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Garcés, embebido en estas meditaciones, se da tiempo para acabar de saborear el café y encender un cigarrillo. Trata de dibujar en su mente el rostro de Elsa Quintana, pero sucede como tantas veces, que al recordarla su imagen se le niega o no acude por lo menos en toda su nitidez sino ambigua e indefinida, igual que una ilusión. Se pregunta cómo puede ser que una mujer de la que no sabe nada y que apenas ha visto durante unos minutos, acuda a su mente con tanta insistencia. Permanece así un rato, asomado al pozo sin fondo de todo lo que ignora, sin pretender tampoco buscar una explicación racional.

Al salir del restaurante las ondas de música se hacen más intensas. Garcés trata de descubrir en ella alguno de los secretos motivos que pueden llevar a los hombres a abandonar su país natal para vivir lejos y encontrar dentro de sí mismos la singularidad de otros compases que también sirven para magnificar la existencia. La inconsciencia y el sonido o la inconsciencia a través del sonido. Enfila por el malecón que delimita la dársena de pesca y se interna por la calle que sube en fuerte pendiente hacia la medina. Junto a la plaza de la kasbah los barberos trabajan al aire libre. Más arriba, dos niñas se demoran a la puerta de una casa en la interminable tarea de trenzar sus cabellos encrespados untados de aceite, y un vendedor, sentado en cuclillas, ordena sobre una estera la colección de pequeñas botellas de óleos y perfumes. Cuando Garcés pasa a su lado, descorcha uno de los frascos con gesto de ofrecimiento. La fragancia del ungüento se extiende dejando una estela dulzona de jazmín y glándula de gacela. Garcés sale de la medina y continúa caminando hacia el bulevar Pasteur, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, vagamente mareado, sin ser muy consciente del rumbo que van tomando sus pasos hasta que vislumbra, al fondo de la calle, la verja de hierro del Hotel Excelsior y entonces sabe de pronto, con un amago de condescendencia hacia sí mismo, que es exactamente ahí a dónde se dirige impulsado por una especie de tenacidad sin sentido, igual que si acudiera a una cita secreta que nadie ha concertado.

Viéndolo así, sentado en uno de los taburetes de la barra, mirando constantemente hacia el fondo de la puerta del bar, entre los huéspedes que entran y salen, podría parecer uno más de los muchos clientes habituales del hotel que a esa hora se resguardan de la fuerza del sol buscando la atmósfera refrescante de uno de los pocos locales de la ciudad donde se sirve alcohol. Pero Garcés se siente en ese momento tan inmune al calor como al hielo que tintinea contra el cristal de su vaso de whisky, atento sólo a la remota posibilidad de que el azar le conceda otra oportunidad de volver a ver el rostro que apenas recuerda. Hay tipos así, obsesivos, contumaces, que funcionan por corazonadas, individuos que van por la vida cargados de brújulas, barómetros, sextantes y mapas; que no aspiran a más gloria que la de contemplar los halos verde lima del amanecer por encima de una loma del desierto, los estratos de nubes alargadas sobre el horizonte, las manchas azafranadas del sol en las dunas para después alzar su perfil sobre hojas de papel milimetrado en precisos croquis topográficos; especímenes raros acostumbrados a tratar con los nómadas, amantes de la soledad y de los silencios geológicos de la tierra; personas que se sienten dioses cuando descubren una montaña negra de basalto, un lago carbonífero o la composición extraña de una roca; que nunca se acostumbran al cómodo ceremonial de la vida cotidiana con horarios establecidos y afeitado diario; tipos que aman los paraísos rotos, el lugar en el que no están y la mujer que no conocen, que tienen nostalgia de cosas imposibles de ser recordadas con claridad, tan huidizas como el rastro de una hoguera que humea en la oscuridad, entre las tiendas de un campamento; sujetos inadaptados, hombres que se dejan fascinar por el misterio de una voz, de un rostro en el que intuyen alguna clase de derrota. Y serían capaces de dedicar su vida a inventar un pasado para un nombre.

V

La mujer está asomada a la ventana, con los codos apoyados en el alféizar, mirando el cielo, las fisuras lácteas de las estrellas, esa dureza invitadora y temible del firmamento que le hace sentir una exaltación insólita, no por su belleza, sino por la certidumbre de haber alcanzado un grado más profundo de aislamiento. El relente le eriza el vello de los brazos. Una risa lejana llega desde la verja del jardín con un sonido extrañamente monocorde. Contempla las mesas y las sillas de mimbre entre las palmeras. La guirnalda de pequeñas luces sobre la pista de baile acaba de apagarse. Un farol brilla solitario en la puerta trasera del hotel. Ella está encerrada en sí misma, dentro de sus propios huesos, con plena conciencia de haber estropeado su vida para siempre. Su piel adelgazada denota una tensión recóndita en las finísimas venas que se transparentan azules a la altura de la sien.

La noche reproduce su cuerpo en el marco del cristal, los párpados enrojecidos, la cabeza inclinada, el pelo suelto sobre los hombros, el cigarrillo en los labios. Mira su imagen y no se reconoce; ya no sabe quién es ni qué le ha sucedido ni cómo. La frente ardiendo, el estómago acalambrado, una sombra de resignación curvándole apenas el vientre. Uno se siente así después del primer acto de amor o de la primera deshonra o del primer crimen. La oscuridad la va cercando como un animal quieto y mudo; percibe su presencia alrededor como hubiera deseado percibir quizá la muerte. Las mujeres dependen tanto de su orgullo…

Retrocede de espaldas en la penumbra del cuarto. Enciende la lámpara de la mesilla. En el círculo iluminado por el foco hay un sobre ya abierto con matasellos de España. Los dedos temblorosos de la mujer extraen la carta probablemente releída hasta la saciedad. Querida Elsa. Las palabras como zarpazos, una mentira que la va hundiendo. Por el momento, no puedo reunirme contigo. Sigue leyendo, con la mirada perdida, sin capacidad para dejarse engañar. Como sabes, la situación política anda revuelta y mi posición no facilita las cosas. Lo mejor es esperar. Creo que el dinero que te envío será suficiente por ahora…

Ella está tumbada en la cama, apenas rozada por la luz. La barbilla temblando, las lágrimas resbalando calladamente hacia el nacimiento del cabello. En el recuerdo, el barro rojo del corral con los álamos y la alberca seca. Imágenes descabaladas se atropellan en su memoria: lo ve a él, al hombre que había torcido el rumbo de su existencia, tal como lo vio aquella primera vez en el cortijo, muy alto, con la camisa abierta y pantalones de montar. Ella acababa de cumplir veintitrés años y todavía era una señorita de buena familia, sin experiencia, incapaz siquiera de soñar que varios meses después estaría acostada a su lado, sobre los montones de paja seca, jadeante y desconcertada porque nada había sucedido exactamente como ella esperaba. El recuerdo va cobrando en su mente una consistencia física, tácticlass="underline" nota en la cara el aliento de él, la aspereza de la barba, la boca descendiendo hacia su cuello para besarla, aullándole palabras inauditas que la despojaban de sí misma y le hacían perder la conciencia del tiempo y del lugar donde estaba. Su respiración le rozaba la nuca, con ese tono impostado de súplica que adoptan los hombres aunque sepan ya que nada les va a ser negado y ella buscó apoyar la cabeza despeinada contra su hombro porque se sentía desfallecer y permaneció inmóvil mientras él le acariciaba el pecho, demorándose en la aureola oscura de los pezones y descendiendo después hacia la hendidura húmeda del pubis. La miraba con pupilas ansiosas y fijas, la tanteaba tratando de sujetarla y de abrirla pero ella se negaba retadora y eludía sus labios, manteniendo con dificultad las piernas juntas porque le daba miedo abandonarse a aquella violencia masculina que no admitía demora, pero todavía más temía al fuego desconocido que le estaba subiendo por las venas y que la hacía contraerse y respirar entrecortadamente con las aletas temblorosas de la nariz y los ojos entornados hasta que ya no pudo resistirse más, envenenada de pronto por el olor fosco, animal que emanaba de sus cuerpos y por aquella tentadora dureza que le rondaba el vientre, que la iba doblegando. Fue ella finalmente quien separó las rodillas y lo condujo con una sabiduría recién adquirida, entreabriendo su sexo con las manos para recibirlo, atreviéndose a crudas caricias y a palabras que nunca antes había pronunciado, rendida, ansiosa, implorante, sobrecogida por el súbito estremecimiento de que las piernas apenas podían sostenerla, como en el vértigo anterior a sufrir un desmayo. Rodaron por el suelo, los dos con el pelo sucio de paja, él volcado sobre ella, enceguecido, moviéndose a un ritmo cada vez más rápido, ciñéndola y apretándola, con una violencia emboscada que los mantenía trabados, anudados, confundidos, medio matándose. Como dos fieras.