La mujer se mueve con tanta incertidumbre como si aquello que la rodea fuese mentira: la travesía en barco desde el puerto de Algeciras, las horas de zozobra anteriores, su llegada al hotel… Una mentira que se cierne en torno a ella y la envuelve encerrándola dentro del círculo de un sortilegio. En su situación actual las certezas no tienen demasiada importancia. Es lo demás, el difuso rumbo mutable de la vida, lo que de verdad importa. De pronto se gira hacia atrás con preocupación o incomodidad percibiendo en la nuca el aguijón de una mirada muy intensa, pero no consigue distinguir a nadie en particular entre el enjambre de personas que entran y salen. Sus sentidos se hallan confundidos por la fatiga, el calor, el zumbido de las conversaciones, la portentosa novedad de todo. Después se dirige al mostrador de admisión, deja el bolso sobre la repisa de madera y con voz cálida pero grave, levemente somnolienta, pronuncia despacio su nombre: señorita Quintana. Elsa Quintana.
La sonrisa aparece en el rostro del recepcionista, comedida, reverencial, bajo el bigote espeso. Es la clase de sonrisa deferente que se reserva a las damas de alcurnia o a las mujeres muy bellas. A continuación articula ceremoniosamente unas palabras de bienvenida en un español entrecortado, con acento árabe, mientras le entrega a la mujer la llave de la habitación y hace una señal al mozo de equipajes para que cargue su maleta. La voz de ella, su nombre, continúa flotando en el vestíbulo como el sonido sostenido de una nota que se prolonga durante un largo intervalo de tiempo.
II
Ni un soplo de brisa, el cielo nítido sin nubes, más oscuro hacia el este, tan pulido como debió de serlo en la noche de los tiempos. El hombre atraviesa la medina apenas iluminada con faroles de queroseno, calles tortuosas resudadas de pátina, rejas de hierro forjado, sombras fugaces en el gris nocturno de los pretiles. Respira lento y sonoro. Oye su propio resuello, el eco de sus pasos en el pavimento como si estuviera en el interior de un sueño. Baja de dos en dos los escalones de un callejón empinado con las manos hundidas en los bolsillos, alto y oscilante. Su camisa de color blanco refulge en la penumbra. La lleva abierta en el cuello, con los faldones aleteando por fuera del pantalón como un velamen a la deriva. La noche de África tiene el color de la tintura de índigo, es de un añil profundo con tonalidades púrpura en los extremos. No parece un color que emane del cielo sino que está fuera de él, alrededor de la densidad, en el fondo del mundo. Entonces se acuerda. Viene a su mente la visión del firmamento centelleando en la oscuridad, al pie de las dunas, durante la expedición que hizo al Sahara con la Sociedad Geográfica de Madrid, en el otoño de 1931. Aquella fue la primera vez que lo sintió, casi podía ver el vapor que desprendía la arena al enfriarse, un ligerísimo brillo de plata. Notó que se le erizaba la piel como si fuera la única membrana que lo separaba del Universo. Por encima, goteando, en racimos… las estrellas. Fue un momento como un escalofrío. Permanecer allí, en medio de aquella soledad, habitándola por dentro. Ésa y no otra debía de ser la fiebre de África, buscar ese principio. El mismo que llevó a Livingstone y Stanley hacia la meseta de los Grandes Lagos, el que impulsó a Iradier y a Osorio al interior de Río Muni, el que también él presiente como una forma especial de destierro, el que teme y de alguna manera busca. Una tierra reseca y cruel que, sin embargo, puede ejercer un hechizo que ningún clima templado es capaz de igualar.
Las calles se esquinan en inesperados salientes de cornisas desconchadas, se estrechan entre las paredes de adobe, serpean confusamente, impregnadas de un aroma dulzón y se diluyen borrosas sin nada que aparentemente las distinga entre sí. Pero el hombre avanza con seguridad, como si conociera bien cada palmo que pisa. De vez en cuando, oye un ladrido de perros en una plaza, alguna que otra voz con entonación gutural, sonidos ahogados… Anda un buen trecho, cruza un patio empedrado y sale, de pronto, por una de las puertas de la ciudad a una avenida abierta, flanqueada por palmeras, con edificios modernos y letreros iluminados a ambos lados. Es el barrio nuevo de Tánger.
Una claridad amarillenta se ciñe en torno al ópalo de la ventana. El Café de París, en la Place de France, permanece sumido en su habitual actividad noctámbula. Repiquetean los dados y las fichas de dominó contra las láminas de mármol, manos nerviosas bailan la danza agitada de los naipes sobre tapetes de color verde musgo, una bombilla baja oscila colgada de un cable iluminando horizontalmente la superficie de una mesa de billar. Muchos miembros de la colonia extranjera cuentan sus días de permanencia en la ciudad con la impaciencia de esos escolares que marcan en un calendario las jornadas de colegio que todavía les restan. Para ellos el mejor modo de combatir la nostalgia consiste en acudir a los contados puntos de encuentro donde pueden divertirse al modo occidental. Es lo que algunos residentes veteranos llaman con sorna el cordón umbilical de Europa. El humo de los cigarrillos se agolpa en las vidrieras e impide distinguir con total claridad el interior del local. El hombre de la camisa blanca apoya las dos manos sobre el cristal haciendo pantalla. Sus facciones se iluminan. Es un rostro joven, con esa clase de tensión imperiosa propia de los temperamentos vehementes. El pelo moreno, cortado al estilo militar, todavía conserva la humedad de una ducha reciente. La línea pronunciada de las cejas acentúa el fulgor de una mirada atenta y curiosa que trata de escudriñar a través del ventanal, concentrada en no dejar pasar nada por alto, pero finalmente desiste y se decide a entrar.
En la atmósfera cerrada, entre las columnas de altos fustes, flota una niebla densa, que amortigua las improvisadas tertulias en las que cada cual se da el gusto de escucharse a sí mismo, de hablar más alto, con más apasionamiento. Voces que se interpelan de mesa a mesa, comentarios atropellados, palabras obscenas que ilustran los consabidos chistes contra los árabes. Circulan rumores, suenan nombres de ministros depuestos, se comentan escándalos, catástrofes, desórdenes, con la natural tendencia a la exageración que siempre conlleva el alcohol y la noche. El hombre al principio se queda inmóvil, un poco desorientado, como quien sale de la oscuridad y entra en un lugar con demasiada luz. Mira alrededor. Los ojos parecen enfocar ahora con menos fijeza aunque se mantienen expectantes. Avanza dubitativo entre las mesas, las manos en los bolsillos, el aire apenas intencionado de quien, desde un lugar elevado, realiza una primera exploración a vista de pájaro, sin demasiada precisión. Saluda a algunos conocidos. Después atisba de nuevo con más interés y momentáneamente la expresión de su rostro se relaja en una incipiente sonrisa que le aclara el rostro, como si al fin descubriera a la persona que está buscando, y se dirige con pasos largos hacia el fondo del local.
Hay un caballero de mediana edad que permanece de espaldas a la barra, fumando, con el mentón apoyado en la mano. Tiene una vaga expresión de cansancio, tal vez está un poco harto de sus ruidosos vecinos. La penumbra del rincón lo protege de las miradas y le permite observar sin llamar demasiado la atención. Va vestido con un traje de hombreras anchas que resalta su complexión fuerte, la corbata aflojada en el cuello le da un aspecto informal, casi descuidado. Debido a su actitud vigilante podría pasar por un policía de la brigada secreta si no fuera por ese brillo de inteligencia en las pupilas, un punto de humor inescrutable o sagacidad que denota sin duda otra clase de linaje. Philip Kerrigan pertenece a una generación de reporteros que se inició en la profesión durante la Gran Guerra. Las líneas regulares de sus facciones contrastan con el puente de la nariz partido, que le otorga cierta apariencia ruda de ex boxeador. Tal vez lo fue en su juventud, o en cualquier caso tiene aspecto de haber sido pendenciero y de no haberse resguardado demasiado de los peligros que acechan en algunas tabernas después de varias rondas. En la mano izquierda puede verse una ostensible cicatriz desde el nacimiento de la muñeca hasta la base del dedo índice, oscura y requemada como el cráter de un volcán. Al lado de la mano, sobre la mesa, un ejemplar del London Times, un paquete de cigarrillos ingleses y un vaso mediado de bourbon.