeño rectángulo gris del cañón, sujetado con fuerza por una mano ancha y pesada. Sus ojos buscaron ansiosos el disruptor neural. El cinturón del oficial estaba repleto de equipo, pero la canana del disruptor en su cadera derecha estaba vacía, igual que la funda del arco de plasma a su izquierda.
Apenas era más alto que ella, pero era fornido y recio. Pelo oscuro despeinado veteado de gris, ojos grises, fríos e intensos… de hecho, todo su aspecto era desaliñado para las estrictas ordenanzas militares barrayaresas. Llevaba el uniforme tan arrugado y sucio y manchado como el suyo, y tenía un hematoma en el pómulo derecho. Parece que también ha tenido un día de perros, pensó ella, aturdida. Entonces los chispeantes remolinos negros se expandieron y volvieron a ahogarla.
Cuando su visión se despejó de nuevo, las botas se habían ido… no. Allí estaba, sentado cómodamente en un tronco. Ella trató de concentrarse en algo que no fuera su vientre rebelde, pero su vientre ganó el control con una sacudida.
El capitán enemigo se agitó involuntariamente mientras ella vomitaba, pero continuó sentado. Se arrastró los pocos metros que había hasta el pequeño arroyo al fondo del barranco, y se lavó la boca y la cara en su agua helada. Sintiéndose relativamente mejor, se sentó en el suelo y croó:
—¿Bien?
El oficial inclinó la cabeza, con un leve gesto de cortesía.
—Soy el capitán Aral Vorkosigan, al mando del crucero de guerra imperial General Vorkraft. Identifíquese, por favor. —Su voz era de barítono, su habla apenas tenía acento.
—Comandante Cordelia Naismith. Exploración Astronómica Betana. Somos un grupo científico —remarcó, acusadora—. No combatientes.
—Eso he advertido —dijo él secamente—. ¿Qué le ha pasado a su grupo?
Los ojos de Cordelia se entornaron.
—¿No estuvo usted allí? Yo estaba en las montañas, ayudando al botánico de mi equipo.
Y añadió, con más urgencia:
—¿Ha visto a mi botánico… mi alférez? Me empujó al barranco cuando nos emboscaron…
Él alzó la mirada hacia el borde del barranco, al lugar desde donde ella había caído… ¿hacía cuánto?
—¿Era un chico de pelo castaño?
El corazón de ella dio un brinco, lleno de enfermiza expectación.
—Sí.
—Ahora ya no hay nada que pueda hacer por él.
—¡Eso ha sido un asesinato! ¡Lo único que tenía era un aturdidor! —Sus ojos frieron al barrayarés—. ¿Por qué atacaron a mi gente?
Él acarició pensativo el aturdidor.
—Su expedición —dijo lentamente—, iba a ser detenida, preferiblemente de manera pacífica, por violación del espacio barrayarés. Hubo un altercado. Me alcanzaron por la espalda con un rayo aturdidor. Cuando recuperé el sentido, encontré su campamento tal como lo ha encontrado usted.
—Bien. —Una bilis amarga le agrió la boca a Cordelia—. Me alegra que Reg le alcanzara, antes de que lo asesinaran.
—Si se refiere a ese chico rubio, equivocado pero sin duda valiente, no podría haberle dado a una casa a dos pasos. No sé por qué los betanos se ponen uniforme de soldado. No están mejor entrenados que los niños de un picnic. Si en sus filas hay soldados profesionales, no se nota.
—Era geólogo, no un asesino contratado —replicó ella—. Y en cuanto a mis «niños», sus soldados no fueron capaces de capturarlos.
Él frunció el ceño. Cordelia cerró la boca bruscamente. Oh, magnífico, pensó. Ni siquiera ha empezado a retorcerme los brazos y ya le estoy dando información gratis.
—No lo sabían —murmuró Vorkosigan. Señaló con el aturdidor corriente arriba, hacia el lugar donde el comunicador yacía roto. Un pequeño surtidor de vapor brotaba del destrozo—. ¿Qué órdenes le dio a su nave cuando le informaron de su huida?
—Les dije que recurrieran a su iniciativa —murmuró ella vagamente, tanteando en busca de inspiración en medio de una niebla palpitante.
Él hizo una mueca.
—Buena orden para un betano. Al menos tiene la seguridad de que la obedecerán.
Oh, no. Mi turno.
—Eh. Sé por qué mi gente me dejó aquí. ¿Por qué lo abandonaron los suyos? ¿No es un comandante en activo, aunque sea barrayarés, demasiado importante para dejarlo por ahí perdido? —Se enderezó aún más—. Si Reg no pudo haberle dado a una casa a dos pasos, ¿quién le disparó a usted?
Eso le ha dolido, pensó ella, mientras el aturdidor con el que él había estado haciendo gestos ausentes giraba para apuntarla. Pero dijo solamente:
—Eso no es asunto suyo. ¿Tiene otro comunicador?
Vaya, vaya, ¿se había enfrentado este severo comandante barrayarés a un motín? ¡Bueno, confusión en el enemigo!
—No. Sus soldados lo destruyeron todo.
—No importa —murmuró Vorkosigan—. Sé dónde conseguir otro. ¿Puede caminar ya?
—No estoy segura.
Ella se puso en pie, y luego se llevó las manos a la cabeza para contener los dolores.
—Es sólo una contusión —dijo Vorkosigan, sin ningún pesar—. Caminar le hará bien.
—¿Hasta dónde? —jadeó ella.
—Unos doscientos kilómetros.
Ella se desplomó de rodillas.
—Que tenga un buen viaje.
—Yo solo, dos días. Supongo que usted tardará más, con eso de que es geóloga, o lo que sea.
—Astrocartógrafa.
—Levántese, por favor.
Él se levantó rápidamente y la sujetó por el codo con una mano. Parecía curiosamente reacio a tocarla. Ella estaba helada y envarada; pudo sentir el calor de su mano a través del grueso tejido de la manga. Vorkosigan la empujó con decisión por la pendiente del barranco.
—Habla en serio —dijo ella—. ¿Qué va a hacer con una prisionera en una marcha forzada? ¿Y si le hundo la cabeza con una roca mientras duerme?
—Correré el riesgo.
Llegaron a lo alto. Cordelia se apoyó en uno de los arbolitos, sin resuello. Vorkosigan ni siquiera respiraba con dificultad, advirtió ella con envidia.
—Bueno, no voy a ir a ninguna parte hasta que haya enterrado a mis oficiales.
Él pareció irritarse.
—Es una pérdida de tiempo y de energía.