La charca parece haber alcanzado en su momento de máxima cobertura una longitud de doscientos cincuenta metros y una anchura de treinta y cuatro -escribe en su diario de expedición-. En la cara sur de las dunas, sobre el suelo de yeso, localizamos un pozo poco profundo, medio oculto por arena en la boca, que puede ser una de las fuentes que alimenta el lago. El agua es salobre: sulfato de magnesio mezclado con calcio y sal común. En el centro de la depresión, junto a una zanja incrustada de cristales salinos encontramos otro pequeño manantial de agua más fresca, pero ni rastro del pozo dulce.
Cuando los vehículos se ponen en movimiento, en medio de un zumbido de motores, las crestas de las dunas comienzan a relumbrar tomando prestados los colores del sol naciente que empieza a siluetarse como un disco rojo aún muy débil. Tardan varias horas en atravesar un terreno llano de ser ir, agrietado y surcado de pequeñas zanjas. Van muy despacio para no dañar las ballestas de los coches. Hacia el mediodía el calor es tan intenso que las partes metálicas de las carrocerías no se pueden tocar con la mano desnuda. El suelo se hace más blando conforme avanzan y los camiones van dejando detrás una polvareda cuajada de partículas que brillan como esquirlas de oro.
Al atardecer llegan al poblado de Takjit, pequeñas cabañas en forma de cúpula, grupos de chozas construidas con hojas de palma, los rayos del sol sesgando las nubes alzadas por los rebaños de cabras a su regreso. Un grupo de niños juega en el suelo colocando excrementos de camello en pequeñas cuadrículas que forman una especie de tablero. Ismail y Umbarak caminan delante del grupo entre las miradas curiosas. Poco después todos los miembros de la expedición están acuclillados en círculo, descalzos, junto a varios hombres del poblado, bajo el baldaquino de una tienda. El jeque es un anciano de barba canosa que con gran parsimonia se dispone a llenar de kif una pequeña pipa sin mango tallada en piedra blanda. La enciende con pedernal y da tres profundas caladas antes de pasársela a Garcés que está sentado a su izquierda.
– ¿Qué noticias traéis? -pregunta el anciano.
– Las noticias son buenas -responde Ismail.
Independientemente de lo que hubiera que contar, esa era siempre la fórmula para iniciar la conversación con cualquier visitante, tan invariable como una letanía religiosa.
– La tierra se está volviendo vieja como el humo. No hay forraje y tenemos que cubrir grandes distancias con los camellos para abrevarlos.
Ismail traduce al español con gran solemnidad las palabras del jeque. Después en árabe explica que en el trayecto recorrido desde Iyil, no han encontrado huellas de órice, ni han visto saladillos en las dunas, ni relámpagos en el cielo. Lo que equivale a decir que deberán buscar los pastos en otra dirección.
Después de escuchar esto, el anciano habla de una razia de bandidos sobre una caravana de mercaderes acaecida hace cuatro meses.
– Tenéis suerte de estar vivos -dice-, ya que los hombres de Al-Mukalla no habrían dudado en mataros de haberos encontrado en las arenas.
Garcés piensa en lo rápidamente que los cambios que acontecen en Europa están invadiendo aquella parte olvidada del mundo, sometiéndola a una inseguridad añadida. Durante siglos el mundo occidental apenas se había interesado por el desierto, sin embargo ahora las bandas que recorrían ese territorio vasto y silencioso iban equipadas con fusiles ametralladores cuya descripción respondía a los MG 15 del ejército alemán. Algunos nómadas estaban entrando al servicio de jeques ambiciosos o de gobiernos que los utilizaban como soporte para mantener su posición en la competencia por el apoyo de las tribus. ¿Quién era el enemigo? ¿Quiénes eran los aliados en ese territorio nunca sujeto por piedras? Los proscritos viajaban libremente entre las aldeas, imponiendo peajes, seguros de una hospitalidad obligada que estaba en proporción a su fuerza. Hacía menos de dos semanas que los pastores habían divisado desde un montículo un aeroplano que dejaba tras de sí pequeñas nubes blancas.
El anciano se expresa acompañando sus palabras de gestos reposados y lentos, como si recitara la sura Fatha del libro del Profeta, consciente de la dignidad que debe regir el intercambio equitativo de información entre los viajeros del desierto. Mientras lo escucha, Garcés presta especial atención a los nombres de las tribus con las que los habitantes de la aldea mantienen alianzas o rivalidades. En el desierto, a menudo, la vida está regida por el tacto de las voces: leyendas, rumores. Repetir algo es tan importante para sobrevivir como el agua, un pequeño pozo da para cientos de kilómetros, una anécdota permanece durante años. La tertulia continúa mientras el cielo va pasando del amarillo ocre a un color miel que suaviza la austeridad de la arena antes de la caída definitiva del sol.
Durante los cuatro días que permanecen en el poblado, Garcés tiene tiempo de aprender por su cuenta cuál es el verdadero ambiente que se apodera de uno: el reflejo de color carbón entre los pliegues rosados de las dunas, las frágiles pértigas de las tiendas fluctuando con el viento, una tetera hirviendo sobre tres piedras en una fogata, la mano de una muchacha decorada con complicados tatuajes de henna, los baldes y las túnicas y las plumas de aves exóticas, objetos reunidos sobre una alfombra como una resaca traída a lo largo de vidas enteras por el río del comercio, un trozo de paño azul ceñido como turbante alrededor de la cabeza de un hombre que está en cuclillas engrasando pellejos de agua, las risas de los niños fascinados con los automóviles y los receptores de radio, un velo vaporoso que oscila en el aire, agitado por una bailarina como si fuera el oleaje de un océano.
Cada noche escuchan las canciones encaminadas a traer el agua, voces acompañadas de danzas y sones de zampoñas, utilizadas también para transmitir mensajes en caso de peligro. Así llegaron a oídos de Ismail las noticias que habían ido pasando de una tribu a otra, desde Sidi Ifni a Smara y la región de Zemmour, a través de los conductores de caravanas y de los nómadas.
La tensión entre los miembros de la expedición había ido en aumento, especialmente entre Garcés y el teniente Domingo Bellver. El motivo de todas aquellas disputas estaba en la radio, en los acontecimientos confusos que comunicaban las emisiones de onda larga. Garcés era partidario de regresar de inmediato a Tetuán, mientras el teniente Bellver consideraba que debían continuar y establecer pactos.
– ¿Pactos en nombre de quién?, ¿al servicio de qué gobierno? -pregunta Garcés en el momento más violento de la discusión.
En el centro de la tienda arde un pequeño farol de queroseno. Los dos hombres se miran retadoramente sabiendo que los rifles se encuentran a menos de medio metro, ocultos bajo las mantas.
– Vuelve tú si quieres, Garcés -dice finalmente el teniente Bellver después de una larga pausa en la que probablemente ha estado evaluando todas las posibilidades, incluida la peor-. Pero ten cuidado de no ponerte del lado equivocado.
Garcés sale al exterior de la tienda. El viento ha amainado y sólo se escucha el ruido seco que hace la arena al dejar de vibrar. En ese momento habría dado cualquier cosa por un trago de bourbon y uno de los cigarrillos ingleses de Kerrigan. Recuerda las conversaciones con él como algo ocurrido hace mucho tiempo y a pesar de ello, con una repentina sensación de inmediatez: la muerte del coronel Morales, el ajetreo del cuartel, las cajas de la Comisión de Límites, los manejos de Ramírez… Todos los fragmentos de la memoria orientados ahora en la misma dirección como los cables de una conducción eléctrica. Levanta la vista y ve la rociada blanca que deja en el cielo una estrella fugaz. Permanece así unos minutos, con la mirada vuelta hacia las dunas, aspirando el aire que flota sobre el desierto, una limpieza infinitamente ajena al mundo de los hombres. Después se dirige caminando con los hombros encogidos hacia la tienda de los guías para hablar con Ismail y preparar el viaje de regreso.