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Pero Garcés ya va camino de Tánger, acompañado por Ismail, evitando los controles de la carretera principal, monte a través, siguiendo la ruta de los ganaderos, dejando atrás el barro oscurecido de las huertas y los árboles desnudos como garras. La guerra le galopa en las sienes más rápido que el pensamiento; bombeando, latiendo, subiéndole a la boca en cada kilómetro, entre la blancura de las piedras y los desniveles de los barrancos. Él, que creía poder sustraerse a las contingencias de la época, se ve de golpe sacado de su burbuja geológica de minerales y fósiles crinoides para ser arrojado brutalmente al gran torbellino del mundo, empujado por aquellos que, autoproclamándose salvadores de la patria, se han levantado contra el gobierno elegido libremente por los españoles, imponiendo la ley de las puertas reventadas a culatazos, de los registros y los fusilamientos al amanecer, de la quema de libros al grito de «¡Abajo la inteligencia!». Varias columnas de legionarios y regulares imbuidos por esa fe están a punto de salir de Ceuta con destino a Sevilla. Garcés lo sabe y los imagina forrados de hierro, con la cruz de los inquisidores resucitada, e impresa en las voces que truenan y aúllan su furia fanática. Piensa que al otro lado del estrecho está aún la noche alegre y engañosa, disfrazada de verano. Nunca hasta ahora había pensado que la tierra de un país pudiera ser sentida como algo tan propio, carne de su carne. En su mente va cobrando cada vez mayor contundencia la idea fija de llegar a territorio internacional y desde allí alcanzar por cualquier rumbo las costas de España. Tánger es al mismo tiempo la antesala del futuro y el cobijo del pasado. Es la escalera estrecha del apartamento de Kerrigan y el olor del kif, el sonido familiar de los dados en las mesas del Café de París. Son las frágiles pértigas de las embarcaciones de los pescadores en los muelles, los almacenes y las ensiladoras frente al mar. Tánger es la luna trepando por las rejas del Hotel Excelsior, un perfume sedoso en el escote de una mujer. Garcés va convocando estas imágenes mientras cabalga en silencio, detrás de Ismail. Avanzan despacio impulsados por la brisa nocturna, guiados por los agudos vértices de los montes de Yebala cuyas crestas despuntan enhiestas hacia el norte.

XXIV

En una de las dependencias del departamento de investigación del Instituto Pasteur, Philip Kerrigan, inclinado sobre la mesa rectangular del despacho, repasa con atención el diagrama y los gráficos con números y flechas que el encargado de la sección, monsieur Renault, le está mostrando, un estudio minucioso que sin duda les habría supuesto a los técnicos muchas horas de dedicación.

1. El cilindro principal.

2. La espoleta y los circuitos de condensación.

3 a. La carga de iniciación o primer multiplicador.

3 b. La carga principal del segundo multiplicador.

4. Los accesorios: aletas, agarraderas, anillas de sujeción…

– Han hecho un buen trabajo -dice el corresponsal del London Times sin levantar la vista del papel.

Hay dibujos de la bomba desde todos los ángulos, esquemas seccionados de cada una de las partes y fórmulas que no alcanza a desentrañar. Durante un momento permanece concentrado, hipnotizado, examinando una y otra vez los extraños signos inscritos en la hoja de cálculo, evocando la primera vez que había visto uno de aquellos artefactos con forma de pez en el bazar de Abdullah.

Todo el recinto del instituto exhala una curiosa aura remarcada por la gran lumbrera del techo que proyecta una luz cenital y por las vitrinas repletas de libros que rodean las paredes. Kerrigan calcula más de 10.000 volúmenes, algunos de ellos auténticas reliquias, como los manuscritos en árabe y las antigüedades de la época romana que contiene el anaquel central. A ambos lados, flanqueándolo, se alzan dos estanterías abiertas con las más recientes publicaciones europeas en materias como Física, Química, Medicina e Ingeniería. Al fondo de la biblioteca, sobre la puerta, hay un rótulo que reza: Mission scientifique du Maroc.

– Parece ser que la causa de la explosión que provocó el incendio en los almacenes de la Bland Line fue una bujía que uno de los descargadores del puerto dejó encendida junto al tabique -explica el encargado del departamento.

– Supongo que ahora que está clara la participación de H &W en la exportación ilegal de armas, las autoridades tangerinas no podrán seguir haciendo la vista gorda en el asunto.

Kerrigan permanece inclinado hacia la luz, ceñudo, tamborileando con los dedos en la superficie de madera.

– Yo no confiaría mucho en eso -monsieur Renault sostiene durante unos segundos la mirada del periodista, e inmediatamente arquea los labios con una sonrisa burlona, como si la suposición que éste ha formulado le pareciese demasiado ingenua, indigna de un corresponsal con su experiencia-. Aquí todo el mundo saca tajada -acaba diciendo.

– Ya… -reconoce el periodista.

– Bueno, al menos el accidente nos ha servido para conocer por dónde van los planes alemanes en materia de armamento -observa condescendiente el francés-. Como sabe, la segunda explosión se produjo unos minutos después de la primera, lo que nos confirmó la hipótesis del segundo multiplicador.

– ¿Qué conclusiones sacaría usted?

– Desde el punto de vista puramente técnico, parece claro que las bombas están pensadas para ser lanzadas desde baja altitud. En el caso de que con el primer impacto no se produzca la detonación, subyacerán enterradas en caminos, campos o vías terreas -continúa explicando el ingeniero-, y permanecerán inactivas hasta que el traqueteo de una locomotora, la rueda de un automóvil, el calor de una bujía o la simple pisada de un niño, active el mecanismo y las haga estallar. En cuanto a las implicaciones políticas, usted es periodista, sin duda sabe de eso bastante más que yo.

Lo único que Kerrigan piensa es que los folios que tiene entre las manos contienen la clave para la desactivación de las SB-50 Kg. Algo tan sencillo, según los informes de los artificieros, como abrir un agujero en la envoltura principal y emulsionar el explosivo inyectándolo con un esterilizador de vapor hasta dejarlo inutilizado. Una fórmula que convertía en pólvora mojada al menos una parte de los suministros que el Reich estaba enviando a los cuarteles españoles para apoyar la sublevación militar contra el gobierno de la República.

El periodista se levanta del escritorio con dificultad, apoyando en la mesa las palmas de las dos manos, para no forzar la musculatura del abdomen que todavía no ha acabado de cicatrizar. Introduce el informe en una cartera de cuero junto al largo artículo que había estado escribiendo durante toda la noche y que, esta vez, el London Times no iba a tener más remedio que publicar. Desde el ventanal puede ver en un ensanchamiento del bulevar, junto a los restos de la antigua muralla, los cuatro cañones franceses del siglo XVII, pulidos y brillantes, apuntando agresivamente, igual que todas las incógnitas, hacia España. Piensa que dentro de pocas horas su amigo Garcés estará a bordo del carguero Arrow, que lo llevará a las costas andaluzas. Kerrigan respira con preocupación. Mira las dos agujas de su reloj de pulsera superpuestas marcando las doce y se despide del encargado con un rápido apretón de manos.

Antes de salir del edificio, observa aprensivamente el movimiento de la calle durante unos minutos, una precaución que se había vuelto habitual desde el incidente de la dársena: los quioscos de prensa con los periódicos amarilleando expuestos al sol, una muchacha discutiendo el precio de unas babuchas a la sombra de un toldo, escasos paseantes, grupos de tangerinos bebiendo té en una terraza. Nada que merezca alertar su atención. Kerrigan sale del portal y se adentra en la luz del mediodía. Los edificios le parecen ligeros, transparentes, como si flotaran. Un vendedor de fruta vocea su mercancía mientras pedalea sudoroso con el carro enganchado a la bicicleta; siluetas que se cruzan, algunos rostros tan transparentes como la ciudad a causa del resplandor. «Así es también mi rostro en este momento», piensa Kerrigan, mientras camina hacia la oficina de telégrafos de la rue es Siaghin. Ha habido muchas mañanas y trayectos como éste en distintas épocas del año. Durante meses se ha dejado impregnar por el aire de la ciudad, por la perspectiva de las calles, el olor de sus callejones, los semblantes vagamente familiares de sus habitantes, pero hoy por primera vez no la siente como algo suyo, sino más bien como algo que recordará algún día, dentro de mucho tiempo, y en ese momento tiene conciencia exacta del gran abismo de lejanía que lo separa de su país. La nostalgia anticipada le hace rememorar su llegada a África, el día que conoció a Alonso Garcés en el casino militar de Melilla. Lo recuerda de pie encima de una mesa, descamisado, con una copa en alto, brindando por la recién proclamada República y hablando de láminas y de estratos con una elocuencia que no sólo le pareció poética sino científicamente precisa. Desde esa primera vez, había sentido por él una peculiar inclinación, quizá porque el español conservaba ese profundo romanticismo de la juventud que él había perdido hacía ya demasiado tiempo. Era un tipo raro de militar, metido en su propio mundo, excesivamente franco y confiado, con una ingenuidad que en ocasiones resultaba desconcertante y, al mismo tiempo, tenía algo demasiado complejo, que acaso tuviera que ver con las cosas que uno nunca acaba de conocer de sí mismo. Kerrigan se queda un rato evocando el gesto silencioso de su amigo cuando permanecía quieto, mirando alrededor con cara de jugador de póquer, de un modo en que era imposible saber lo que estaba pensando; hermético y abismado. Tal vez era algo relacionado con la sentimentalidad española -piensa el periodista-, una sensación que se crea desde dentro, como el coraje o el sentido de la lealtad y toda esa mística del alma y la sangre. Kerrigan hunde las manos en los bolsillos de la chaqueta y deja la mirada perdida vagando por los recuerdos. La última reflexión le lleva al momento diferencial que hizo individual esta particular mañana, distinguiéndola de todas las demás, estableciendo una frontera perfectamente delimitada, una barrera detrás de la cual algo se había perdido para siempre. El corresponsal del London Times vacila un momento, mirando la curva de la calle, el trozo de cielo cerrado en torno a la valla de un colegio, la luz endurecida, sus pigmentos grises y anaranjados, golpes de sol extendiéndose como llamas por lo alto de las terrazas. Otra vez la tentación moral de reconstruir mentalmente los hechos, de rebobinar el pensamiento del principio hacia atrás, buscando justificaciones: habían pasado tantas cosas desde la partida de Garcés y, sin embargo…: nada, piensa Kerrigan para sus adentros. Nada que se pueda contar o que sirva de disculpa ni que le exima de dar explicaciones, como si todo lo sucedido fuera de algún modo ajeno a su voluntad, y ahí radicaba precisamente el misterio; igual que cuando yacía desnudo junto a Elsa Quintana, siempre con la luz apagada, inmóvil, sin querer regresar al mundo, o la primera vez que la vio dormir. Pero entonces era amor y ahora quién podría decir lo que era. Tal vez un sentimiento de desolación personal, de inutilidad, sabiendo como sabía que nadie puede proteger siempre a nadie. A veces las palabras sólo sirven para disimular nuestras obsesiones. Quizá el amor fuese un concepto demasiado opresivo sobre el que no puede existir ninguna clase de certidumbre -sigue reflexionando el corresponsal del London Times-, y probablemente ella no necesitase en realidad tanta protección. Era fuerte y joven, todavía inmortal. No sabía nada del tiempo y ¿qué es el amor sin el tiempo?… El sol, los días, las cosas que hay y no se conocen, innumerables inviernos, y eso de querer morirse a veces. Resulta tan sencillo enamorarse, sin embargo, ¿qué significa ese sentimiento en el fondo? ¿Hasta dónde puede uno llegar? ¿Acaso lo sabe alguien cuando se enamora? La quería a su lado y punto. La quería en su cama.