Lem pareció aliviado al principio, después muy preocupado.
—Pero todos ellos usan máquinas, ordenadores… robots…
—De ninguna manera. Y además nadie nació sabiendo usarlos. Si ellos pueden aprender, usted también. Además, los ricos pagan muy bien por el trabajo manual, objetos únicos, si la calidad es buena. Puedo ocuparme de que empiece, y eso es generalmente lo peor. Después, estoy seguro de que usted puede seguir solo.
—Dejar el valle… —dijo Harra en tono triste.
—Sólo para poder volver. Ésa es la otra parte de la propuesta. Puedo traer una unidad de comunicaciones, una pequeña con autonomía propia. Alguien tendrá que bajar a Vorkosigan Surleau a reemplazar la unidad energética una vez por año, pero eso no es ningún problema. El equipo completo no costaría más que… digamos, un planeador nuevo. —Como el pequeño de color rojo que Miles había visto en casa de un vendedor en Vorbarr Sultana, ideal como regalo de graduación, les había insinuado a sus padres. El crédito que necesitaba para comprarlo estaba allí, en el cajón superior de su cómoda en la casa del lago en Vorkosigan Surleau—. No es un proyecto de gran envergadura, como instalar un receptor satélite para todo el valle o algo así. El holovídeo podría captar las emisiones educativas vía satélite desde la capital, habría que instalarlo en una cabaña céntrica, agregar un par de terminales para los chicos y ya estaría lista la escuela. Todos los chicos tendrían que asistir a clase y el portavoz Karal se ocuparía de eso, aunque una vez que descubran el holovídeo le aseguro que tendrá que pegarles para que vuelvan a casa. Yo… —Miles se aclaró la garganta—, yo había pensado que podría llamarse Escuela Primaria Raina Csurik.
Harra lo miró y se echó a llorar por primera vez en ese día terrible. Lem le dio unas palmaditas con torpeza. Ella, por fin, le devolvió el apretón de manos.
—Puedo traer a algún profesor de las tierras bajas —continuó Miles—. Conseguiré uno con un contrato temporal, hasta que usted vuelva. Pero él o ella no entenderá el valle como usted. No entenderían el porqué. Usted… usted ya lo sabe. Usted ya sabe lo que no pueden enseñarle en ninguna escuela de las tierras bajas.
Harra se frotó los ojos y miró hacia arriba… a él.
—Usted fue a la Academia Imperial.
—Sí. —Insistió con orgullo.
—Entonces yo… yo puedo arreglármelas en la escuela de maestros de Hassadar. —El nombre sonaba raro en sus labios — Pase lo que pase, voy a intentarlo, milord.
—Apuesto a que lo conseguirá. Los dos. Pero —añadió y esbozó una sonrisa— manténganse firmes y digan la verdad, ¿eh?
Harra parpadeó al comprender. Una media sonrisa le iluminó la cara cansada, una sonrisa fugaz.
—Lo haré. Hombrecito.
Al día siguiente, Gordo Tonto voló a casa, en un furgón para caballos, junto con Pym. Dea fue con sus pacientes y su némesis, la yegua alazana. Había venido un guardaespaldas de reemplazo con el hombre que trajo el furgón desde Vorkosigan Surleau, para ayudar a Miles a llevar los dos caballos que quedaban de vuelta a casa. Bueno, meditó Miles, había pensado en hacer un viaje a caballo por las montañas con su primo Ivan. El hombre de librea era el veterano lacónico Esterhazy, a quien Miles conocía de toda la vida, una excelente compañía para alguien que no quería hablar de lo que había pasado: a diferencia de lo que ocurría con Ivan, uno casi podía olvidarse de Esterhazy. Miles se preguntó si la misión se la habían encomendado por casualidad o por merced del conde. Esterhazy era muy bueno con los caballos.
Acamparon de noche junto al río de los rosales. Miles paseó por el valle a la luz del atardecer, buscando, sin mucho interés, las fuentes del río. La barrera floral parecía desaparecer unos dos kilómetros arroyo arriba, donde se fundía con una mata de arbustos apenas un poco menos impenetrable. Miles cortó una rosa, miró a su alrededor para asegurarse de que Esterhazy no estaba a la vista y la mordisqueó con curiosidad. Era evidente que él no era un caballo. Y una rama cortada, probablemente, no aguantaría el viaje de vuelta como regalo para Tonto. Su caballo se las arreglaría con avena.
Miles vio cómo las sombras del atardecer inundaban la columna de la cadena de Dendarii, alta y compacta en la distancia. ¡Qué pequeñas parecían esas montañas desde el espacio! Arrugas diminutas en la piel de un globo que él podía cubrir con una mano, toda la masa inmensa invisible por la distancia. Qué era ilusorio, ¿la distancia o la cercanía? La distancia, decidió Miles. La distancia era una mentira. ¿Lo había averiguado su padre? Miles creía que sí.
Pensó en su afán de invertir todo su dinero, no sólo lo que valía un planeador, en esas montañas; dejarlo todo y dedicarse a enseñar a leer y escribir a los chicos, instalar una clínica gratuita, una red satélite o las tres cosas a la vez. Pero el valle Silvy era sólo una de tantas comunidades enterradas en esas montañas, una de tantas en todo Barrayar. Los impuestos que se arrancaban de ese distrito servían para mantener la escuela militar de elite en la que él acababa de gastar… ¿qué parte de sus recursos? ¿Cuánto tendría que devolverles para pagar lo que le habían dado? Él mismo era un recurso planetario, su entrenamiento lo había convertido en eso y sabía cuál era su camino.
Lo que Dios quiere que seas, le había dicho su madre, puede deducirse de los talentos que Él te dio. Miles había obtenido honores académicos a fuerza de trabajo duro. Pero los juegos de guerra, burlar a los adversarios, ir un paso por delante —necesario, claro, allí no había margen de error—, los juegos de guerra habían sido un inmenso placer. La guerra había sido algo muy real allí, no hacía mucho. Y podía volver a ocurrir. Lo que uno hace mejor es lo que se le exige. Dios parecía estar de acuerdo con el emperador en ese punto, por lo menos, aunque no lo estuviera en ningún otro.
Miles había hecho su juramento de oficial al emperador hacía menos de dos semanas, lleno de orgullo por su logro. En su interior se había imaginado cumpliendo con ese juramento en medio de una batalla terrible, de la tortura del enemigo, y de quién sabe qué más, incluso mientras compartía los comentarios cínicos de Ivan acerca de las arcaicas espadas y la gente que insistía en usarlas.
Pero en la oscuridad de las tentaciones más sutiles, las que herían y carecían del consuelo del heroísmo, se daba cuenta de que, en su corazón, el emperador ya no sería nunca más el símbolo de Barrayar.
Descansa en paz, damita, pensó dirigiéndose a Raina. Te has ganado un pobre caballero retorcido y moderno que llevará tus colores en la manga. Pero ambos hemos nacido en un pobre mundo retorcido, un mundo que nos rechaza sin piedad y que nos expulsa sin consultarnos. Por lo menos, no arremeter contra molinos de viento por ti. Enviaré zapadores para minar a los imbéciles y los haré volar por los cielos…
Ahora sabía a quien servía. Y por qué no podía rendirse. Ni fallar.
DOS
—¿Te sientes mejor? —preguntó Illyan con cautela.
—Algo —respondió Miles, y esperó. Ahora podía esperar más que Il1yan, sí.
El jefe de Seguridad cogió una silla y se sentó junto a la cama de Miles, lo miró y apretó los labios.
—Quiero presentarte mis… mis disculpas, lord Vorkosigan, por dudar de tu palabra.
_Me las debes, sí —corroboró Miles.
—Sí. Pero —añadió Illyan y frunció el ceño mirando a la distancia— me pregunto, Miles, si te has dado cuenta de que, en tu calidad de hijo de tu padre, no basta con ser honesto, hay que parecerlo.
—Como hijo de mi padre… no —rechazó Miles de plano.
—Ja, Tal vez no. —Resopló 111yan y tamborileó los dedos sobre la mesa—. Sea como fuere, el conde VorvoIk ha descubierto dos discrepancias en tus informes sobre las operaciones disimuladas como actos mercenarios. Costos descabellados en algo que debería haber sido la más simple de las tareas: reclutamiento de personal. Me doy cuenta de que lo de Dagoola se te escapó de las manos, pero ¿y la primera vez?