Anochecía y la oscuridad empezaba a puntearse de pequeñas luces amarillas. Entonces su abuelo abrió la puerta del despacho donde trabajaba y con la austeridad que lo caracterizaba le enseñó un atlas geográfico encuadernado en tela azul, con grandes letras doradas en el lomo. Afuera la lluvia del Norte golpeaba los castaños con un rumor de tempestad. Aquel día aprendió el nombre de los océanos y de los continentes, le cautivó la forma de África como un corazón grande y se juró que un día recorrería palmo a palmo aquellas montañas escarpadas que tenían un color parduzco en el mapa, las islas perdidas, las selvas misteriosas cuya humedad vegetal casi podía sentir bajo los pies, los arenales como yunques al sol, la madera de juncos en la desembocadura de los ríos y la ruta de los antílopes sobre las praderas, los lugares lejanos que iba señalando con el dedo mientras leía sus nombres con una devoción ignota que lo hacía estremecerse al pronunciarlos: el Nilo, el desierto de Libia, los Grandes Lagos, el Kilimanjaro… Todo empezó ahí: la tentación cautivadora de los vientos, sus caóticas mareas de aire, la sugestión por las constelaciones rotatorias, por las señales bioluminiscentes que guiaban a las aves en sus migraciones, escuchar el débil gemido de una roca a través del cronómetro de radiocarbono. La memoria humana está codificada también en lascas y sedimentos y magnetismos. Se anhela un lugar con la misma extraña fidelidad con la que los minerales imantados señalan el polo magnético. Garcés evoca el recuerdo de aquellos diarios de viajes emprendidos por la Asociación Española para la Exploración de África, que su abuelo conservaba en varios tomos encuadernados, las expediciones del siglo XIX por el norte de Marruecos para localizar la fortaleza de Santa Cruz de Mar Pequeña, el actual Sidi Ifni, los primeros intentos de penetración hacia Río de Oro, el reconocimiento del territorio litoral desde Oued Dráa hasta cabo Juby… Casi podría reproducir de memoria los dibujos a plumilla que ilustraban el texto, la calidad de las representaciones cartográficas. Los nombres de Joaquín Gatell, Fernández Duro, Cervera, Quiroga, Rizzo o Bonelli pertenecían para él a una categoría heroica. No sabe exactamente en qué momento se perdió esa fascinación, pero piensa que hace ya tiempo que la relación del hombre con el territorio está envenenada. ¿Qué puede tener en común el patriotismo de las salas de banderas con las superficies oscuras, las llanuras vastas y silenciosas, solas en la noche, las regiones infructuosas entre países que no están hechas para pertenecer a nadie?
La voz del periodista lo saca de sus meditaciones. Kerrigan lleva varios minutos hablando sin apenas interrupción, el tono neutro, los brazos cruzados en el borde de la mesa, fechas, detalles, conjeturas… una reciente gestión secreta en Londres por la que se advertía a las autoridades británicas de la inminencia del golpe.
– Eso es todo lo que he podido averiguar -concluye finalmente.
La única luz que rodea el reservado del restaurante es la procedente del mar, el cielo amarillo y blanco por encima del agua. Unas rápidas ondas de música árabe suben del piso de abajo. El camarero pasa con una bandeja serpenteando entre las mesas. Garcés mira abstraído hacia las instalaciones del puerto, por encima de los tejados de cinc: los marineros martilleando el casco de un carguero para limpiar el óxido, la calle inundada de sol, el trajín de los empleados de los almacenes. Reflexiona sobre las palabras de Kerrigan y opina que quizá estén pagados por los alemanes o por los italianos o por los ingleses o por todos ellos al mismo tiempo. La imparcialidad siempre es ilusoria ante los asuntos económicos y una ciudad que vive del contrabando sólo se mantiene bajo la máxima de que nadie puede confiar en nadie. Al otro lado del muelle un camión que maniobra frente al destacamento de la policía aduanera lo hace salir de su abstracción; y espasmódicamente su vista recupera el foco normal y vuelve al tema de conversación que les ocupa.
– Después del fracaso de la sanjurjada, no creo que haya nadie en el Ejército que se atreva a repetir semejante aventura suicida, si es eso en lo que estás pensando -dice con más optimismo que convencimiento.
En realidad, no quiere considerar esa posibilidad. Pero enseguida se arrepiente del comentario, porque Kerrigan se queda mirándolo con un pequeño brillo en los ojos, la boca apretada y una expresión de burla impasible en el rostro.
– ¡Por el amor de Dios, Garcés! Alguien tendría que contarte alguna vez la historia del mundo.
– Está bien -replica finalmente el español, frunciendo el ceño, algo molesto por el comentario. Da una calada profunda al cigarrillo que sostiene entre los dedos, el humo sube casi en línea recta hasta el ventilador-. Veré de qué me puedo enterar.
Sabe exactamente que investigar el asunto significa días o semanas de retraso en su expedición. Además, piensa que Kerrigan concede demasiada importancia a algunas cosas. En más de una ocasión ha tenido que escuchar sus críticas al gobierno británico y a las democracias occidentales por negarse a ver el giro que, a su juicio, estaban tomando los acontecimientos en Europa. Alemania era otro de sus temas. Garcés considera que muchas de sus opiniones continúan ancladas en un pasado tan lejano como la fotografía que ha visto en su cuarto de la rue des Chrétiens en la que un Kerrigan increíblemente joven permanece de pie junto a un convoy militar con el anticuado uniforme de la Gran Guerra. Sus temores le resultan a Garcés disparatados, pero a veces estas charlas le producen un extraño sentimiento premonitorio que se suma a la sensación de estar asistiendo a la explicación didáctica de un maestro a su discípulo. Tal vez por eso añade con cierto deseo de resarcimiento:
– Pero a cambio tendrás que cederme a Ismail cuando salgamos para el Sahara.
La respuesta cambia la expresión grave del periodista y lo hace reír sordamente y mover la cabeza hacia los lados con una mezcla de complicidad y reconocimiento.
– De acuerdo -responde, aceptando el trato.
Obstinado, ese era el adjetivo que mejor definía a su amigo: de piñón fijo. Podía hundirse el mundo, pero eso no iba a alterar sus proyectos. El corresponsal del London Times piensa que nunca acabará de entender a aquel tipo.
– Discúlpeme -dice una voz-, ¿no es usted Philip Kerrigan?
El periodista levanta los ojos hacia un barman de rostro africano impecablemente vestido con chaquetilla blanca de botones dorados y fajín granate.
– Sí, yo soy -responde con cierta sorpresa.
El camarero le acerca deferentemente una pequeña bandeja sobre la que reposa una tarjeta con el emblema del Foreign Office, firmada por Mr. George Masón, convocándole para una entrevista urgente en la embajada.
– Debe de ser importante. Tal vez quieran retirarme el permiso de circulación -bromea Kerrigan al tiempo que se levanta y se despide de Garcés con un rápido apretón de manos.
Pero cuando ya se ha dado la vuelta, gira de nuevo sobre sus pasos como si de pronto hubiera recordado algo, y añade sonriendo con un guiño cómplice:
– Por cierto, creo que he visto a tu dama esta mañana en el Tingis.
Después encoge levemente los hombros antes de irse, dejando la frase en suspenso, sin esperar respuesta.
Garcés observa pensativo cómo Kerrigan le da la espalda y avanza hacia la puerta saludando a su paso, con su habitual cortesía inglesa, a algunos de los comensales que ocupan las mesas del fondo. Las últimas palabras han provocado un cambio en su estado de ánimo. Se recuesta hacia atrás en la silla con un gesto evocador. Siente una especie de calor hormigueante que no guarda relación con la temperatura que marca el termómetro, y que le produce una sensación física de lasitud, una vaga sensualidad ingrávida, distinta a la que marca los ciclos de la vida en Occidente. Las normas que rigen en las capitales europeas no tienen vigencia en Tánger. Tal vez la culpa sea de la ciudad, piensa, demasiado abyecta, demasiado hermosa. En un lugar así cualquiera puede arruinarse por amor o por odio antes de darse cuenta.