Durante los días de su convalecencia, los sonidos de la ciudad se apaciguaban en la quietud de la alcoba con una morosidad en la que no concordaba el tiempo exacto del calendario con el de su memoria. Mientras los cantos de la fe entraban en el aire, él acariciaba el cuerpo de Elsa Quintana tendido a su lado, la sombra del ventilador por encima de ellos, refrescándoles la piel. En el seno izquierdo tenía una pequeña mancha de nacimiento en forma de media luna rosada. Le gustaba tocar aquella aureola donde la epidermis era más sensible. Ponía allí su boca como si besara un lugar sagrado. Cuando lo hacía, ella lo miraba con cierta superioridad, consciente de su poder en ese instante. La de la mirada altiva.
Aquella mañana había rozado la pequeña marca pálida con la lengua para despertarla deliberadamente, dejándose llevar por el flujo del deseo, después deslizó la palma de la mano por el sudor de su hombro bajo los huesos marcados de la clavícula y a continuación por otros lugares codiciados de su cuerpo, hendiduras y pliegues que auscultó delicadamente, a tientas, con la yema de los dedos, la piel cálida entre los muslos que acarició con los ojos cerrados hasta percibir la humedad en el tacto como una señal esperada que lo impulsó a alzarse sobre ella, apresándola en el abrazo, apartándole el pelo de la cara para descubrirle la frente y mirarla antes de volcarse entre sus piernas con una urgencia ya despojada de preámbulos, buscando a ciegas la manera de abrirla, levantándose y curvándose en cada embestida, tratando de retrasar el momento, de no rendirse aún, percibiendo en las ingles los golpes de la sangre sin poder ya contener su violencia, jadeando mientras ella le hincaba las uñas en los brazos y lo miraba con un brillo de impaciencia en los ojos, repentinamente seria, con la boca mojada y los rasgos contraídos, esperando tensamente la llegada del primer golpe de placer. Gemidos, medias palabras, sonidos apenas humanos… La lengua recorriendo la boca y la nariz y los párpados, los cuerpos apretados en el ímpetu de la culminación, manifestándose ruidosamente; la respiración de los dos confundida, al borde del desfallecimiento o del grito que sofocó la almohada. Se incorporó alzando la cabeza al ritmo de las últimas contracciones que aún lo estremecían y fue entonces cuando escuchó el leve crujido de la puerta y fugazmente alcanzó a ver a Alonso Garcés, su expresión de pavor cuando se quedó quieto en el umbral, eligiendo para volverse invisible la actitud de sumisión y desconcierto de un condenado, parado al filo de una revelación que se negaba a creer, como si estuviera intentando inútilmente comprender y a la vez proteger algo dentro de sí mismo. Parecía más joven que nunca. Los ojos fijos en el agravio con persistencia ciega, como ante un foso que lo separara del mundo. Después lo vio bajar la mirada, antes de cerrar de nuevo la puerta despacio, sigilosamente, con la misma aprensión con que se abandona la habitación donde alguien acaba de morir.
Nada sucede del todo hasta que no es descubierto. Kerrigan no se movió al final, permaneció todavía un momento dentro del cuerpo de la mujer, sin querer regresar a la realidad, hasta que lentamente el cuarto volvió a tener sus contornos de siempre, a llenarse de sonidos procedentes del exterior, mientras su mente volvía a ese estado mortal de la conciencia donde cada acto tiene efectos e implicaciones y consecuencias. Se levantó a correr las cortinas sin decirle nada a ella, para no perturbar su estado de somnolienta complacencia. Entró en el baño y echó el cerrojo. Se mojó la cara y apoyó las manos en el borde del lavabo, con toda su corpulencia, como si su cuerpo fuera una pesada carga. Nunca había creído en la permanencia, pero aún creía en la amistad tanto o más que en el amor y hubiera dado cualquier cosa por que Garcés se hubiese enterado de otro modo. O tal vez no fuera únicamente eso lo que le importaba, sino sus posibilidades ante la eventualidad de un cortejo disputado. Hay momentos de tensión en la vida de un hombre en que se mezclan nociones opuestas con tal intensidad que llegan a paralizar su cerebro, las ideas más nobles y las más vulgares, sentimientos enfrentados, y entonces, incluso siendo inteligente, poco puede hacer en contra de su naturaleza y de sus obsesiones. ¿Podría la experiencia, llegado el caso, aspirar a ser una carta tan buena como el vigor o la juventud en el juego sexual? No lo creía. Su cabeza rozó la lámina fría del espejo por encima de la repisa con los útiles de afeitado y una sensación de descenso y de caída o de gravedad vino a tentarlo. Qué ingenuo pensar que a su edad era imposible ya que una mujer le costase a un hombre la vida, la libertad o pusiera en entredicho sus lealtades. De nuevo la marejada de angustia. Pero las cosas siempre ocurren como ocurren y no como uno hubiera deseado. Se miró a sí mismo, renegando del reflejo fragmentado que le devolvía el espejo. Cuando somos jóvenes no nos autocontemplamos -pensó-. Lo hacemos cuando somos viejos y nos preocupa nuestro nombre, lo que de nuestras vidas quedará en el futuro. Al envejecer es cuando Narciso desea una imagen enaltecida de sí mismo. Sintió cómo se apoderaba de él una creciente sensación de ruina física, que estaba también dentro de todas las cosas que lo rodeaban, en el esmalte saltado de la bañera, en los grifos del lavabo goteando y en la palangana de hojalata debajo de la letrina. Permaneció así inmóvil en medio del olor a desagüe y el ruido de las cañerías, hasta que poco a poco el aire tibio fue secando su piel, como seca las lágrimas en los ojos, la saliva en la boca o el semen en el cuerpo.