– Filosofías, no -interrumpe Kerrigan con el cigarrillo en la boca y las manos ocupadas en plegar de nuevo el mapa-. Vuélvete, y fíjate en cómo mueve los hombros esa muchacha. No podrás olvidarla.
Un fugaz resplandor azulado barre la mesa. El contrabajista le sonríe a la mujer que está apoyada en el borde del piano con repentina complicidad, es una sonrisa inmóvil, aislada de todo, que no tiene que ver con lo que la mujer es, sino con la forma de tocar, así, buscando variaciones sobre una misma melodía, con notas improvisadas que unas veces suenan a provocación y otras a suspense, como si estuvieran descubriendo una peculiar manera de desafiarse y de reconocerse en el ritmo y en la letra de la canción que ahora suena, Lady be good.
– La que vi esta mañana en el vestíbulo del Excelsior sí que era una mujer inolvidable -dice Garcés, y nada más decirlo se queda en silencio durante un momento, evocando el recuerdo.
Aquella manera de irrumpir en el hotel, envuelta por el aire de la calle, cubierta de miradas; el gesto de hacer repiquetear las uñas con nerviosismo sobre el mostrador de la recepción, algo lejano e impalpable que emanaba de ella como si perteneciera a un sueño y que, sin embargo, producía al mismo tiempo un efecto absolutamente carnal. Después enciende un cigarrillo. Kerrigan lo mira atentamente, inclinado junto a la botella de bourbon, esperando algún dato más. Pero él prefiere no decir nada; aparta de un manotazo el humo de la cara como si tratara de espantar sus pensamientos y se limita a pronunciar lacónicamente un nombre: Elsa Quintana.
– Yo que tú no intentaría acercarme a ella. Una mujer sola que se aloja en el Excelsior sólo puede traer problemas. Además, en Tánger hay cientos de muchachas hermosas que no son espías ni trabajan para ningún gobierno ni son amantes de ningún rey del hampa ni exigen demasiado a cambio.
El tono que utiliza Kerrigan es reservado, paternalista, dando muestras de saber perfectamente lo que está diciendo, y después de una pausa en la que vuelve a dar un trago a su vaso de bourbon, añade:
– Con el amor ocurre igual que con el alcohol. Al principio se parece al deseo, pero al final es solamente costumbre, rutina -su voz suena con un matiz más melancólico que cínico, incluso parece contener una solapada burla hacia sí mismo.
Tras el comentario le dirige a Garcés una mueca resignada, enarcando las cejas, como diciendo: así son las cosas. A continuación, se echa hacia atrás contra el respaldo de la silla con los ojos entornados y se dedica a marcar con los pies el compás de los redobles de batería, dando por terminada la exhortación a que la amistad le obliga, sin creer tampoco que Garcés vaya a tener muy en cuenta su consejo.
III
En los quioscos de prensa de la rue de la Marine las hojas de los diarios muestran en titulares la piel amarillenta de una Europa enferma. Philip Kerrigan contempla el ajetreo de las callejuelas laterales, las mujeres con sus velos de colores cubriéndoles la boca, el estado del cielo, las nubes quietas. Deposita unas monedas en el cajón de madera que hay debajo del expositor y permanece inmóvil durante un momento, revisando la información de portada. Después abre el periódico y su atención se centra especialmente en una columna lateraclass="underline" es una noticia breve sobre una escaramuza en la frontera de Renania. Kerrigan sigue los renglones con un punto de tensión en la mirada. Piensa que, pese a las declaraciones del Reich minimizando el incidente y a la llamada a la moderación del Estado Mayor francés, tarde o temprano las tropas alemanas acabarán desafiando el tratado de Versalles. A continuación pliega el diario y se dirige por la rue de la Liberté hacia la zona de las embajadas, en la Place de France.
La sede de la legación británica es un antiguo palacio con el portón de entrada decorado con arabescos, donde montan guardia dos soldados con quepis blanco y casaca roja. Kerrigan se detiene antes de entrar estableciendo tal vez una rápida asociación de ideas entre aquella suntuosa construcción y el lóbrego edificio Victoriano de Bloomsbury Square, con la placa metálica del London Times junto al ascensor y el tecleo infernal de las máquinas de escribir. Apenas llega a estar veinte minutos escasos en su interior. Cuando sale emite un auténtico resoplido de tedio, más auténtico aún porque no lo hace para ser visto ni interpretado por nadie. Quizá piensa en el empeño que ponen algunos miembros del Foreign Office en creerse sus propias mentiras. Después cruza la calle y se encamina de nuevo hacia la medina costeando la pared de una comisaría tangerina. Por su lado pasa la silueta fugaz de una mujer con chador. Sólo en África pueden verse unos ojos así, oscuros como la antracita, húmedos, remarcados con khol. Kerrigan la ve pasar con una punzada de nostalgia futura. Es la ciudad la que se apodera de uno: la opacidad de sombra en las calles de la medina, el aroma penetrante y dulzón del cordero especiado mezclado con el orín en los patios interiores donde revolotean los mosquitos, ver morir la tarde amarilla tras la kasbah, la paciencia del kif que calma los nervios y aplaca las emociones. Junto a eso, ¿qué podía importarle a él Bloomsbury Square y la cervecería Freeney's y la mermelada Cross and Blackwell? Enfila por la rue es Siaghin y se dirige al Tingis. No quiere ir al Café de París a esta hora. Lo último que desea es encontrarse con sus colegas de profesión o con los funcionarios de los consulados acompañados por sus bellas mujeres.
Hay momentos en los que un hombre siente sobre los hombros el peso de una losa, y al mismo tiempo la levedad, la absoluta inutilidad de todo, de su vida, de su profesión, de su patria… Y se ve de pronto tal como es, con algo más de cincuenta años, los ojos un poco inyectados en sangre, cansado, con el cuerpo demasiado castigado y sin nada en el alma. Da un sorbo largo al vaso de té, dulce, aromático, con fuerte sabor a menta. Siente en las sienes los ruidos de la calle, el martilleo de un mazo sobre los tablones de un carro. No puede dejar de pensar en el asunto del tungsteno y los selectores de voltaje. Italia a punto de invadir Abisinia, los alemanes moviéndose por el Sarre y el cuerpo diplomático actuando exactamente como si el tungsteno y los transmisores fueran dispositivos de una inocente máquina de coser. Eso era la diplomacia de la libra esterlina. «Wait and see», había dicho lacónicamente sir George Masón en su despacho del departamento de la Embajada para Europa occidental. Ni la más mínima alusión a la Sociedad Británica de Metales no Ferruginosos, ni una respuesta, ni una aclaración, nada. Así suceden las cosas en Tánger. Una ciudad abierta, sin consistencia, donde llegan cargamentos en barcos procedentes de ninguna parte, donde las noticias lo impregnan todo, pero no permanecen. Los telegramas, los informes, las remesas de material inflamable, todo es barrido por el viento.
Kerrigan enciende un cigarrillo achicando los ojos y mira hacia el espejo que hay detrás de la barra con una mirada rápida, oblicua. Pero no se ve a sí mismo, sino a grupos de tangerinos que beben pacíficamente su té con dulces y fuman bajo un ventilador de aspas. Al fondo, ligeramente desenfocada por el humo, descubre la cara de una mujer, extranjera sin duda, inclinada sobre la mesa. La observa de refilón: hay una llamativa audacia en su indumentaria, el color añil intenso del fular caído sobre el traje blanco de corte occidental. Ella escribe algo en una cuartilla, se detiene pensativa con la pluma entre los dientes, hace pequeños gestos nerviosos meciendo la cabeza; finalmente rompe el papel y se queda inmóvil, abstraída, mirando hacia la calle. Kerrigan la observa en el espejo como si estuviera contemplando un cuadro: sus facciones tienen una vaga desarmonía que curiosamente multiplica su magnetismo y la hace indescriptible. Hay algo en ella que le recuerda a otra mujer: a una mujer también pálida y joven e indecisa. Ciertas cosas hacen más dolorosa cualquier evocación, el terco zumbido de los insectos, el no hablar, pero también el calor, el deseo físico, las imágenes que se apoderan de uno. Kerrigan extrae del bolsillo unas monedas y juega a colocarlas sobre la mesa, alineándolas y desalineándolas con aire ausente. ¿Cómo se enamorarán las mujeres?, se pregunta. Y el interrogante lo hace retroceder a un cuarto de paredes pintadas con flores diminutas. Recuerda el pelo de aquella otra muchacha, su vello secreto, la forma ingrávida que tenía de moverse por la habitación, desnuda, como si flotara en la atmósfera. Sabe bien quién era. Puede ver su mano descorriendo las cortinas, las aguas grises del Támesis al fondo, el escorzo de su cuerpo al inclinarse para recoger una prenda del suelo, su forma humilde y al mismo tiempo definitiva de decir que no, que nunca más. Al fin y al cabo era comprensible, no podía resultar fácil para ninguna mujer soportar esa clase de vida. Kerrigan cierra los ojos con el cigarrillo olvidado en la boca.