Dame un mapa y te descubriré el mundo, decía siempre Garcés. En el código de honor de su Sociedad Geográfica no tenía cabida la traición. Dame un plano y te mostraré una habitación con vistas al sector occidental de la medina, al barrio de los tintoreros y a los sótanos de mi alma, reflexiona Kerrigan para sus adentros con pesadumbre, saboreando ya de antemano la amargura de una decisión irrevocable, las pupilas dilatadas como las del chacal que mira con un ojo hacia atrás y con el otro el camino que está pensando tomar. Cuando regresó a la cama se quedó observando el tapiz que colgaba en la penumbra de la pared, donde una ninfa desnuda con los ojos vendados sostenía una copa en la mano y parecía sonreír enigmáticamente hacia algún lugar fuera del cuadro.
XXV
Tánger al anochecer.
La humedad condensada da al aire una opacidad de polvo de piedra. Calima. Nubes densas a ras del suelo.
Elsa Quintana va caminando delante, con el bolso sujeto contra el costado y los ojos bajos, contemplando el firme irregular. A pocos pasos Garcés y Kerrigan la siguen en silencio, sin hablar entre ellos. Avanzan hacia la última dársena por lo que queda del antiguo muelle construido por los portugueses. Pasan entre mástiles de grúas de color naranja y barcos a medio desguazar con los cascos herrumbrosos metidos en la neblina. El olor del óxido se mezcla con los aromas rancios de las mercancías que alguna vez han transportado en sus bodegas: sémola, té, cítricos, aceite… La ciudad se ve al fondo encaramada, con pequeños faroles encendidos que fluctúan entre las casas como las llamas de un altar votivo. En pocos minutos se ve asomar por la escollera Norte la punta de proa de una embarcación. El Arrow se abre paso maniobrando con dificultad por el estrecho paso entre la dársena nueve y el pequeño espigón gris del amarradero. Garcés se despide de Elsa Quintana. La mira, se frota el lóbulo de la oreja, introduce las manos en los bolsillos del pantalón, los puños cerrados sobresalen con tirantez a través de la tela. Después se inclina un poco hacia adelante, dubitativo durante un par de segundos, antes de rodearla con un abrazo en el que caben todas las cosas que tal vez podían haber ocurrido de otro modo. El corresponsal del London Times presencia con un vago despecho la intensidad con la que se evalúan el uno al otro, el punto en que sus sonrisas coinciden y se iluminan recíprocamente. Tiene la melancólica sensación de estar desplazado, fuera de foco, de que bastaría con que abandonase la escena para ser olvidado. Le parece haber, vivido ya todo esto antes, en otra ocasión. Pero se siente mucho más cansado esta vez. Al fin y al cabo los dos son jóvenes, piensa. Tienen una causa. Podrían fundar una dinastía de dioses. Lo que vuelve más absurdos y humillantes sus celos es que sólo sabe expresarlos cínicamente, con el mayor desdén hacia sí mismo. Una forma meticulosa e implacable de mortificación que al mismo tiempo le proporciona cierto placer, como si hubiera algo gratificante en la liberación moral que experimenta a cambio. Después de unos minutos que duran eternamente Garcés se vuelve hacia él, recoge la cartera con los informes del Instituto Pasteur que debe entregar al gobierno. El expediente contiene datos suficientemente precisos como para que el gabinete republicano pueda calibrar su capacidad de afrontar las bombas enemigas. En una esquina de la noche, ante la mirada dividida de la mujer, los dos hombres se estrechan las manos.
– Buena suerte, español -dice Kerrigan.
Garcés no responde nada, sólo lo mira con un gesto afirmativo, seco, adelantando el mentón. Su mirada es silenciosa, fósforo puro, pero no carece de significado. Todo está ahí, conversaciones, complicidades, rencores por debajo de la amistad que permanece inexpresada. Son tres siluetas en la penumbra, insignificantes, tan diminutas como un puñado de dados arrojado al azar marcado de la guerra. Después se da la vuelta para disponerse a saltar al bote de pescadores que ha de llevarlo hasta el Arrow.
Ya a bordo, Garcés se vuelve hacia Kerrigan, alargando por encima del muelle el esbozo de una sonrisa mínima que es al tiempo sincera y ausente.
– Feliz Navidad -dice, de pie sobre la barca, oscilando con el balanceo sinuoso del mar.
Nada más. El agua gris, las grúas, la voz amortiguada por la cinta de niebla… Kerrigan siente repentinamente un confortable calor como de astillas crepitando en una hoguera. Aquellas dos palabras continúan ancladas en su memoria, perfectamente nítidas, porque para él pertenecen al tiempo en el que todo estaba en los inicios, cuando aún nada había ocurrido aunque tal vez todo estaba ya por suceder. Baja la vista hacia los pies como si estuviera concediéndose una pausa necesaria para pensar en ese desafío de cosas remotas que es a veces la camaradería entre dos hombres. Permanece así un instante con un paso indeciso que le hace rebrillar la punta del zapato. Después levanta el rostro cargado con los pensamientos, pero antes de tener tiempo de responder a la consigna navideña, algo le impulsa a volverse de espaldas instintivamente hacia el otro extremo de la dársena. En el cementerio de barcos se intensifican las sombras. Y allí, medio oculto por una columna de cajas apiladas, inconfundible, con el cráneo rapado y los ojos bien abiertos, como si llegara a una cita minuciosamente programada, el sicario de H &W espera en silencio. Su presencia no sería determinante de no ser por el objeto cromado que sostiene en la mano derecha con el cañón apuntando hacia el límite de la escollera. En ese instante Kerrigan comprende que debe actuar antes de que Garcés y Elsa se den cuenta de la situación.
– Sube al barco -le ordena con brusquedad a Elsa Quintana.
– ¿Te has vuelto loco?
– Haz lo que te digo.
– Pero qué…
Por un instante ella no sabe qué decir. Sus ojos brillantes están fijos en los de Kerrigan con una expresión desarmada en la que no hay más constancia que la del apremio de los sucesos que se acaban consumando por su propia imprevisión y contrariedad.
– Escucha. Quiero que subas ahora mismo a ese barco -dispone Kerrigan, enérgico, extrayendo del bolsillo interior de la americana el pasaje que había adquirido para ella en la Pover Line. Después tomándola firmemente por los hombros, duro y desafiante, sin dejar de mirarla, añade-: No hay nada aquí que te concierna…