—No lo hagas. Te hará falta la cabeza en los días por venir.
—Supongo. De todas formas, nunca fue mi mejor parte. —Contempló, abstraído y abatido, el tablero, y luego se acordó de estar alegre ante su comandante. Al alzar la cabeza, advirtió la hora que era—. ¿Qué está haciendo aquí a esta hora, señor?
—Asuntos. ¿Cuáles son tus planes para las próximas semanas, alférez?
—Bueno, van a darme de baja la semana que viene, ya sabe. Me iré a casa una temporada. Luego empezaré a buscar trabajo, supongo. No sé de qué clase.
—Lástima —dijo Vorkosigan, manteniendo la cara seria—. Odio tener que alterar tus planes, teniente Koudelka, pero has sido reasignado.
Y colocó sobre la mesilla de noche, en orden, como si fuera una mano de cartas, las órdenes recién emitidas para Koudelka, su ascenso, un par de galones rojos.
Cordelia nunca había disfrutado más de la alegría del rostro de Koudelka. Era un estudio de asombro y esperanza. Tomó las órdenes con cuidado y las leyó.
—¡Oh, señor! ¡Sé que no es una broma, pero tiene que tratarse de un error! Secretario personal del regente electo… no sé nada de ese trabajo. Es un trabajo imposible.
—Sabe, eso es exactamente lo que el regente electo dijo sobre su trabajo, cuando se lo ofrecieron por primera vez —dijo Cordelia—. Supongo que los dos tendrán que aprenderlo juntos.
—¿Cómo me ha elegido a mí? ¿Me recomendó usted, señor? Ahora que lo pienso… —repasó las órdenes, leyéndolas una y otra vez—, ¿quién va a ser el regente?
Alzó los ojos hacia Vorkosigan e hizo la conexión por fin.
—Dios mío —susurró. No sonrió y le felicitó, como Cordelia pensó que iba a hacer, sino que pareció bastante serio—. Es… es un trabajo infernal, señor. Pero creo que el Gobierno ha hecho por fin algo bien. Me sentiré orgulloso de servir de nuevo a sus órdenes. Gracias.
Vorkosigan asintió, mostrando su acuerdo y aceptación.
Koudelka sonrió al recibir la orden de ascenso.
—Gracias también por esto, señor.
—No me des las gracias tan pronto. Pienso hacer que sudes sangre a cambio.
La sonrisa de Koudelka se hizo más amplia.
—Nada nuevo en eso. —Luchó torpemente con las insignias.
—¿Puedo hacerlo yo, teniente? —preguntó Cordelia. Él alzó la cabeza, a la defensiva—. Será un placer para mí —añadió.
—Sería un honor, milady.
Cordelia se las colocó en el cuello, con mucho cuidado, y dio un paso atrás para admirar su trabajo.
—Enhorabuena, teniente.
—Mañana podrás conseguir unas nuevas —dijo Vorkosigan—. Pero pensé que éstas valdrían por hoy. Voy a sacarte de aquí ahora mismo. Te llevaremos a la residencia del conde, mi padre, porque el trabajo empieza mañana al amanecer.
Koudelka acarició los rectángulos rojos.
—¿Eran sus galones, señor?
—Lo fueron. Espero que no te den mi suerte, que siempre fue mala, pero… llévalos con buena salud.
Koudelka asintió, y sonrió. Estaba claro que consideraba el gesto de Vorkosigan profundamente significativo, y que excedía su capacidad de hablar. Pero los dos hombres se entendían perfectamente bien sin palabras.
—Creo que no quiero unos galones nuevos, señor. La gente pensaría que fui alférez hasta ayer.
Más tarde, acostada en la oscuridad de la habitación de Vorkosigan, en la casa del conde, Cordelia recordó algo.
—¿Qué le dijiste de mí al emperador?
Él se agitó junto a ella, y le cubrió tiernamente el hombro desnudo con la sábana.
—¿Mm? Oh, eso —vaciló—. Ezar me estuvo preguntando por ti, en nuestra discusión acerca de Escobar. Dio a entender que habías influido en mi valor, para mal. Entonces no sabía si volvería a verte o no. Él quiso saber qué vi en ti. Le dije… —hizo una pausa, y luego continuó, casi tímidamente—, que vertías honor a tu alrededor, como una fuente.
—Qué extraño. No me siento llena de honor, ni de nada más, excepto tal vez confusión.
—Por supuesto que no. Las fuentes no se quedan con nada para sí mismas.
DESPUÉS DE LA BATALLA
La nave destrozada flotaba en el espacio, una masa negra en la oscuridad. Todavía giraba, lenta e imperceptiblemente; un borde eclipsaba y engullía el brillante punto de una estrella. Las luces del grupo de salvamento corrían sobre el esqueleto. Hormigas, saqueando una polilla muerta, pensó Ferrell. Carroñeros…
Suspiró desazonado ante su pantalla de observación, y recordó la nave tal como era hacía unas pocas semanas. El naufragio se desplegó en su mente: un crucero, lleno de esas luces brillantes que le hacían pensar invariablemente en una fiesta vista a través de aguas nocturnas. Respondiendo siempre como una seda a la mente bajo el casco de su piloto, donde hombre y máquina penetraban la interconexión para convertirse en una sola cosa. Rápida, resplandeciente, funcional… Ya no. Miró a su derecha y se aclaró la garganta.
—Bien, tecnomed —le dijo a la mujer que estaba a su lado, contemplando la pantalla con la misma intensidad sobrecogida que él—. Ése es nuestro punto de partida. Supongo que bien podríamos empezar ya.
—Sí, por favor, oficial piloto. —Ella tenía una voz grave, adecuada para su edad, que Ferrell calculaba en unos cuarenta y cuatro años. Los cinco finos galones de plata de su manga izquierda resplandecían de manera impresionante contra el oscuro uniforme rojo del servicio médico militar de Escobar. Pelo oscuro veteado de gris, muy corto por necesidades del servicio, no por estilo; una amplitud propia de matrona en sus caderas. Una veterana, parecía. La manga de Ferrell todavía tenía que desarrollar incluso su sardineta de primer año, y el resto de su cuerpo aún mantenía cierta falta de desarrollo adolescente.
Pero ella no era más que una tecno, se recordó, ni siquiera médico. Él era un oficial piloto de pleno derecho. Sus implantes neurológicos y su formación de biofeedback eran completos. Se había licenciado y graduado… tres días demasiado tarde para participar en lo que ahora era conocido como la Guerra de los 120 Días. Aunque de hecho habían pasado 118 días y casi una hora entre el tiempo en que la punta de lanza de la flota invasora de Barrayar penetró el espacio local escobariano y el momento en que los últimos supervivientes huyeron del contraataque, corriendo hacia la salida del agujero de gusano para volver a casa como si buscaran una madriguera.
—¿Desea que permanezcamos a la espera? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
—No. La zona interior ha sido bien trabajada en las tres últimas semanas. No espero encontrar nada en las primeras cuatro vueltas, aunque no está de más que seamos concienzudos. Tengo unas cuantas cosas que preparar en el departamento, y luego creo que daré una cabezada. Mi departamento ha estado terriblemente ocupado en los últimos meses —añadió, a modo de disculpa—. Falta de personal, ya sabe. Pero, por favor, llámeme si divisa algo. Prefiero manejar el tractor yo misma, cuando es posible.
—Por mí, bien. —Se giró en la silla hacia la comconsola—. ¿Con qué masa mínima quiere que la ayude? ¿Unos cuarenta kilos?
—Un kilo es el estándar que prefiero.
—¡Un kilo! —Él se la quedó mirando—. ¿Está bromeando?
—¿Bromear? —Ella le devolvió la mirada, y luego cayó en la cuenta—. Oh, ya veo. Estaba usted pensando en términos generales… Verá, puedo hacer una identificación positiva con piezas muy pequeñas. Ni siquiera me importaría detectar trocitos más pequeños que eso, pero con menos de un kilo se pasa demasiado tiempo con falsas alarmas como micrometeoros y otra basura. Un kilo parecer ser el mejor compromiso práctico.