Por lo menos, ahora las montañas de comida que habían llegado por la tarde tenían algún sentido. Miles había tenido miedo de que la señora Karal y los suyos quisieran que él se terminara solo toda esa demostración culinaria.
En un momento dado, se reclinó sobre la barandilla y miró a través del patio y vio a Gordo Tonto con su bozal y su cuerda, haciendo amigos. A su alrededor se había reunido todo un grupo de niñas en la pubertad y lo mimaban y le tocaban las patas y le ataban flores y cintas en la crin y la cola, le daban pedacitos de comida o, simplemente, apoyaban la mejilla contra su flanco sedoso y cálido. Tonto había entrecerrado los ojos de alegría y satisfacción.
Dios, pensó Miles, celoso, si yo tuviera la mitad de atractivo que ese maldito caballo, tendría mas novias que mi primo Ivan .
Y por un instante pensó en los pros y los contras de hacer un intento con alguna mujer sin pareja. Los señores importantes de los viejos tiempos y todo eso… no. No tenía necesidad de hacer cierto tipo de estupideces y ésa era una de ellas. El servicio que había jurado hacer a una damita del valle Silvy era todo lo que podía soportar sobre los hombros sin quebrarse, sentía el peso sobre todo su cuerpo, como una presión peligrosa sobre sus huesos.
Se volvió cuando el portavoz Karal se acercó a presentarle a una mujer que ya había dejado atrás la pubertad hacía mucho; tal vez tenía cincuenta años, limpia, pequeña, agotada por el trabajo. Llevaba con esmero su mejor vestido, ya gastado, con el cabello casi gris peinado hacia atrás en un moño sobre la nuca. Se mordía los labios y movía las mejillas en movimientos rápidos y tensos, reprimidos apenas en un movimiento de aguda conciencia de sí misma.
—La señora Csurik, milord. La madre de Lem.
El portavoz Karal bajo la cabeza y se alejó así, agachado, abandonando a Miles a su suerte. ¡Vuelve, cobarde!
—Señora… —dijo Miles. Tenía la garganta seca. Karal lo había metido en eso, mierda, y en medio de un espectáculo público… no, los otros huéspedes se estaban alejando un poco, la mayoría.
—Señor… —balbuceó la señora Csurik. Consiguió hacer una reverencia nerviosa.
—Ejem… siéntese por favor.
Con un movimiento violento de la barbilla, Miles expulsó al doctor Dea de su silla e hizo un gesto a la mujer para que se sentara en ella. Después, hizo girar la silla para mirarla cara a cara. Pym estaba de pie detrás de los dos, silencioso como una estatua y tenso como un cable. ¿Creía que la vieja iba a sacar una pistola de entre sus faldas? No… el trabajo de Pym era imaginar ese tipo de cosas, para que Miles pudiera poner toda su atención en el problema que tenía entre manos. Como objeto de estudio para el pueblo, Pym era casi tan atractivo como Miles. Se había mantenido aparte con mucha sabiduría y, sin duda, continuaría haciéndolo hasta que se llevara a cabo el trabajo sucio.
—Milord —repitió la señora Csurik y enmudeció de nuevo.
A Miles no le quedaba otra cosa que esperar. Rezó para que no se derrumbara y se echara a llorar de rodillas o alguna otra cosa por el estilo. Esperar era terrible. Sé fuerte mujer, pidió para sí.
—Lem… —tragó saliva—. Estoy segura de que no mató a la criatura. Nunca ha ocurrido algo así en mi familia. ¡Lo juro! Él dice que no lo hizo y yo le creo.
—Bien —dijo Miles con amabilidad—. Que venga y diga eso bajo pentarrápida y entonces yo le creeré también.
—Vamos, mama —urgió un jovencito delgado que la había acompañado y ahora estaba de pie, esperándola en los escalones como sí se estuviera preparando para salir disparado hacia la oscuridad—. No vale la pena, ¿no te das cuenta? —Y miró a Miles con rabia.
Ella le echó una mirada con el ceño fruncido —¿tal vez otro de sus cinco hijos?—, y volvió a mirar a Miles, buscando las palabras.
—Mi Lem sólo tiene veinte años, señor.
—Yo también tengo veinte años, señora Csurik —se sintió obligado a decir Miles. Hubo otra pausa breve—. Mire, voy a repetírselo —dejó escapar con impaciencia—. Y otra vez y otra hasta que el mensaje llegue al fondo de la persona a la que quiero llegar. No puedo condenar a un inocente. Las drogas de la verdad no me dejarán hacerlo. Lem puede verse limpio de toda sospecha. Sólo tiene que venir aquí. Dígaselo, ¿quiere? ¿Por favor?
Ella se quedó helada, de piedra, llena de recelo.
—No… no le he visto, milord.
—Pero tal vez lo vea.
Ella negó con la cabeza con violencia.
—¿Y con eso qué? Tal vez no.
Sus ojos se volvieron hacia Pym y luego más lejos, como si la imagen de Pym la hubiera quemado. El logo plateado de los Vorkosigan bordado sobre el cuello de Pym brillaba en el crepúsculo como los ojos de un animal que se movía sólo cuando Pym respiraba. Karal se acercaba a la galería con lámparas, pero todavía estaba lejos.
—Señora —dijo Miles, tenso—. El conde, mi padre, me ordenó que investigara la muerte de su nieta. Si su hijo significa tanto para usted, ¿cómo puede significar tan poco esa nieta? ¿Era su… primera nieta?
La cara de ella estaba marchita.
—No, señor. La hermana mayor de Lem tiene dos. Y ellas sí que están bien —agregó con énfasis.
Miles suspiró.
—Si realmente cree que su hijo es inocente de este crimen, debe ayudarme a probarlo. ¿O es que tiene alguna duda?
Ella se movió, inquieta. Había una sombra de duda en sus ojos, sí… no sabía, mierda, la mujer no estaba segura. El tratamiento con pentarrápida seria inútil con ella… sí, seguro. Como droga mágica y maravillosa, el instrumento con el que Miles tanto contaba, la pentarrápida parecía estar teniendo una utilidad maravillosamente nula en este caso.
—Vamos, mamá —repitió el joven— No vale la pena. El señor mutante ha venido aquí a matar. Y tiene que hacerlo. Es parte de un espectáculo.
Toda la razón del mundo, pensó Miles con amargura. Ese era un joven perceptivo.
La señora Csurik dejó que su hijo, enojado y avergonzado, la persuadiera y se la llevara, asiéndola del brazo. Se detuvo en los escalones y miró por encima del hombro con rabia y amargura.
—Es tan fácil para usted, ¿verdad?
Me duele la cabeza, pensó Miles.
Y aún le esperaba algo peor antes de que terminara la noche.
La voz de la segunda mujer raspaba en la garganta de su dueña, era una voz grave y furiosa.
—No me hable, sargento Karal. Tengo derecho a echarle una mirada a ese señor mutante.
Era alta, dura y nudosa. Como su hija, pensó Miles. No había hecho ningún intento de arreglarse. Un arroyuelo leve de sudor de verano le corría sobre el vestido de trabajo. ¿Y cuánto había caminado? El cabello gris le colgaba en una cola detrás de la cabeza y unos pocos mechones habían escapado del cordón que lo sostenía. Si la amargura de la señora Csurik le había provocado un dolor fuerte detrás de los ojos, la rabia de esta mujer era como un nudo que se cerraba sobre su estómago.
La mujer se sacudió a Karal, que intentaba detenerla, y subió hasta Miles a la luz de las lámparas.
—Ah.
—Es… es la señora Mattulich, señor —le aclaró Karal, presentándola—. La madre de Harra.
Miles se puso de pie, logró hacer una inclinación de cabeza formal.
—¿Cómo está, señora? —Era absolutamente consciente de su altura, una cabeza más baja que la de ella. De joven, la señora Mattulich había sido tan alta como Harra, pensaba Miles, pero la edad de sus huesos estaba empezando a vencerla.