La mujer se limitó a mirarlo con los ojos bien abiertos. Era una masticadora de hojas de goma a juzgar por las leves manchas negruzcas alrededor de su boca. Ahora, su mandíbula trabajaba sobre unos pedacitos diminutos, mordiéndolos con demasiada fuerza. Lo estaba estudiando abiertamente, sin subterfugios, sin el más mínimo gesto de disculpa, observando la cabeza, el cuello, la espalda torcida, las piernas cortas y deformes. Miles tuvo la desagradable impresión de que ella veía a través de su cuerpo hasta las grietas escondidas de sus huesos. Frente a esa mirada, él levantó el mentón dos veces en un tic nervioso e involuntario, que controló con un esfuerzo.
—De acuerdo —dijo Karal con rudeza—, ya lo ha visto. Ahora váyase por el amor de Dios, Mara. —Abrió la mano haciendo un gesto de disculpa a Miles—. Mara… está muy perturbada por todo esto, milord. Discúlpela.
—Su única nieta —le dijo Miles a la mujer en un esfuerzo por ser amable, aunque la angustia peculiar de ella repelía cualquier intento de amabilidad con una rabia que sangraba y se deshacía—. Entiendo su dolor, señora. Pero habrá justicia para la pequeña Raina. Lo he jurado.
—¿Cómo puede haber justicia ahora? —se enfureció ella, en una voz espesa y grave— Es demasiado tarde… siglos tarde… para la justicia, señorcito mutante. ¿De qué me sirve su mierdosa justicia ahora?
—¡Ya es suficiente, Mara! —insistió Karal. Frunció el ceño, apretó los labios y la obligó a apartarse escoltándola con firmeza fuera de la galería.
Los últimos visitantes le abrieron paso con un aire de respetuosa piedad, excepto dos adolescentes flacos que se apartaron de ella como si fuera veneno. Miles tuvo que revisar su imagen mental de los hermanos Csurik. Si esos dos eran otro ejemplo, no había ningún equipo de robustos toros amenazantes de las colinas, después de todo. Lo cual no era una mejoría, claro, porque parecía que podían moverse a la misma velocidad que los hurones, si les hacía falta. Miles frunció los labios en un gesto de frustración.
El espectáculo nocturno terminó, gracias a Dios, cerca de la medianoche. Los últimos compañeros de Karal se fueron hacia los bosques guiados por la luz de sus linternas. El equipo de audio, reparado y vuelto a cargar, desapareció con su dueño, quien se lo agradeció efusivamente a Karal. Por suerte, había sido una multitud madura y educada, hasta sombría, nada de gritos de borrachos ni cosas por el estilo. Pym hizo que los hijos de Karal se acomodaran en la tienda de campaña, volvió a recorrer la cabaña y se unió a Miles y Dea en el altillo. La paja de.los jergones estaba salpicada de fragantes hierbas del lugar (Miles esperaba no ser alérgico a ellas). La señora Karal había querido dar a Miles su propio dormitorio para uso exclusivo y exilarse con su marido a la galería, pero por suerte Pym había podido persuadirle de que Miles preferiría el camastro, con Dea y con él mismo, por razones de seguridad.
Dea y Pyrn se durmieron pronto, pero Miles seguía despierto. Se revolvió en su jergón mientras revisaba una y otra vez en su mente lo que había sucedido durante el día, tal como lo recordaba. ¿Estaba haciendo las cosas con demasiada lentitud?, ¿iba con demasiado cuidado?, ¿estaba haciendo cálculos demasiado conservadores? La suya no era exactamente una buena técnica de asalto, estilo sorpresa acompañada de fuerza superior. La visión que había tenido del terreno desde la galería de Karal esa noche había sido por lo menos ambigua.
Por otra parte, no era lógico cargar por un pantano, como había demostrado tan memorablemente su compañero cadete y primo Ivan Vorpatril en las maniobras de verano. Había hecho falta un gran aparato a colchón de aire con una grúa para sacar a seis grandes, fuertes, saludables y bien equipados jóvenes de la patrulla de Ivan del barro negro y pegajoso que les llegaba hasta el pecho. lvan se había vengado, sin embargo, cuando el cadete «francotirador» que habían estado persiguiendo, se cayó del árbol y se rompió el brazo por reírse como un loco mientras ellos se hundían lentamente, con toda belleza, en el fango del pantano. Ese fango que para un hombrecito con el rifle láser atado en una tela plástica era agua en la que se podía nadar como las ranas. Los jueces del juego de guerra lo habían considerado un empate. Miles se rascó la frente, sonrió, ante el recuerdo y finalmente se durmió.
Se despertó de pronto y sin transición del sueño más profundo de la noche con la sensación de que algo andaba mal. Un brillo leve y anaranjado temblaba en la oscuridad azul del altillo. Sin hacer ruido, para no despertar a sus compañeros, Miles se levantó de su Jergón y miró hacia la habitación principal. El brillo llegaba por la ventana del frente.
Miles se deslizó por la escalera y se acercó a la ventana para echar una mirada afuera.
—Pym —llamó con suavidad.
Pym se despertó de golpe con una especie de bufido.
—¿Milord? —dijo, alarmado.
—Baja. Rápido. Trae el bloqueador nervioso.
Pym estuvo a su lado en menos de un segundo. Dormía con los pantalones puestos y la funda del bloqueador y las botas junto a la almohada.
—¿Qué mierda… ? —murmuró, mirando hacia afuera.
El brillo lo provocaba un fuego, una antorcha arrojada sobre la parte superior de la tienda de campaña de Miles ardía en silencio. Pym se lanzó hacia la puerta, después controló sus movimientos cuando se le ocurrió lo mismo que a Miles. Esa carpa era del Servicio, y la tela sintética estaba hecha para resistirlo todo: no se fundía ni se quemaba.
Miles se preguntó si la persona que había lanzado la antorcha lo sabía. ¿Se trataba de algún tipo de extraña advertencia o de un ataque particularmente inepto? Si la tienda de campaña hubiera sido de lona común y Miles hubiera estado en ella, el resultado tal vez no habría sido tan insignificante. Peor todavía con los chicos de Karal allí dentro y un fuego brusco y violento… Miles se estremeció.
Pym sacó el bloqueador de la funda y se quedó de pie, apoyado en la puerta de entrada.
—¿Cuánto tiempo hace?
—No estoy seguro. Podría haber estado quemándose así durante diez minutos sin despertarme.
Pym meneó la cabeza, respiró un poco, levantó el detector y se lanzó hacia la oscuridad teñida por el fuego.
—¿Problemas, milord? —La voz ansiosa del portavoz Karal llegaba desde la puerta de su dormitorio.
—Tal vez. Espere… —Miles lo detuvo cuando él se lanzaba ya hacia la puerta—. Pym está revisando el área con un detector y un bloqueador nervioso. Espere a que él diga que todo está bien. Sus chicos están más seguros dentro de la tienda.
Karal se acercó a la ventana, retuvo el aliento y lanzó un juramento.
Pym volvió en unos minutos.
—No hay nadie, por lo menos en el radio de un kilómetro —dijo escuetamente. Ayudó a Karal a levantar el balde de las cabras y acabar con el fuego de la antorcha. Los muchachos, que habían seguido durmiendo con fuego y todo, se despertaron cuando él los sacudió.
—Creo que no ha sido una buena idea prestarles la tienda —dijo Miles desde la galería con la voz un poco ahogada—. Lo lamento, de veras, portavoz Karal. No lo pensé.
—Esto no debería… —Karal estallaba de rabia y miedo, un miedo que no había podido expresar antes—. Esto no debería haber pasado, milord. Pido disculpas en nombre… en nombre del valle Silvy. —Se volvió y miró hacia la oscuridad, sin saber qué hacer. El cielo de la noche, salpicado de estrellas, hermoso, parecía amenazador.
Los muchachos, una vez que los hechos atravesaron su somnolencia, pensaron que era maravilloso y quisieron volver a la tienda a esperar el próximo ataque. La señora Karal, firme y tensa, los llevó dentro y los hizo acostarse en la habitación principal. Pasó una hora antes de que dejaran de quejarse por la injusticia y volvieran a dormirse.