Выбрать главу

—Puaf.

Pero él colocó obedientemente sus sondas para una masa de un kilo, mínimo, y terminó de programar el rastreador.

Ella hizo un gesto con la cabeza; se retiró de la diminuta sala de navegación y control. La obsoleta nave correo había sido rescatada de la órbita basura y dotada rápidamente para convertirla en un transporte de personal para oficiales de rango medio (los jefazos con prisa tenían el monopolio de las naves nuevas), pero, como el propio Ferrell, se había graduado demasiado tarde para participar. Así que ambos se habían dedicado juntos a los aburridos deberes que él consideraba similares a la colocación de sanitarios, o cosas peores.

Contempló un último momento la reliquia de la batalla en la pantalla de proa, su andamiaje sobresaliendo como si fueran huesos a través de la piel, y sacudió la cabeza por semejante desperdicio. Luego, con un pequeño suspiro de placer, conectó su casco a los círculos plateados de sus sienes y su frente, cerró los ojos y tomó el control de la nave.

El espacio pareció extenderse a su alrededor, animado como el mar. Él era la nave, un pez, un tritón; sin respiración, sin límites, sin dolor. Conectó los motores como si una llama brotara de sus dedos, y empezó la lenta rotación en espiral de la pauta de búsqueda.

—¿Tecnomed Boni? —Pulsó el intercomunicador de su cabina—. Creo que tengo algo para usted.

Ella se frotó la cara para espantar el sueño.

—¿Ya? Qué hora… oh. Debía estar más cansada de lo que creía. Ahora mismo voy, oficial piloto.

Ferrell se desperezó y comenzó una serie automática de ejercicios en su asiento. Había sido una guardia larga y aburrida. Debería tener hambre, pero lo que contemplaba ahora a través de los visores le había quitado el apetito.

Boni apareció al momento y se sentó a su lado.

—Oh, muy bien, oficial piloto. —Descolgó los controles del rayo tractor exterior y flexionó los dedos antes de asirlos con delicadeza.

—Sí, no había mucha duda en eso —reconoció él, echándose hacia atrás y viéndola trabajar—. ¿Por qué tanto cuidado con los tractores? —preguntó con curiosidad, advirtiendo el bajo nivel de energía que estaba utilizando.

—Bueno, ahora mismo están congelados, ya sabe —contestó ella, sin apartar los ojos de los indicadores—. Son quebradizos. Si no se va con cuidado, pueden romperse. Detengamos esa rotación, primero —añadió, casi para sí misma—. Un giro lento está mejor. Eso parece. Pero si giran rápido, a veces… debe ser muy incómodo para ellos, ¿no cree?

Él desvió su atención de la pantalla y se la quedó mirando.

—¡Pero si están muertos, señora!

Ella sonrió lentamente mientras el cadáver, hinchado por la descompresión, los miembros retorcidos como congelados en un gesto de convulsión, era atraído lentamente hacia la bodega de carga.

—Bueno, no es culpa suya, ¿no? Uno de nuestros camaradas, lo veo por el uniforme.

—¡Puaf! —repitió él, y luego dejó escapar una risa nerviosa—. Actúa usted como si le gustara.

—¿Gustarme? No… Pero llevo ya nueve años en Recuperación e Identificación de Personal. No me importa. Y, naturalmente, trabajar en el vacío es siempre un poco más agradable que el trabajo planetario.

—¿Más agradable? ¿Con esa maldita y horrible descompresión?

—Sí, pero hay que considerar también los efectos de la temperatura. No hay descomposición.

Él tomó aire y lo dejó escapar lentamente.

—Ya veo. Supongo que uno se vuelve… duro, con el tiempo. ¿Es cierto que los llaman ustedes témpanos?

—Algunos sí —admitió ella—. Yo no.

Ella maniobró el cuerpo cuidadosamente a través de las puertas de la bodega de carga y las cerró.

—Temperatura dispuesta para descongelación lenta. Lo podremos manejar dentro de unas pocas horas —murmuró.

—¿Cómo los llama usted? —preguntó él mientras ella se levantaba.

—Personas.

Ella recompensó su asombro con una sonrisita, como un saludo, y se retiró al mortuorio temporal situado junto a la bodega de carga.

En su siguiente descanso, él bajó en persona, atraído por una curiosidad morbosa. Asomó la nariz en la puerta. Ella estaba sentada ante su escritorio. La mesa del centro de la habitación todavía no estaba ocupada.

—Uh… hola.

Ella lo miró y sonrió rápidamente.

—Hola, oficial piloto. Pase.

—Uh, gracias. Sabe, no tiene por qué ser tan formal. Llámeme Falco, si quiere —dijo él mientras entraba.

—Desde luego, sí así lo quieres. Yo me llamo Tersa.

—¿Ah, sí? Tengo una prima llamada Tersa.

—Es un nombre popular. En el colegio siempre había al menos tres en mi clase. —Se levantó y comprobó el medidor situado junto a la puerta de la bodega de carga—. Ya debe faltar poco para que cuidemos de él. Está a punto de ser arrastrado hasta la orilla, como si dijéramos.

Ferrell olisqueó, y se aclaró la garganta, preguntándose si debía quedarse o marcharse.

—Una pesca algo grotesca.

Mejor marcharme, creo.

Ella tomó la correa de control de la plataforma flotante y se la llevó a la bodega de carga. Hubo unos cuantos sonidos de golpes, y regresó con la plataforma flotando tras ella. El cadáver con el uniforme azul oscuro era de un oficial de cubierta, cubierto de escarcha que se fundía y goteaba en el suelo mientras la tecnomed lo colocaba sobre la camilla de reconocimiento. Ferrell se estremeció de repulsión.

Decididamente, mejor me marcho. Pero se quedó, apoyado contra el marco de la puerta a distancia segura.

Ella tomó un instrumento conectado a los ordenadores. Tenía el tamaño de un lápiz, y emitió un fino rayo de luz azul cuando lo alineó con los ojos del cadáver.

—Identificación retinal —explicó Tersa. Sacó un objeto parecido a una almohadilla, también conectado, y lo colocó bajo cada una de las manos de la monstruosidad.

—Y de las huellas —continuó—. Siempre hago ambas cosas, y las cotejo. Los ojos se pueden distorsionar mucho. Los errores de identificación pueden ser brutales para las familias. Mm. Mm. —Comprobó su pantalla indicadora—. Teniente Marco Deleo. Veintinueve años. Bien, teniente, veamos qué podemos hacer por ti.

Aplicó un instrumento a sus articulaciones, que se aflojaron, y empezó a quitarle la ropa.

—¿Sueles hablar con… ellos? —preguntó Ferrell, nervioso.

—Siempre. Es una cortesía. Algunas de las cosas que tengo que hacer por ellos son bastante indignas, pero se pueden hacer con cortesía.

Ferrell sacudió la cabeza.

—Creo que es obsceno.

—¿Obsceno?

—Todo esto de manipular cadáveres. Tantos problemas y gastos para recuperarlos. Quiero decir, ¿qué les importa a ellos? Cincuenta o cien kilos de carne podrida. Sería más limpio dejarlos en el espacio.

Ella se encogió de hombros, sin distraerse de su tarea. Dobló las ropas e hizo inventario del contenido de los bolsillos, que fue colocando en fila.

—Me gusta revisar los bolsillos —comentó—. Me recuerda cuando era una niña pequeña y visitaba una casa extraña. Cuando subía sola al piso de arriba, para ir al cuarto de baño o algo así, siempre me gustaba asomarme a las otras habitaciones, y ver qué tipo de cosas tenían, y cómo las conservaban. Si estaban muy ordenadas, siempre me impresionaba: nunca he podido ordenar mis cosas. Si era un desorden, consideraba que había encontrado un alma gemela. Las cosas de una persona pueden ser una especie de morfología exterior de su mente: como la concha de un caracol, o algo así. Me gusta imaginar qué clase de personas eran, por lo que tienen en los bolsillos. Ordenadas, o desordenadas. Obediente a las reglas, o llenos de cosas personales… Pongamos por ejemplo al teniente Deleo, aquí presente. Debió ser muy ordenado. Todo según las reglas, excepto este pequeño disco vid de casa. De su esposa, imagino. Creo que debió ser una persona muy agradable.