Cordelia sacudió la cabeza.
—El fracaso no me asusta tanto como antes. Pero voy a citarte una cosa: «El exilio, por ningún otro motivo que la tranquilidad, sería la última derrota, sin ninguna semilla de victoria futura.» Creo que el hombre que dijo esas palabras entendía algo.
Vorkosigan volvió la cabeza y contempló la nada.
—No es del deseo de tranquilidad de lo que hablo ahora. Es del miedo. Terror puro y duro. —Le sonrió con tristeza—. Sabes, antes me consideraba un hombre intrépido, hasta que te conocí y redescubrí las preocupaciones. Había olvidado lo que significa tener tu corazón puesto en el futuro.
—Sí, yo también.
—No tengo que aceptarlo. Lo puedo rechazar.
—¿Puedes?
Se miraron a los ojos.
—No es la vida que esperabas cuando saliste de la Colonia Beta.
—No vine por una vida. Vine por ti, ¿Lo quieres?
Él se rió, tembloroso.
—Dios, qué pregunta. Es la oportunidad de toda una vida. Sí. Lo quiero. Pero es veneno, Cordelia. El poder es una droga mala. Mira lo que le ha hecho a él. Una vez estuvo cuerdo, y fue feliz. Creo que podría rechazar casi cualquier otra oferta sin pestañear.
Vortala se apoyó ostentosamente en su bastón, y llamó desde el otro lado de la habitación.
—Decídete, Aral. Están empezando a dolerme las piernas. No entiendo a qué viene tanta delicadeza… es un trabajo por el que un montón de hombres estarían dispuestos a matar, Y a ti te lo ofrecen gratis.
Sólo Cordelia y el emperador supieron por qué Vorkosigan soltó una carcajada. Suspiró, miró a su señor, y asintió.
—Bien, viejo. Sabía que encontrarías un modo de gobernar desde la tumba.
—Sí. Tengo pensado atormentarte continuamente. —Se produjo un breve silencio mientras el emperador digería su victoria—. Tendrás que empezar agrupando a tu personal inmediatamente. Voy a encargar al capitán Negri la seguridad de mi nieto y de la princesa. Pero pensé que tal vez te gustaría tener al comandante Illyan para ti.
—Sí. Creo que nos llevamos muy bien. —Una idea agradable pareció iluminar de pronto el oscuro rostro de Vorkosigan—. Y conozco al hombre adecuado para el trabajo de secretario personal. Necesitará ser ascendido… a teniente.
—Vortala se encargará en tu nombre. —El emperador se tumbó, cansado, y volvió a aclararse la garganta de flema otra vez, los labios plomizos—. Encargaos de todo. Creo que será mejor que llaméis al doctor.
Los despidió con el gesto cansado de una mano.
Vorkosigan y Cordelia salieron de la Residencia Imperial al aire cálido de la tarde de verano, suave y gris por la humedad del río cercano. Los seguían sus nuevos guardaespaldas, esbeltos en sus uniformes negros. Habían mantenido una larga reunión con Vortala, Negri e Illyan. A Cordelia la cabeza le daba vueltas por el número y detalle de los temas tratados. Vorkosigan, advirtió con envidia, parecía no tener ningún problema para adaptarse; de hecho, él marcó el ritmo.
Su rostro parecía concentrado, más enérgico de lo que Cordelia lo había visto desde que llegó a Barrayar, lleno de una tensión ansiosa. Está vivo otra vez, pensó ella. Mira hacia fuera, no hacia dentro; hacia delante, no atrás. Como la primera vez que lo vi. Me alegro. Sean cuales sean los riesgos.
Vorkosigan chasqueó los dedos y dijo, críptico:
—Los galones. Primera parada, la Casa Vorkosigan.
Habían pasado ante la residencia oficial del conde en su último viaje a Vorbarr Sultana, pero era la primera vez que Cordelia entraba en ella. Vorkosigan subió de dos en dos los escalones de las amplias escaleras circulares hasta llegar a su habitación. Era una gran sala, sencillamente amueblada, que daba al jardín trasero. A Cordelia le recordó su propia habitación en el apartamento de su madre, por su frecuente y prolongada falta de ocupación, y las capas arqueológicas de pasiones pasadas guardadas en armarios y cajones.
Como era de esperar, había pruebas de su interés por todo tipo de juegos de estrategia, y de historia civil y militar. Lo más sorprendente fue un portafolios de dibujos a plumilla que apareció mientras rebuscaba en un cajón lleno de medallas, recuerdos y pura basura.
—¿Los hiciste tú? —preguntó Cordelia con curiosidad—. Son bastante buenos.
—Cuando era un chaval —explicó él, todavía buscando—. Y algo más tarde. Lo dejé cuando tenía veintitantos años. Demasiado ocupado.
Su colección de medallas de campaña mostraba una historia peculiar. Las primeras estaban cuidadosamente colocadas y exhibidas sobre terciopelo verde, con notas adjuntas. Las posteriores y más grandes estaban apiladas en una jarra. Una, que Cordelia reconoció como una alta condecoración barrayaresa al valor, estaba suelta en el fondo de un cajón, con el lazo arrugado y enmarañado.
Se sentó en la cama y repasó el portafolios. Eran estudios arquitectónicos meticulosos, pero también había algunos estudios de figuras y retratos realizados con un estilo menos afianzado. Había varios dibujos de una joven de belleza sorprendente, pelo corto y rizado, vestida y desnuda, y Cordelia vio con sorpresa, por las notas que había en ellos, que se trataba de la primera esposa de Vorkosigan. También había tres estudios de un joven sonriente llamado «Ges» que le resultó dolorosamente familiar. Le añadió mentalmente veinte kilos y veinte años, y la habitación pareció tambalearse cuando reconoció al almirante Vorrutyer. Cerró el portafolios en silencio.
Vorkosigan encontró por fin lo que estaba buscando: un par de viejos galones rojos de teniente.
—Bien. Era más rápido que ir al cuartel general.
En el Hospital Militar Imperial los detuvo un enfermero.
—¿Señor? La hora de visita ha terminado, señor.
—¿No ha llamado nadie del cuartel general? ¿Dónde está ese cirujano?
El cirujano de Koudelka, el hombre que lo había atendido con el tractor manual durante la primera visita de Cordelia, fue localizado por fin.
—Almirante Vorkosigan, señor. No, naturalmente que las horas de visita no se aplican a él. Gracias, cabo, puede retirarse.
—No vengo a hacer ninguna visita esta vez, doctor. Asunto oficial. Pretendo relevarle de su paciente esta noche, si es físicamente posible. Koudelka ha sido reasignado.
—¿Reasignado? ¡Pero si le van a dar la baja dentro de una semana! ¿Reasignado a qué? ¿No ha leído nadie mis informes? Apenas puede caminar.
—No lo necesitará. Su nueva misión es trabajo de despacho. Confío en que sus manos funcionen.
—Bastante bien.
—¿Queda por hacerle algún trabajo médico?
—Nada importante. Unas últimas pruebas. Lo estaba reteniendo hasta final de mes, para que pudiera completar su cuarto año. Pensé que eso le ayudaría un poco con su pensión.
Vorkosigan rebuscó entre papeles y discos, y le tendió al doctor los pertinentes.
—Tome. Meta esto en su ordenador y firme el alta. Venga, Cordelia, vamos a darle una sorpresa. —Parecía más feliz de lo que había estado en todo el día.
Entraron en la habitación de Koudelka y lo encontraron vestido con un uniforme negro de diario, debatiéndose con un ejercicio de coordinación terapéutica manual y maldiciendo entre dientes.
—Hola, señor —saludó a Vorkosigan, ausente—. El problema con este maldito sistema nervioso de papel de aluminio es que no se le puede enseñar nada. La práctica sólo ayuda a las partes orgánicas. Juro que algunos días me dan ganas de darme cabezazos contra la pared. —Renunció al ejercicio con un suspiro.