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—¡No se atreva!

Alzó el brazo como si fuera a pegarle pero dudó a mitad del movimiento y no alcanzó a Dea, que se agachó para evitarla. Eso perturbó el equilibrio de la mujer, que se tambaleó. El portavoz Karal, que venía detrás, la asió por el brazo y la detuvo.

—¡No se atreva! —se quejó ella de nuevo y después giró y miró no sólo a Dea sino también a todos los otros testigos: la señora Csurik, la señora Karal, Lem, Harra, Pym. Se le cayeron los hombros y después la droga entró en su sistema nervioso y se quedó así, de pie, con una sonrisa tonta que peleaba con la angustia por la posesión de su rostro rudo y marcado.

La sonrisa le dio asco a Miles, pero era la que necesitaba.

—Siéntela, doctor. Portavoz Karal.

Los dos la llevaron a la silla que había ocupado Lem Csurik. Ella peleaba desesperadamente contra la droga y los fogonazos de resistencia se fundían en una docilidad fláccida. Poco a poco, la docilidad se hizo cada vez más frecuente y, al final, se sentó tranquila en la silla, sonriendo de oreja a oreja. Miles echó una mirada a Harra sin que ella se diera cuenta: estaba pálida y silenciosa, completamente absorta.

Aun después de la reconciliación, sus padres nunca habían dejado a Miles con su abuelo sin su guardaespaldas personal. Pasaron los años. El sargento Bothari usaba la librea del conde, pero era leal sólo a Miles, el único hombre lo bastante peligroso —algunos decían lo bastante loco como para oponerse al mismo general. No había necesidad, decidió Miles, de describir con lujo de detalles a esa gente fascinada que lo escuchaba qué incidente en particular había hecho que sus padres creyeran que el sargento Bothari era una precaución necesaria. Que la reputación impoluta del general Piotr le sirviera por una vez a… Miles. Tal como él quería. Los ojos de Miles brillaron.

Lem bajó la cabeza.

—Si lo hubiera sabido… si me hubiera dado cuenta. … no las habría dejado solas, milord. Pensé… pensé que la madre de Harra cuidaría de ella. No podía… no sabía cómo…

Harra no lo miraba. Harra no estaba mirando nada.

—Terminemos con esto —suspiró Miles. Otra vez, exigió la presencia de testigos formales y volvió a pedir que no lo interrumpieran porque las interrupciones confundían siempre a un sujeto drogado. Se humedeció los labios y se volvió hacia la señora Mattulich.

Y otra vez empezó con las preguntas neutrales, nombre, fecha de nacimiento, nombre de los padres, hechos biográficos controlables. La señora Mattulich era más difícil de dominar que Lem, siempre tan dócil, y sus respuestas eran breves y muy cortadas. Miles controló su impaciencia. A pesar de que cualquiera que los estuviera observando las hubiera calificado de muy fáciles, los interrogatorios con pentarrápida requerían mucha habilidad, destreza y paciencia. Miles había llegado demasiado lejos ahora como para poder permitirse un tropezón. Fue avanzando paso a paso con sus preguntas hasta llegar a las verdaderamente críticas.

—¿Dónde estaba usted cuando nació Raina?

La voz de la mujer era baja y variada, como en un sueño.

—El nacimiento fue de noche. Lem fue a buscar a Jean, la comadrona. El hijo de la comadrona iba a venir a buscarme, pero se quedó dormido de nuevo. No llegué hasta la mañana y entonces era demasiado tarde. Todos lo habían visto.

—¿Ver qué?

—La boca de gato, la mutación sucia. Monstruos entre nosotros. Hay que eliminarlos. Hombrecito horrendo. —Eso último era un aparte contra él, resultaba evidente. Su atención se había fijado en él con una firmeza hipnótica—. Los mutantes hacen más mutantes y se reproducen más rápido, nos ganan… Lo vi observando a las chicas. Quiere que las mujeres limpias tengan bebés mutantes, envenenarnos a todos…

Era hora de hacer que volviera al tema principal.

—Después de eso, ¿estuvo usted alguna vez sola con el bebé?

—No, se quedó Jean. Jean me conoce, ella sabía lo que yo quería. No era asunto suyo, maldición. Y Harra siempre estaba allí. Harra no tenía que saberlo. Harra no tiene que… ¿Por qué me salió tan blanda? Tiene que haber algo del veneno en ella. Debe de venir de su padre, yo solo me acosté con su padre y todos salieron mal menos ella.

Miles parpadeó.

—¿Qué cosa salió mal? —Al otro lado de la habitación, Miles vio que el portavoz Karal se ponía tenso. El portavoz se dio cuenta de que Miles lo observaba y se miró los pies, como para ausentarse de los procedimientos. Los muchachos y Lem escuchaban con profunda atención y con una sensación de alarma. Harra no se había movido.

—Todos mis bebés —dijo la señora Mattulich.

Harra la miró de pronto, los ojos cada vez más abiertos.

—¿Harra no fue su única hija? —preguntó Miles. Hacía un gran esfuerzo por mantener la voz fría, tranquila; en realidad, tenía ganas de gritar. Quería volver a casa, escapar de allí…

—No, claro que no. Ella fue mi única hija limpia, o eso creí. Lo creí, pero el veneno debe de haber estado en ella, escondido. Me arrodillé y le di gracias a Dios cuando ella nació limpia, una limpia por fin, después de tantos, después de tanto dolor… Pensé que el castigo había terminado por fin. Era un bebé tan precioso… Pensé que por fin todo se había acabado. Pero debe de haber sido una mutante ella también… en el fondo era un truco, un truco…

—¿Cuántos —dijo Miles con la voz ahogada—, cuántos niños tuvo usted?

—Cuatro, además de Harra, la última.

—¿Y mató a los cuatro? —El portavoz Karal, Miles lo vio, asintió en silencio, mirándose los pies.

—¡No! —dijo mamá Mattulich. La indignación rompió brevemente el hechizo de la pentarrápida—. Dos nacieron muertos, el primero y el que estaba todo torcido. El que tenía demasiados dedos y el de la cabeza grande, a ésos los maté. Mi madre me vigiló para que lo hiciera bien. A Harra se lo simplifiqué. La reemplacé.

—¿Así que en realidad usted no mató a un solo niño sino a tres? —preguntó Miles.

Los testigos más jóvenes de la habitación, lo hijos de los Karal y los hermanos Csurik, lo observaban todo horrorizados. Los mayores, los coetáneos de la señora Mattulich, que seguramente habían vivido lo que ella relataba, parecían mortificados, como si compartieran su vergüenza. Sí, todos ellos debían de haberlo sabido todo el tiempo.

—¿Asesinar? —dijo mamá Mattulich—. ¡No! Los corté. Tenía que hacerlo. Era lo correcto. —Levantó el mentón con orgullo, después lo dejó caer—. Maté a mis bebés por… por… No sé por quién. ¿Y ahora usted me llama asesina? ¡Hijo de perra! ¿De qué me sirve su justicia ahora? La necesitaba entonces… ¿dónde estaba usted entonces? —De pronto, así como así, rompió a llorar y las lágrimas se convirtieron casi inmediatamente en rabia—. Si los míos tenían que morir, entonces los de ella también… ¿Por qué va a salirle todo bien, tan fácil? la malcrié… hice lo que pude, hice lo que pude, no es justo…

La pentarrápida no la estaba dominando bien… no, sí estaba funcionando, decidió Miles, pero las emociones de ella eran demasiado poderosas. Si aumentaba la dosis, tal vez eso calmaría un poco los estallidos emocionales, pero no les daría una confesión más completa. Miles tenía el estómago revuelto, una reacción que esperaba estar disimulando bien. Tenía que terminar pronto.

—¿Por qué le rompió el cuello a Raina en lugar de cortárselo?

—Harra no tenía que saberlo —contestó la señora Mattulich— Pobre bebé. Tenía que parecer que se había muerto sola…

Miles miró a Lem, al portavoz Karal.

—Parece que hay muchos otros que estaban de acuerdo con usted en que Harra no debía saberlo.

—No quería que fuera por mi boca —repitió Lem con empecinamiento.

—Quería que no sufriera dos veces, milord —dijo Karal—. Ya había sufrido tanto…