Miles, alerta hasta casi enloquecer, no durmió nada. Se quedó quieto y tieso en su jergón, escuchando a Dea, que roncaba, y a Pym, que fingía dormir por cortesía y no parecía respirar.
Estaba a punto de sugerirle que se dieran por vencidos y salieran a la galería por el resto de la noche, cuando el silencio se quebró con un grito agudo, muy fuerte, lleno de dolor, que venía de afuera.
—¡Los caballos! —Miles se puso de pie en un movimiento espasmódico, con el corazón desbocado, y ganó a Pym en la carrera hacia la escalera. Pym lo pasó dejándose caer por el costado en un salto y llegó a la puerta antes que él. Una vez ahí, sus reflejos de guardaespaldas lo obligaron a tratar de impedir que Miles saliera. Miles casi le mordió.
—¡Vaya, maldición! ¡Yo tengo un bloqueador nervioso!
Pym, con sus buenas intenciones frustradas, salió por la puerta de la cabaña con Miles pisándole los talones. A medio camino del patio, se movieron uno a cada lado cuando una forma enorme que bufaba apareció en la oscuridad y casi los derribó en su carrera; le yegua alazana, suelta de nuevo. Otro alarido quebró la noche desde el poste en que habían atado a los caballos.
—¡Tonto! —llamó Miles, casi enloquecido de pánico. Era Tonto quien hacía esos ruidos, y Miles no había oído nada semejante desde la noche en que se había quemado un cobertizo en Vorkosigan Surleau con un caballo atrapado dentro—. ¡Tonto!
Otro alarido y un gruñido, y un ruido como el de alguien que parte un melón con una porra. Pym salió disparado hacia atrás, respirando con dificultad, una especie de tartamudeo sonoro. De pronto, se dejó caer al suelo donde se quedó acostado, encogido sobre sí mismo. No estaba muerto, según parecía, porque entre un jadeo y otro se las apañaba para insultar al mundo con palabras muy fuertes. Miles se dejó caer junto a él, le tocó el cráneo… no, gracias a Dios el casco de Tonto había golpeado sólo el pecho de Pym con ese sonido alarmante, El guardaespaldas se había quedado sin aliento, eso era todo, tal vez tenía una costilla rota. Miles, con más lógica, corrió alrededor de él hacia el frente de las líneas de caballos.
—¡Tonto!
Gordo Tonto sacudía la cabeza contra la cuerda tratando de retroceder. Volvió a gritar; los ojos bordeados de blanco brillaban en la oscuridad. Miles corrió hasta la gran cabeza.
—¡Tonto, muchacho! ¿Qué es?
Deslizó la mano izquierda por la cuerda, hacia arriba, hasta el bozal de Tonto y estiró la derecha para acariciar el hombro del caballo y calmarlo. Gordo Tonto se encogió, dejó de hacer fuerza para retroceder y dejó de temblar. Sacudió la cabeza. La cara y el pecho de Miles se habían humedecido de pronto con algo caliente y oscuro y pegajoso.
—¡Dea! —aulló Miles— ¡Dea, venga!
Nadie dormía ya en medio de ese estruendo. Seis personas salieron a la galería y corrieron por el patio y ninguna de ellas traía una luz… no, el brillo refulgente de una luz fría saltó entre los dedos del doctor Dea, y la señora Karal intentaba encender una lámpara.
—¡Dea, traiga esa maldita luz para acá! —exigió Miles y se detuvo para acomodar la voz una octava más abajo, en su tono usual, cuidadosamente cultivado y bien grave.
Dea corrió hasta ellos y puso la linterna en manos de Miles jadeante y con la cara blanca.
—¡Milord! ¿Le han disparado? —En el brillo de la luz, el líquido negro que mojaba la camisa de Miles se había vuelto súbitamente escarlata.
—A mí no —dijo Miles, mirando su pecho con horror. Un recuerdo instantáneo le revolvió el estómago, y sintió frío con la visión de otra muerte ensangrentada, la del sargento Bothari a quien Pym había reemplazado, aunque nunca lo conseguiría.
Dea giró en redondo.
—¿Pym?
—Está bien —dijo Miles. Un zumbido largo se elevó desde el pasto a unos metros, una exhalación salpicada de obscenidades— El caballo le ha dado una coz. ¡Traiga el equipo médico! —Miles arrancó la linterna de entre los dedos de Dea y éste corrió de nuevo hacia la cabaña.
Miles enfocó a Tonto con la luz y soltó un insulto en voz baja mientras sentía que el estómago se le revolvía todavía más. Un corte grande, de treinta centímetros y quien sabe qué profundidad, partía el cuello brillante del caballo. La sangre del animal le había empapado la chaqueta y le corría por la pantorrilla. Los dedos de Miles tocaron la herida con miedo y se extendieron, tratando de cerrarla, pero la piel del caballo era elástica y volvía a separarse y sangraba con fuerza mientras Gordo Tonto sacudía la cabeza por el dolor. Miles se aferró a la nariz del caballo.
—¡No te muevas, muchacho!
Alguien había tratado de cortar la yugular de Tonto. Casi lo había logrado. Tonto, manso, mimado, amistoso, confiado, no se había movido hasta que el cuchillo se hundió hasta bien adentro. Cuando volvió el doctor Dea, Karal estaba ayudando a Pym a ponerse de pie. Miles esperó que Dea lo revisara y después lo llamó:
—Venga, Dea.
Zed, que parecía tan horrorizado como Miles, ayudó a sostener la cabeza de Tonto mientras Dea inspeccionaba el corte.
—Pasé las pruebas —se quejaba Dea sotto voce mientras trabajaba—, vencí a los otros veinticuatro aspirantes al honor de ser el médico personal del primer ministro. Practiqué los procedimientos de setenta emergencias médicas posibles, desde trombosis coronaria a intento de asesinato. Nadie… pero nadie me dijo que mis obligaciones iban a incluir coser el cuello de un maldito caballo en mitad de la noche, en medio de una región salvaje y ululante…
Pero seguía trabajando mientras se quejaba, así que Miles no le dijo nada. Siguió mimando la nariz de Tonto con dulzura y frotándole hipnóticamente el dibujo oculto de los músculos para calmarlo y tranquilizarlo. Finalmente, Tonto se relajó lo suficiente como para apoyar el mentón sobre el hombro de Miles.
—¿Se les ponen anestésicos a los caballos? —preguntó Dea, en tono quejoso, mientras sostenía su bloqueador nervioso médico como si no estuviera demasiado seguro de lo que debía hacer con él.
—A éste, sí —dijo Miles con obstinación— Trátelo como a una persona, doctor Dea. Es el último animal que entrenó personalmente mi abuelo. Él lo bautizó. Yo lo vi nacer. Lo entrenamos juntos. El abuelo me hacía alzarlo todos los días durante una semana entera después de que nació, hasta que se puso demasiado grande. Los caballos son animales de costumbres, dijo el abuelo, y las primeras impresiones les duran para siempre. Desde entonces, Tonto piensa que yo soy más grande que él.
Dea suspiró y preparó el bloqueo anestésico, la solución para esterilizar a su paciente, los antibióticos, los relajantes musculares y el pegamento biológico. Con toque de cirujano, afeitó los bordes de la herida y colocó una red para reforzarlos. Zed sostenía la luz con nerviosismo.
—El corte es limpio —dijo Dea—, pero va a sufrir mucha flexibilización… no creo que se pueda inmovilizar a este animal en esa posición, ¿verdad? No, claro que no. Supongo que con esto basta. Si fuera humano, le diría que descansara.
—Descansará —le prometió Miles con firmeza—. ¿Se va a curar?
—Supongo que sí. ¿Cómo puedo saberlo, mierda? —Dea parecía muy ofendido, pero estiró la mano y verificó lo que había hecho.
—El general Piotr —aseguró Miles— hubiera estado muy contento con su trabajo. —Miles podía oír al abuelo en su cabeza, bufando de desprecio. Malditos tecnócratas, no son más que unos doctores de caballos con instrumental más caro. Al abuelo le habría encantado que la suerte le demostrara lo exacta que había sido su definición—. Usted… Humm… no conoció a mi abuelo, ¿no es cierto?
—No, milord —dijo Dea— Claro que he estudiado su vida y sus campañas.