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El portavoz Karal se mordió los labios, se miró los pies y después las colinas altas.

—Usted está haciendo algo por nosotros todo el tiempo, señor mutante. ¿Cree que es invisible?

Miles esbozó una sonrisa de dolor.

—Ah, Karal, soy una banda de un solo hombre. Soy un desfile.

—Tal cual. La gente normal necesita ejemplos extraordinarios. Así pueden decirse a sí mismos, si él puede hacer eso, seguramente yo puedo hacer esto otro. No hay excusa.

—No hay cuartel, sí. Conozco el juego. Participo en él desde que nací.

—Creo —dijo Karal— que Barrayar lo necesita, señor. Necesita que usted siga siendo tal como es ahora.

—Barrayar me va a comer, si puede.

—Sí —dijo Karal con los ojos en el horizonte—, es cierto. —Su mirada bajó a las piedras que tenía entre los pies— Pero nos come a todos, al final, ¿no es verdad? Usted vivirá más que los viejos.

—Nos come a todos al final… o al principio —señaló Miles— No me diga a mí a quién voy a sobrevivir. Dígaselo a Raina.

Karal inclinó un poco los hombros.

—Cierto. Cierto. Dicte su sentencia, señor. Yo le apoyaré.

Miles los reunió a todos en el patio de Karal para su audiencia, y esta vez la galería iba a ser su podio. El interior de la cabaña hubiera sido demasiado caluroso y cerrado para esa multitud, sofocante con el sol de la tarde cayendo sobre el tejado, aunque afuera la luz hacía parpadear. Todos estaban allí, todos los que pudieron traer. El portavoz Karal, la señora Karal, sus hijos, todos los Csurik, la mayoría de los curiosos que habían venido a la celebración funeraria de la noche anterior, hombres, mujeres, chicos. Harra estaba sentada, sola. Lem seguía tratando de sostenerle la mano aunque, por la manera en que ella lo esquivaba, era evidente que no quería que la tocaran. La señora Mattulich estaba sentada junto a Miles, silenciosa y dura, flanqueada por Pym y el ayudante Alex, quien se sentía muy incómodo.

Miles levantó el mentón, para ajustarse el cuello alto del uniforme verde, todo lo lustrado y elegante que permitía la experiencia de ordenanza de Pym. El uniforme del Servicio Imperial que Miles se había ganado. ¿Sabía toda esa gente que él se lo había ganado, o todos creían que había sido un regalo de su padre, nepotismo en el trabajo? A la mierda con lo que pensaran. Él lo sabía. Se quedó de pie frente a esa gente y se aferró a la barandilla de la galería.

—He concluido la investigación de las acusaciones presentadas frente a la corte del conde por Harra Csurik en relación con el asesinato de su hija Raina. Por evidencias, testimonios de otros y confesión, encuentro a Mara Mattulich culpable de esta muerte. Ella retorció el cuello del bebé hasta darle muerte y después trató de ocultar el crimen. Incluso cuando su ocultamiento puso en peligro mortal a su yerno, Lem Csurik, por falsas acusaciones. A la luz de la indefensión de la víctima, la crueldad del método y el egoísmo cobarde del ocultamiento, no encuentro ninguna excusa ni circunstancia atenuante del crimen.

»Además, Mara Mattulich, se confiesa autora de otros dos infanticidios hace unos veinte años, sus propios hijos. Estos hechos serán proclamados por el portavoz Karal de extremo a extremo del valle Silvy, hasta que todos sus habitantes hayan sido informados.

Sentía la mirada feroz de la señora Mattulich clavada en la espalda. Sí, vamos, ódiame, vieja. Todavía pienso enterrarte y tú lo sabes. Tragó saliva y siguió adelante, escudándose en la formalidad del lenguaje.

—Por este crimen sin circunstancias atenuantes, la única sentencia aceptable es la muerte. Por consiguiente, yo sentencio a muerte a Mara Mattulich. Pero considerando su edad y su relación con la parte injuriada de este caso, Harra Csurik, prefiero dejar en suspenso la ejecución de la sentencia. Indefinidamente.

Miles vio por el rabillo del ojo que Pym dejaba escapar con mucho cuidado, muy imperceptiblemente, un suspiro de alivio. Harra se retorcía el pelo pajizo entre los dedos y escuchaba con toda atención.

—Pero estará muerta a los ojos de la ley. Todas sus propiedades, incluso la ropa que lleva encima, pertenecen desde hoy a su hija Harra, que podrá disponer de ellas. Mara Mattulich no podrá tener propiedades ni firmar contratos ni hacer denuncias por injurias ni ejercer su voluntad en testamento después de su muerte. No puede abandonar el valle Silvy sin permiso de Harra. Harra tendrá el mismo poder sobre ella que un padre sobre un hijo o un tutor sobre una persona senil. En ausencia de Harra, la sustituirá el portavoz Karal. Mara Mattulich tendrá que ser vigilada para que no haga daño a ningún otro niño.

»También morirá sin pompa. Nadie, ni Harra ni ningún otro, hará una hoguera para ella cuando finalmente baje al polvo. Así como ella asesinó su futuro, su futuro sólo le devolverá la muerte a su espíritu. Morirá como mueren los que no tienen hijos, sin recuerdo.

Un suspiro profundo recorrió las bocas de los más viejos de la multitud. Por primera vez, Mara Mattulich inclinó el cuello erguido.

Algunos, y Miles lo sabía, encontrarían eso meramente simbólico. Otros lo verían como una auténtica sentencia a muerte, según la fuerza de sus creencias. Éstos y los que veían la mutación como un pecado que debía ser expiado a través de la violencia. Pero hasta los menos supersticiosos entendían el mensaje, Miles lo veía en sus caras. Bien.

Miles se volvió a la señora Mattulich y bajó la voz.

—De ahora en adelante, cada vez que respires será gracias a mi misericordia. Cada pedazo de comida que muerdas será gracias a la caridad de Harra. Por caridad y por piedad, como las que tú no supiste dar, así vivirás. Mujer muerta.

—Piedad, señor mutante. —El gruñido era bajo, triste, derrotado.

—Creo que lo has entendido —dijo él entre dientes. Le hizo una reverencia, infinitamente irónica, y le volvió la espalda— Soy la voz del conde Vorkosigan. Esto concluye mi misión aquí.

Miles se reunió con Lem y Harra poco después, en la cabaña del portavoz Karal.

—Voy a proponerle una cosa. —Miles controló sus nerviosas idas y venidas y se quedó de pie frente a ellos—. Tiene toda la libertad del mundo. Puede rechazarla si quiere o tomarse el tiempo necesario para pensarla. Sé que ahora está muy cansada. —Como todos. ¿De verdad había estado en el valle Silvy sólo un día y medio? Parecía un siglo. Le dolía la cabeza de cansancio. Harra también tenía los ojos enrojecidos— Primero, ¿sabe leer y escribir?

—Algo —admitió Harra—. El portavoz Karal nos enseñó algo, y la señora Lannier.

—Bien, es suficiente. Por lo menos, no empezaría de cero. Mire. Hace unos años, Hassadar fundó una escuela para maestros. No es grande, pero ya funciona. Hay becas. Puedo hacer que le den una si quiere vivir en Hassadar durante tres años y dedicarse por completo al estudio.

—¿Yo? —dijo Harra—. ¡Yo no puedo ir a esa escuela! No sé nada…

—Conocimientos es lo que debe tener cuando salga, no cuando entre. Mire, ellos saben con qué se enfrentan en este distrito. Tienen muchos cursos de apoyo. Es verdad que usted va a tener que trabajar más que otros para mantenerse al mismo nivel que los de la ciudad y los de las tierras bajas. Pero sé que tiene el valor necesario y sé que tiene voluntad. El resto es sólo levantarse y darse contra la pared una y otra vez hasta que se derrumbe. Usted tiene una buena frente para eso, ¿verdad? Puede hacerlo, estoy seguro.

Lem, sentado junto a Harra, parecía preocupado. Le cogió la mano otra vez.

—¿Tres años? —murmuró—. ¿Tan lejos?

—El estipendio que da la escuela es bajo —prosiguió Miles—. Pero Lem, tengo entendido que usted es carpintero. Ahora se construye mucho en Hassadar. Creo que va a ser la próxima Vorkosigan Vashnoi. Estoy seguro de que conseguiría trabajo. Entre los dos, pueden mantenerse.