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Illyan saltó para frenarlo antes de que cayera de bruces sobre el colchón.

—¿Qué diablos crees que estás haciendo, muchacho?

Miles no estaba seguro.

—¿Pero qué le está haciendo a mi paciente? —gritó el doctor militar, mientras entraba como una tromba en la habitación—. ¡Este hombre acaba de sufrir una operación importante!

El doctor estaba asustado y furioso; el enfermero que lo seguía, también asustado, trató de impedir que su superior cometiera un error, y tomándolo del brazo le susurró:

—¡Es el jefe de Seguridad Illyan, señor!

—Sé quién es. No me importa que sea el fantasma del emperador Dorca. No voy a permitir que siga con sus… asuntos aquí. —El doctor miró a Illyan con furia y valentía—. Su interrogatorio, o lo que sea, puede llevarse a cabo en su cuartel general, mierda. No permito ese tipo de cosas en mi hospital. ¡Todavía no he dado de alta a este paciente!

Illyan lo miró intrigado primero, y después indignado.

—No estaba…

Miles pensó en tocar artísticamente ciertas terminaciones nerviosas de su cuerpo y gritar pero en ese momento no podía tocar nada.

—Las apariencias pueden ser tan engañosas —ronroneó en el oído de Illyan mientras se derrumbaba entre sus brazos. Sonrió con maldad a través de los dientes apretados. Le tembló el cuerpo, como en un ataque, y la capa de sudor frío que le bañaba la frente no era del todo fingida.

Illyan lo miró con el ceño fruncido pero volvió a ponerlo sobre la cama con mucho cuidado.

—No hay problema —dijo Miles al doctor con voz muy aguda— Está bien. Estaba… estaba… —Disgustado no parecía la palabra correcta: durante un momento sintió que iba a explotarle la cabeza—. No importa.

Era obvio que había perdido el control, sí y eso era horrible. Pensar que Illyan, al que había conocido desde siempre, su jefe, que siempre parecía haber confiado en él implícitamente… porque si no le tenía confianza, ¿para qué lo enviaba a una serie de misiones independientes, tan lejos del alcance de su control? Miles se había sentido orgulloso de que confiaran en él de esa manera a pesar de su juventud como oficial, se había sentido orgulloso de que controlaran tan poco sus operaciones secretas… ¿O era que toda su carrera hasta el momento había sido no un servicio que el Imperio necesitara con urgencia sino un complot para sacarse del medio a un Vor peligrosamente torpe? Soldados de juguete… no, no tenía sentido. Un estafador. Fea palabra. Qué insulto terrible a su honor y a su inteligencia… como si él no hubiera sabido nunca de dónde venían los fondos del Imperio y a qué costo.

La rabia que había sentido al principio dio paso a una depresión oscura. Le dolía el corazón. Se sentía manchado, sucio. ¿Acaso Illyan… ¡Illyan!, podía pensar, aunque fuera por un segundo…? Sí, sí. Illyan no habría estado allí, no habría hecho eso si no estuviera preocupado de verdad, asustado con la idea de que esas acusaciones pudieran probarse. Para su horror, Miles descubrió que estaba llorando. A la mierda con esas drogas.

Illyan lo contemplaba con inquietud.

—De una forma u otra, Miles, mañana tengo que justificar tus gastos… que son los de mi departamento.

—Prefiero que me hagan una corte marcial.

Illyan apretó los labios.

—Volveré más tarde. Cuando hayas dormido algo. Tal vez entonces seas más coherente.

El doctor se acercó, examinó a Miles, le dio otra maldita droga y se fue. Miles, que se sentía de plomo, se volvió hacia la pared, no para dormir, sino para recordar.

LAS MONTAÑAS DE LA AFLICCIÓN

Miles oyó llorar a la mujer mientras trepaba la colina desde la orilla del extenso lago. No se había secado después del baño, porque la mañana prometía un calor agobiante. El agua del lago se deslizaba, fresca, sobre su pecho desnudo y su espalda, y le molestaba entre las piernas, cayendo desde los pantalones cortos y deshilachados. Las abrazaderas de las piernas le rozaban la piel mojada al pasar por entre los arbustos, corriendo al estilo militar. Le crujían los zapatos viejos y húmedos. Se detuvo con curiosidad cuando oyó las voces.

La voz de la mujer estaba cargada de dolor y de cansancio.

—Por favor, señor, por favor. Lo único que quiero es justicia…

La voz del guardia de la puerta principal. estaba llena de irritación y vergüenza al mismo tiempo.

—No soy un señor. Vamos, levántate, mujer. Vuelve a tu aldea y díselo al magistrado de distrito.

—¡Le digo que vengo de allí! —La mujer no se movió. Seguía arrodillada cuando Miles salió de los arbustos y vio la escena desde el otro lado de la ruta pavimentada—. El magistrado no vuelve hasta dentro de varias semanas. He caminado cuatro días para llegar aquí. Me queda poco dinero… —La esperanza vibró en su voz y dobló y enderezó la columna mientras buscaba en el bolsillo de su falda. Luego tendió las manos hacia el guardia—. Un marco y veinte, es todo lo que tengo; pero…

El ojo exasperado del guardia cayó sobre Miles y se enderezó con brusquedad, como si tuviera miedo de que Miles sospechara que él se sentía tentado por un soborno tan ínfimo.

—¡Fuera, mujer! —ordenó.

Miles levantó una ceja y avanzó cojeando hacia la puerta principal.

—¿Qué ocurre, cabo? —preguntó con voz tranquila.

El cabo de guardia era un préstamo de la Seguridad Imperial y usaba el uniforme verde de cuello alto del Servicio de Barrayar. Estaba sudado e incómodo bajo la luz brillante de la mañana de ese distrito del Sur, pero Miles se dio cuenta de que el hombre prefería hervir hasta la muerte antes que sacarse el cuello en ese puesto. No tenía acento local, era un hombre de ciudad, de la capital, donde los problemas como el que tenía de rodillas frente a sí iban a parar a manos de una burocracia más o menos eficaz.

La mujer, en cambio, era de allí mismo… tenía la palabra «provinciana» grabada sobre todo el cuerpo. Y obviamente venía de un pueblo muy pequeño. Era más joven de lo que sugería su voz llena de preocupación y dolor. Alta, roja y afiebrada de tanto llorar, con el cabello rubio y lacio cayéndole sobre una cara flaca como la de un hurón, y ojos grises y saltones. Si la hubieran lavado, alimentado y hubiera estado descansada, alegre y confiada, tal vez habría podido adquirir algo parecido a la belleza, pero se había quedado muy lejos de eso a pesar de que tenía un cuerpo notable. Delgada pero de senos llenos… no, Miles se corrigió mientras cruzaba la calle y llegaba a la puerta. Tenía el corsé manchado de leche seca aunque no llevaba un bebé en brazos. La forma de los senos era temporal. Llevaba puesto un vestido gastado cosido a mano, simple y basto. Tenía los pies descalzos, llenos de callos, heridos y con arañazos.

—No pasa nada —le aseguró el guardia a Miles—. Márchate —susurró a la mujer.

Ella se levantó de su posición de rodillas pero se sentó, donde estaba, empecinada.

—Voy a llamar al sargento —amenazó el guardia mientras la miraba con cautela—, él la sacará de aquí.

—Espere un momento —dijo Miles.

Ella miró a Miles desde abajo, con las piernas cruzadas, sin saber si identificarlo o no como una esperanza. La ropa de Miles no le daba ninguna pista. Él levantó el mentón y esbozó una sonrisa. Una cabeza demasiado grande, un cuello demasiado corto, la espalda agobiada con una columna torcida, piernas extrañas que atraían la mirada con sus abrazaderas brillantes de aluminio y los huesos frágiles que se rompían cada dos por tres. Si la mujer de las colinas hubiera estado de pie, Miles apenas le habría llegado al hombro. Ahora esperó, aburrido, a que la mano de ella hiciera el signo de la equis que usaban en los pueblos pequeños contra las mutaciones, pero la mano sólo tembló y se transformó en un puño.