—La motivación —prosiguió Dea— no es mi departamento. —Hizo una pausa—. Quiero que conste que cualquier examen externo cuidadoso pudo haber descubierto todo esto. Yo lo he visto enseguida. Un técnico experimentado, aunque no fuera médico —dijo y lanzó una mirada glacial—, un técnico que es tuviera prestando atención a lo que hacía, claro, tendría que haberlo visto.
Miles también miró a Karal a los ojos, esperando.
—Así que murió aplastada… —susurró Harra. Tenía la voz quebrada de rabia y desprecio.
—Milord —dijo Karal, con cuidado—, lo cierto es que sospeché la posibilidad…
Sospechar, una mierda. Lo sabías.
—Pero creí… y todavía creo… —sus ojos expresaban un desafío cauteloso— que si se armaba revuelo, sólo conseguiríamos causar más dolor. Ya no se podía hacer nada por el bebé. Mis deberes son para con los vivos.
—También los míos, portavoz Karal. Por ejemplo, mi deber para con el próximo pequeño súbdito imperial que se encuentre en peligro mortal por los actos de aquellos que deberían ser sus protectores, y todo por la falta grave de ser —y Miles dejó escapar una sonrisa extraña— físicamente diferente. Desde el punto de vista del conde Vorkosigan, éste no es sólo un caso más. Es un caso testigo, la muestra de miles de casos… Revuelo… —hizo sonar la erre con fuerza. Harra se hamacaba al ritmo de su voz—. Todavía no ha visto nada.
Karal dejó de hablar como si lo hubieran doblado en dos y guardado en un rincón.
Después vino una hora de operaciones que sólo dieron datos negativos; no había más huesos rotos, los pulmones de la criatura estaban limpios, su aparato digestivo y su corriente sanguínea libre de toxinas, excepto las que provenían de la descomposición. El defecto por el que había muerto no se extendía hacia la columna, informó Dea. Una cirugía plástica muy simple habría podido corregir la boca de gato si la niña hubiera podido acceder a ese tipo de operación, claro. Miles se preguntó si esa afirmación consolaba a Harra y pensó que, con toda seguridad, la angustiaría más aún.
Dea volvió a armar su rompecabezas de intrumentos y Haría envolvió el cuerpecito con pliegues pequeños, significativos. Dea limpió los instrumentos y los puso de nuevo en sus fundas y se lavó las manos y los brazos y la cara en el arroyo y se tomó un tiempo demasiado largo para que se tratara simplemente de higiene, pensó Miles. Mientras tanto, el gorila volvió a enterrar el féretro.
Harra hizo un pequeño hueco en la tierra sobre la tumba, colocó ramitas y pedazos de corteza dentro y quemó un mechón de su cabello lacio.
Miles, cogido por sorpresa, buscó en sus bolsillos.
—No tengo nada que pueda quemarse —se disculpó.
Haría levantó la vista, sorprendida por el ofrecimiento que implicaban las palabras del hijo del conde.
—No importa, milord. —Su pequeña pila de ofrendas brilló brevemente y desapareció, como la vida de su niña, Raina.
Pero sí importa, pensó Miles.
Paz para ti, damita, después de nuestras rudas invasiones. Yo te haré una ofrenda mejor, te lo Juro, te doy palabra de Vorkosigan. Y el humo de ese sacrificio se elevará hasta muy arriba, para que lo vean de un extremo a otro de estas montañas.
Miles encargó a Karal y a Alex que siguieran buscando a Lem Csurik y llevó a Harra Csurik a su casa. Pyrn iba con ellos.
Pasaron unas cuantas cabañas alejadas unas de otras. En una de ellas había un par de chiquillos sucios jugando en el patio. Corrían alrededor de los caballos, riendo y haciendo signos hacia Miles, desafiándose unos a otros a hacer algo todavía más atrevido, hasta que su madre los vio, saltó hasta ellos y los metió dentro con una mirada atemorizada sobre el hombro. Era extraño, pero Miles se sentía casi aliviado, la bienvenida que había esperado siempre, no como la indiferencia cuidadosa, tensa, consciente de Karal y Alex. La vida de Raina no hubiera sido fácil.
La cabaña de Haría estaba en el extremo de una hondonada larga, justo antes de que se hiciera estrecha y se convirtiera en barranco. Parecía muy silenciosa y aislada bajo las sombras moteadas de la tarde.
—¿Está segura de que no prefiere quedarse con su madre? —preguntó Miles, con un tono de duda en la voz.
Harra negó con la cabeza. Se deslizó al suelo desde el anca de Tonto, y Miles y Pyrn desmontaron y la siguieron.
La cabaña era como todas, una habitación única con un hogar de piedra y una galería ancha y techada al frente. El agua parecía provenir del riachuelo que corría por la quebrada. Pym extendió una mano y entró primero, detrás de Haría, con los dedos sobre el bloqueador nervioso. Si Lem Csurik había huido, ¿no podría haber ido hacia su casa? Pym había estado metiendo el detector en arbustos de aspecto absolutamente inocente durante todo el camino.
La cabaña estaba desierta. Aunque había estado ocupada no hacía mucho. No tenía el silencio polvoriento, largo, que uno espera después de ocho días de soledad y luto. Sobre el mármol se veían todavía los restos de unas cuantas comidas apresuradas. Alguien había usado la cama: estaba arrugada y sin hacer. Unas cuantas prendas de hombre yacían por el suelo, sin orden. Harra empezó a moverse automáticamente por la habitación, ordenándola, volviendo a imponer su presencia, su existencia, su valor. Si no podía controlar los hechos de su vida, por lo menos controlaría los objetos de una pequeña habitación.
Lo único que nadie había tocado era una cuna junto al hogar con las mantitas dobladas. Harra había corrido a Vorkosigan Surleau justo unas horas después del entierro.
Miles paseó por la habitación, controlando lo que se veía desde las ventanas.
—¿Quiere mostrarme el sitio al que fue a recoger las bayas, Harra?
Ella los llevó por el barranco. Miles calculó el tiempo de la caminata. Pym dividió su atención entre Miles y los arbustos, y estuvo siempre alerta a posibles ruidos que denotaran movimiento. No parecía feliz. Después de rechazar por lo menos tres intentos de aferrarlo para protegerlo, Miles estaba a punto de decirle que se subiera a un árbol. Y, sin embargo, también había algo de comprensible egoísmo en los actos de Pyrn: si Miles se rompía una pierna, el oficial era el que tendría que cargarlo.
El sendero de las bayas estaba un kilómetro por encima del barranco. Miles sacó algunas bayas rojas y se las comió sin pensar en lo que hacía, mientras Harra y Pym lo esperaban con respeto. El sol de la tarde se deslizaba oblicuo entre las hojas verdes y castañas, pero el fondo del barranco ya estaba gris y refrescado por un crepúsculo prematuro. Las plantas de bayas se colgaban de las rocas y se balanceaban como invitando a los que pasaban a romperse el cuello tratando de alcanzarlas. Miles resistió con facilidad esas tentaciones vegetales porque no le gustaban demasiado las bayas.
—Si alguien la llamara desde su cabaña, usted no podría escucharlo desde aquí, ¿verdad? —preguntó a Harra,
—No, milord.
—¿Cuánto tiempo pasó aquí?
—Más o menos… —dijo Harra y se encogió de hombros—, más o menos el de llenar una canasta.
La mujer no tenía reloj.
—Una hora, digamos. Y veinte minutos de ida y otros tantos de vuelta. Unas dos horas. ¿Su cabaña estaba cerrada con llave?
—Sólo con el pestillo, milord.
—Mmm.
Método, motivo, oportunidad, indicaba el procedimiento del magistrado de distrito. Mierda. El método estaba establecido, y casi cualquiera hubiera podido usarlo. La oportunidad era igualmente mala como ángulo de investigación. Cualquiera pudo haber entrado en esa cabaña, perpetrado el hecho y partido sin que nadie lo viera ni lo oyera. Era demasiado tarde para usar un detector de aura que marcara los movimientos de entrada y salida de la habitación, aunque Miles hubiese traído uno.
Hechos, ja. Estaban otra vez de vuelta en el motivo, el trabajo confuso y complejo de la mente de un hombre. Cualquiera podía adivinarlo.