Colocó la colección de objetos cuidadosamente en una bolsa etiquetada.
—¿No vas a escucharlo? —preguntó Ferrell.
—Oh, no. Eso sería entrometerme.
Él soltó una carcajada.
—No veo la diferencia…
—Ah. —Ella completó el reconocimiento médico, preparó la bolsa de plástico, y empezó a lavar el cadáver. Cuando llegó a la zona genital cuya limpieza era necesaria por la relajación de los esfínteres, Ferrell huyó por fin.
Esa mujer está loca, pensó. Me pregunto cuál será la causa de que haya elegido ese trabajo, o el efecto.
Pasó otro día entero antes de que pescaran un nuevo pez. Ferrell tuvo un sueño, durante su ciclo de descanso, donde estaba en un barco en el mar, e izaba redes llenas de cadáveres que vertía, mojados y brillantes como si tuvieran escamas iridiscentes, en una gran pila en la bodega. Despertó sudando, pero con los pies fríos. Regresó con profundo alivio a su puesto, y se deslizó en la piel de su nave. La nave era limpia, mecánica y pura, inmortal como un dios; uno podía olvidar que alguna vez había poseído esfínteres.
—Qué extraña trayectoria —observó, mientras la tecnomed ocupaba de nuevo su puesto en los controles de tracción.
—Sí… Oh, ya veo. Es barrayarés. Está muy lejos de casa.
—Oh, vaya. Tirémoslo.
—Oh, no. Tenemos archivos de identificación de todos sus desaparecidos. Parte del tratado de paz, ya sabe, junto con el intercambio de prisioneros.
—Considerando lo que hicieron a nuestras prisioneras, creo que no les debemos nada.
Ella se encogió de hombros.
El oficial de Barrayar había sido un hombre alto, ancho de hombros, comandante según indicaban los galones de su cuello. La tecnomed lo trató con el mismo cuidado que había dedicado al teniente Deleo, y más. Se tomó considerables molestias para ponerlo a punto y convertir con un masaje de las yemas de sus dedos el rostro abotargado en algo parecido a la humanidad. Ferrell la observó con asco creciente.
—Ojalá sus labios no se replegaran tanto —observó ella, mientras continuaba con su tarea—. Le dan una mueca que no me parece correcta. Creo que debió ser bastante guapo.
Uno de los objetos de sus bolsillos era un pequeño relicario. Contenía una diminuta burbuja de cristal llena de un líquido claro. El interior de su cubierta de oro estaba grabado con los elaborados signos del alfabeto barrayarés.
—¿Qué es eso? —preguntó Ferrell con curiosidad.
Ella lo alzó a la luz, pensativa.
—Una especie de relicario, o un recordatorio. He aprendido un montón de cosas sobre los barrayareses estos últimos meses. Nueve de cada diez de ellos llevan amuletos de buena suerte o medallones o algo por el estilo. Los oficiales de alto rango son iguales que los reclutas.
—Tonta superstición.
—No estoy segura de que sea superstición o sólo costumbre. Una vez tratamos a un prisionero herido… Dijo que era sólo una costumbre, que la gente se los daba a los soldados como regalo, pero que nadie cree realmente en ellos. Pero cuando se lo quitamos, cuando lo estábamos desnudando para operarlo, trató de luchar con nosotros para conseguirlo. Tuvimos que sujetarlo entre tres para administrarle la anestesia. Me pareció algo especialmente notable para tratarse de un hombre al que le habían volado las piernas. Lloró… Naturalmente, se hallaba en estado de conmoción.
Ferrell contempló el relicario que colgaba del extremo de su cadenita, intrigado a su pesar. Colgaba con otra pieza más, un rizo de pelo dentro de un pendiente de plástico.
—Una especie de agua bendita, ¿no? —inquirió.
—Casi. Es un diseño muy corriente. Se llama «relicario de las lágrimas de la madre». Vamos a ver si podemos… Parece que hace tiempo que lo tenía. Por la inscripción, creo que dice «alférez», y la fecha… debieron dárselo cuando se graduó.
—No son de verdad las lágrimas de su madre, ¿no?
—Oh, sí. Eso es lo que se supone que hace que funcione como protección.
—No parece muy efectivo.
—No, bueno… No.
Ferrell hizo una mueca irónica.
—Odio a esos tipos… pero supongo que lo lamento por su madre.
Boni retiró la cadena y su pendiente, alzando el rizo en el plástico a la luz y leyendo su inscripción.
—No, para nada. Es una mujer afortunada.
—¿Cómo es eso?
—Este rizo indica que está muerta. Murió hace tres años, por eso está aquí el rizo.
—¿También se supone que da buena suerte?
—No, no necesariamente. Es sólo un recuerdo, por lo que sé. Bastante agradable, por cierto. El amuleto más desagradable que he visto jamás, y el más único, era una bolsita de cuero que colgaba del cuello de un tipo. Estaba lleno de tierra y hojas, y otra cosa que me pareció el esqueleto de un animal parecido a un sapo, de unos diez centímetros de largo. Pero cuando lo miré con más atención, resultó ser el esqueleto de un feto humano. Muy extraño. Supongo que era algo relacionado con la magia negra. Parecía algo extraño para tratarse de un oficial ingeniero.
—No parece que ninguno de ellos funcione, ¿no?
Ella sonrió amargamente.
—Bueno, si hubiera alguno que funcionara, no los veríamos, ¿no?
Continuó con su trabajo, lavando la ropa del barrayarés y vistiéndolo de nuevo con cuidado, antes de meterlo en la bolsa y devolverlo al congelador.
—Esos barrayareses están tan picados con el Ejército —explicó—, que me gusta guardarlos con sus uniformes. Significan mucho para ellos. Estoy seguro de que están más cómodos con ellos.
Ferrell frunció el ceño, incómodo.
—Sigo pensando que deberíamos tirarlo con el resto de la basura.
—De ningún modo —dijo la tecnomed—. Piensa en todo el trabajo que significa a cargo de alguien. Nueve meses de embarazo, el parto, dos años de pañales, y eso es sólo el principio. Decenas de miles de comidas, miles de historias para dormir, años de colegio. Docenas de maestros. Y toda esa formación militar también. Un montón de gente trabajó para crearlo.
Alisó un rizo de pelo del cadáver y lo puso en su sitio.
—Esa cabeza contuvo el universo, una vez. Tenía un buen rango para su edad —añadió, comprobando de nuevo su monitor—. Treinta y dos años. Comandante Aristede Vorkalloner. Tiene una especie de sonoridad étnica. Un nombre muy barrayarés. Vor, además, uno de esos tipos perteneciente a la casta de los guerreros.
—Chalados de clase homicida. O peor —dijo Ferrell automáticamente. Pero su vehemencia, de algún modo, había perdido impulso.
Boni se encogió de hombros.
—Bueno, ahora se ha unido a la gran democracia. Y tenía unos bolsillos interesantes.
Pasaron tres días más sin otra nueva alarma que una rara dispersión de residuos mecánicos. Ferrell empezó a esperar que el barrayarés fuera la última captura que tuvieran que hacer. Se acercaban al final de su perímetro de búsqueda. Además, pensó resentido, este trabajo estaba saboteando la eficacia de su ciclo de sueño. Pero la tecnomed hizo una petición.
—Si no te importa, Falco —dijo—, agradecería si pudiéramos continuar unas cuantas órbitas más. Las órdenes originales se basan en la estimación media de la velocidad de la trayectoria, y si alguien recibió un poco de impulso extra cuando la nave se partió, bien podría estar más allá.
Ferrell no se mostró demasiado entusiasmado, pero la perspectiva de un día más de pilotaje tenía sus atractivos, y accedió a regañadientes. El razonamiento de ella dio sus frutos: antes de que hubiera terminado el día, encontraron otra horrible reliquia.