Elsa Quintana alza la cara con expresión de gravedad, enmudecida, dolida con él y consigo misma, comprendiéndolo todo de pronto o creyendo al menos que lo comprende: la premeditación, los silencios, las cosas que suceden y se ignoran, el modo en que la decisión había estado pesando sobre ellos, imperceptiblemente, desde la llegada de Garcés.
– ¿Cómo puedes decir eso?
– Es la verdad -miente Kerrigan. Una mueca fría de indiferencia le desfigura el rostro. El vacío que percibe en su interior se va extendiendo hasta sus piernas haciéndolo tambalearse. Si alguna vez quisiera verdaderamente llorarle en la falda a una mujer, le sería imposible, como atravesar un muro. Aprieta los dientes hasta notar la rigidez endurecida de los músculos de la mandíbula. Antes de que le dé tiempo a volverse atrás en su resolución, un impulso ciego y desolado, del todo irracional, lo saca de su entumecimiento y proyecta una firmeza imperiosa en su cerebro.
– Sube de una maldita vez -repite perdiendo la paciencia y empujándola de un brazo hacia la escalerilla del muelle, sin darle oportunidad de rechistar.
– Por favor, Philip… -insiste ella. La voz grave, íntima, un poco ronca, alargada en la oscuridad como un eco lejano. Detrás de la voz, se tuercen los peldaños cubiertos de verdín, hundidos en el agua.
Kerrigan todavía la ve mover los labios durante unos segundos, pronunciando palabras de súplica que ya no escucha, atento especialmente a la sombra que se mueve junto al círculo sucio del farol que alumbra en la curva de la dársena.
– ¡Largad amarras! -grita ahuecando la mano en la boca hacia la pequeña embarcación que aún permanece fondeada de proa al viento.
Kerrigan mide mentalmente la distancia que lo separa de su oponente. Siente acelerársele el pulso mientras saca la Astra del interior de su chaqueta de verano. Mira otra vez hacia el interior de la chalupa y ve que Elsa ya está arriba ayudada por Garcés, su rostro, iluminado desde abajo por el foco de una linterna, tiene una palidez fantasmal. Una mancha pequeña de luz que sube y baja con el movimiento del mar. Faros en la niebla, balizas, bengalas… La pequeña embarcación desaparece a veces del campo de visión, como si fuera una boya diminuta. Ahora el individuo de los ojos de buey está a menos de veinte metros. El corresponsal del London Times calcula treinta segundos para ponerse a cubierto. El estampido del primer fogonazo llega hasta él un segundo después de sentir un impacto debajo del hombro que lo hace girarse a medias. Ve que el tipo intenta alcanzar el barco saltando desde el castillo de proa de uno de los transbordadores de desguace. Otro estampido sacude el aire dejando en la atmósfera una humareda de olor acre. Kerrigan siente que únicamente le queda una carta, y el instinto le aconseja jugarla sin demora. En el relámpago de un solo gesto da un salto hacia las piedras del dique apoyándose con las manos para no dejarse llevar por el agua que golpea el flanco del muelle, arrastrando los pies, se encarama en la plataforma de enganche de una grúa. Arrima la espalda contra el metal, buscando un punto de apoyo, sujeta la pistola con las dos manos. Se siente débil, nuevamente la visión borrosa. El orificio por donde entró la bala es un boquete sanguinolento y fibroso de tela y carne desgarrada que siente como un alambre de púas mordiéndole el corazón. El peso del plomo lo hunde en la oscuridad. Con un esfuerzo de máxima concentración, apunta achicando los ojos, afirma el índice sobre el gatillo y dispara, una vez, otra vez. Todo empieza a darle vueltas, le parece oír la voz lejana de Garcés desde el barco pero no puede entender lo que dice. Entonces vuelve a mirar en la misma dirección en que habían sonado sus disparos y ve a aquel sujeto inclinado sobre la barandilla del transbordador de desguace, iluminado por el rojo sangriento de un farol, con el cráneo y los brazos colgados hacia afuera, balanceándose contra el casco oxidado, hasta que el peso del cuerpo vence la resistencia y se precipita sobre el agua con un chapoteo sordo. La chalupa ha conseguido llegar hasta el Arrow. Ahora Garcés y Elsa Quintana suben por una escalera de cuerda que les tienden desde el alerón de proa. Dos figuras apenas distinguibles en la bruma.
Lejos, recostado contra el muro del espigón se pudre el casco de un paquebote. Philip Kerrigan permanece de pie. A su izquierda ve un pájaro blanco que planea bajando. El mar se ondula suavemente con los añiles aceitosos y los plomos violetas que deja el petróleo espejeando en la superficie del agua. Voces lejanas y bocinas se quiebran en la distancia. El corresponsal del London Times sigue quieto respirando dentro del enorme círculo que enmarca la bahía. Solo. Inmóvil. Su estado de ánimo no tiene que ver con aquel continente, ni con ningún lugar en toda la vieja tierra. Es algo de otra índole más fuerte que la amistad o cualquier forma de amor, una especie de pudor instintivo y solitario como el de los animales que se ocultan cuando van a morir. Respira pausadamente. Tranquilo por no sentir alivio ni tristeza. El pensamiento no le pesa. Está apoyado en el poste, a un lado de la grúa, con una mano apretada sobre el costado, presionando la herida del pecho. El pitido ronco y breve de la sirena del barco cruza la atmósfera. Kerrigan observa la última mancha de la gaviota en el aire, mientras se va dejando resbalar hacia el suelo con las rodillas flexionadas, dentro de un óvalo negro de alquitrán.
A lo lejos, con el puente y la cubierta iluminados, el Arrow se abre paso entre las luces de color verde y rojo de la bocana, ganando velocidad, deslizándose hacia el mar abierto.
A finales de julio de 1936, el buque alemán Usaramo zarpó de Hamburgo con setecientos setenta y tres artículos de carga: diez Junquer 52, seis Heinkel-51, ametralladoras antiaéreas, bombas, municiones y abundante material para los aviones que debían transportar las tropas de Franco a través del Estrecho hasta Sevilla y Jerez de la Frontera. Al mismo tiempo, doce cazas Fiat C.R. 32 y varios bombarderos Savoia-Marchetti de la Fuerza Aérea Italiana fueron enviados desde Cerdeña. Una conocida empresa alemana afincada en el Norte de África fue la encargada, bajo la supervisión directa de Goering, de hacer llegar los pedidos de los fabricantes de armas a la España nacional.
El 22 de julio, el gabinete británico decidió desestimar las consideraciones del gobierno legal español y aceptar la petición de Franco de cerrar los puertos de Gibraltar y Tánger a la flota republicana. Esta decisión del Whitehall vino a culminar la política de absoluta permisividad hacia las actividades del eje ítalo-germano en la península y supuso una de las principales bazas diplomáticas para el bando de los militares golpistas.
Durante todo el verano de 1936 grupos de republicanos residentes en el protectorado de Marruecos intentaron cruzar el estrecho desde Tánger y alcanzar la costa meridional de España para incorporarse a la lucha antifascista. Algunos lo consiguieron. Otros no.
Notas finales yagradecimientos
Algunos libros han sido de gran ayuda para mí en la investigación previa a la escritura de esta novela. Entre ellos: La Alemania nazi y el 18 de julio, de Ángel Viñas; The British Government and the Spanish Civil War, de J. Edwards, y el ensayo dirigido por Paul Preston La República asediada, especialmente los artículos de Enrique Moradiellos sobre «La imagen oficial británica de Franco durante la guerra civil» y de Christian Leitz sobre «La intervención de la Alemania nazi en España y la fundación de la empresa Hisma/Rowak». También han sido decisivos los libros Nadadores en el desierto, de Ladislaus E. Almásy; Arenas de Arabia, de Wilfred Thesiger, y las crónicas de los viajeros del siglo XIX, Aly-Bey y Charles de Foucauld. La documentación sobre las expediciones realizadas por la Real Sociedad Geográfica de Madrid, cuyos boletines se hallan en el Archivo Histórico Militar, me facilitó el acceso a los diarios de ruta, en cuyas descripciones me he basado para, a partir de ellas, evocar libremente el desierto del Sahara en la que fue la última travesía organizada por la Sociedad Geográfica. La ciudad de Tánger en el año 1935 está recreada a partir de la Gran Enciclopedia Universal Ilustrada editada por Espasa en el primer tercio del siglo, que me proporcionó amablemente el arquitecto César Pórtela. Me gustaría apoyar desde estas páginas el llamamiento de numerosos intelectuales marroquíes para salvar de la destrucción el Gran Teatro Cervantes de Tánger, fundado por el español Manuel Peña en 1913, en el que transcurre un capítulo de esta novela y que jugó un papel histórico en el desarrollo artístico y cultural de la ciudad, ya que fue destino obligado para las mejores compañías españolas, europeas y árabes en el período de entreguerras. Sería lamentable que la especulación y la desidia acabaran con el desmantelamiento de este edificio.