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Con la primera luz del alba, el jeque de la aldea les muestra cómo atajar hacia el norte, guiándose por la ruta de los camelleros. Sus dedos trazan líneas convergentes sobre la arena dura del suelo. Garcés piensa en la hondísima hospitalidad de aquella gente, una penetrante disciplina social que se prodiga, incluso más, bajo condiciones de extrema dificultad. La mínima arquitectura que ellos necesitan son las piedras a modo de hogar sobre las que colocar un recipiente. Uno puede sentir así la tentación de borrar su nombre y el lugar del que procede, no pertenecer a ningún país, como cuando una parte del cuerpo se queda dormida. Pero luego la sangre vuelve poco a poco a su sitio. El último vínculo que los une con la aldea es el borboteo de la tetera ennegrecida por el fuego, el barro caliente de las tazas en el aire fresco, las tres medidas ceremoniales de té.

-Insch'allah neschuf wischak beçher [2] -dice el anciano con una leve inclinación de cabeza mientras Garcés, Arranz e Ismail suben a uno de los camiones y el cielo empieza a colorearse de un verde lima con mínimas volutas rojizas en el borde oriental del horizonte.

XXII

– Quieto -le oye pronunciar. Kerrigan aprieta los dientes y apoya la nuca contra el respaldo de cuero. A través de la nebulosa del vapor ve a la mujer inclinada sobre la palangana de agua hirviendo, concentrada, la luz de la lámpara chispeando en el instrumento curvo con el que sujeta los apósitos.

– Sólo un poco más. Quieto ahora -vuelve a decir, mientras introduce en la herida un algodón empapado en yodo.

Kerrigan siente el tacto suave de los dedos femeninos alrededor de la piel abierta, entrando en el tejido interior de la carne bajo el arco de sus costillas, quemando el surco de la puñalada, la capa fibrosa de color berenjena. Cuanto más le duele, más avanza en su epidermis la conciencia de la proximidad fuera ya del perímetro de la herida, calándole hasta los huesos como la visión borrosa de las manos de ella despojándolo de la camisa para pasarle una gasa blanca alrededor del tórax, su respiración leve, tan próxima que casi puede inhalar su aliento cuando el dolor no es ya, ni con mucho, la sensación más poderosa. En el vértice de la bata, Kerrigan intuye el suave balanceo de los senos blancos y redondeados. El movimiento que ella describe al rodear con la venda su cintura le hace pensar en una danza ritual, palpable como la órbita de un abrazo. Es después, mientras le está contando lo sucedido en la dársena, cuando siente inesperadamente la mano cálida de la mujer que de un modo preciso y deliberado le toca suavemente la mejilla y después le rodea el cuello. Kerrigan comprueba que ella está temblando como si una corriente fría acabara de entrar por la ventana. Permanece un instante desconcertado, sin saber cómo reaccionar ante aquel gesto, sin estrecharla todavía, más sorprendido por la intimidad que indeciso. Luego cierra los brazos acogiéndola dentro, tratando de apaciguar sus temores con palabras dulces y tranquilizadoras, sintiendo la tibieza del cuerpo que continúa temblando contra el suyo, refugiándose en él. Permanece así unos instantes, antes de atreverse a separarle el pelo de la cara y mirarla directamente para comprobar que no se trata de un sueño o de un malentendido. Despeinada, muy pálida a pesar del resplandor azulado de la lámpara, Elsa Quintana lo está mirando ahora tensamente con los labios entreabiertos del mismo modo inequívoco y al mismo tiempo lleno de extrañeza con el que la primera mujer debió de mirar hace millones de años al primer hombre. Y entonces sí, con ansiedad, casi con violencia, con todo el ímpetu que le permite su estado, busca su boca, la tibieza de la piel húmeda y caliente de los labios, levemente hinchados, que se abren sin resistencia como se había abierto antes su propia carne en torno a la herida para que ella la limpiara. Sangre. Saliva. De nuevo el latido desacompasado en las ingles. Kerrigan piensa en lo difusa que es la frontera que separa el miedo del deseo, como un peldaño que faltase en una escalera. La misma noche esquinada que lo había empujado al límite absurdo de la muerte junto a los lóbregos hangares del puerto, lo lleva ahora de vuelta por un camino quizá más peligroso al borde mismo de la vida, o al lugar donde la vida es eso, un jadeo impaciente y largo, el interior de un cuerpo vislumbrado entre las aberturas de la tela, los hombros semidescubiertos siluetándose sobre el fondo de una habitación en penumbra.

Oye su voz pero no sus palabras, mientras ella lo conduce a la cama y lo ayuda a tumbarse con cuidado, inclinada sobre él con el pelo echado hacia adelante, casi rozándole la piel cuando tantea la almohada y se la coloca debajo de la nuca. El dolor regresa traspasándolo al contorsionarse, en el preciso momento en que se gira para abrazarla más estrechamente y le desata con un movimiento irreflexivo el nudo de la bata, entonces es ella la que lo detiene con delicadeza y lo obliga a permanecer quieto antes de que se produzca un nuevo golpe de dolor. Elsa Quintana se tiende a su lado, rodeándole los hombros, acariciándole las sienes, hundiéndole los dedos en el pelo, tratando de evitar que se gire con una mezcla de autoridad y ternura.

No se mueve. Siente el cuerpo como un impedimento. Los huesos como barro endurecido, un cuenco sin fondo. Cierra los ojos y se imagina en uno de los compartimentos de madera que había en los ferrocarriles ingleses de cercanías, cuando era joven y podía estar toda la noche sentado en un tren sin melancolía, porque sus sueños de vigilia estaban aún llenos de futuro y no de pasado. Ella permanece a su lado en la cama, despierta, sin apartarse.

Kerrigan percibe la subida de la temperatura, rugiéndole dentro como el mismo tren en un túnel. Se desvanece varias veces a lo largo de la noche y se despierta otras tantas, mareado, muy débil, sintiendo el peso de la mano de ella que le rodea el tórax por encima de la venda teñida de sangre. Nota que la gravedad lo empuja hacia la noche, sueña con juncos que se enredan a lo largo de la orilla de un río, con una mujer vestida de blanco sentada en un cafetín acompañada no por él, sino por otro hombre, y que lo mira insistentemente con tristeza como si lo estuviera eligiendo para contagiarle su desgracia. Cierra los ojos, conteniendo la respiración, y el dolor se disipa un poco. Ante todo, trata de aferrarse a los objetos que constituyen la realidad del cuarto, las paredes, la mancha de humedad en el techo, el escritorio, el vaso de agua en la mesilla junto a las ampollas de penicilina e intenta fijarlos en su memoria para poder encontrarlos a su regreso, cuando despierte la próxima vez. Pero no sabe contar el tiempo. Cuántas horas ha pasado así, acostado en el colchón ardiente, cuántas veces ha visto a Elsa levantarse y acercarse para tomarle la temperatura, pasos ligeros, respiro de llamas azules en la cocinilla de gas, el resplandor de la lámpara bajo el globo de vidrio. Las imágenes que construye en su mente fluyen contra el desarrollo natural del tiempo. Las palabras que murmura en sueños se deslizan en su cabeza y adquieren movilidad arrastrándolo a un territorio elíptico del que no puede alejarse, como si estuviera dentro de un calidoscopio y el giro de las figuras geométricas lo hiciera caer siempre de golpe en el centro antes de comenzar a dispersarse de nuevo. A veces un punto negro aparece duro y distante en una esquina de su visión y al momento está en la plaza de Dar-el-Barud, en el sector nororiental de Tánger, donde los peluqueros trabajan bajo los árboles y un muchacho que aún no ha alcanzado la pubertad va a ser circuncidado y permanece de pie temblando, mientras el barbero, asiendo la piel del prepucio, tira con fuerza hacia arriba y la corta de un tijeretazo. Cada pensamiento, cada imagen tiene una existencia arbitraria donde todas las conexiones están cortadas. A Kerrigan le parece que la variedad de las distintas formas de consciencia es tal que le parece imposible rebelarse. Al poco rato cree estar en Bloomsbury Square, en la parada del autobús 34 que lo lleva a través de la niebla a un portal lóbrego y viejísimo con escaleras que crujen, donde una anciana en cuclillas aprieta una flor entre los dientes, un tulipán con el tallo muy largo que él ve como a través de un espejo poliédrico donde no se refleja su cara y entonces sabe con una intuición pavorosa que debe salir del sueño y regresar inmediatamente a la realidad de la habitación.

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[2] Que Dios nos conceda volver a ver vuestro rostro con salud.