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Una música extraordinaria empezó a sonar en alguna parte, una rica complejidad de armónicos cada vez más veloz. Miles no podía identificar el instrumento… o más bien instrumentos… Thorne y él intercambiaron una mirada y por acuerdo mutuo se acercaron lentamente al sonido. Encontraron al ejecutante cerca de una escalera en espiral, contra el espectáculo de la estación, el planeta y las estrellas. Los ojos de Miles se abrieron de par en par con asombro. Los cirujanos de la Casa Ryoval han ido demasiado lejos esta vez…

Pequeñas lucecitas de colores decorativos definían el campo esférico de una gran burbuja de vacío. Flotando en su interior había una mujer. Sus brazos de marfil brillaban sobre su ropa de seda verde mientras tocaba. Los cuatro brazos de marfil… Llevaba una chaqueta floreada, parecida a un kimono, y pantalones cortos a juego, de los que emergía el segundo par de brazos, donde deberían haber estado las piernas. La mujer llevaba el cabello corto, suave y negro como el ébano. En ese momento, tenía los ojos cerrados y su rostro rosado expresaba la paz de un ángel, alto, distante y terrorífico.

Su extraño instrumento estaba fijo en el aire frente a ella, un marco estrecho de madera lustrada, atado arriba y abajo, con un extraño conjunto de alambres brillantes y placas de madera entre los dos extremos. Ella tocaba los alambres con cuatro martillos forrados de terciopelo y lo hacía a una velocidad increíble, por los dos lados al mismo tiempo. Movía las manos superiores en contrapunto con las inferiores. La música surgía de la burbuja como una cascada.

—Dios mío —dijo Thorne—, es una de los cuadrúmanos.

—¿Una qué?

—Una cuadrúmana… Está muy lejos de casa.

—¿No es un… un producto local?

—De ninguna manera.

—Qué alivio. Creí… ¿De dónde demonios viene, entonces?

—Hace unos doscientos años… más o menos en la época en que inventaron a los hermafroditas —una amargura especial recorrió la cara de Thorne—, hubo un momento de alta experimentación con la genética humana después del desarrollo del replicador uterino práctico. Muy poco después surgió una ola de leyes que restringían esos experimentos pero, mientras tanto, alguien pensó que sería una excelente idea formar una raza especializada en vivir en caída libre. Después llegó la gravedad artificial y los dejó fuera de juego. Los cuadrúmanos huyeron, sus descendientes terminaron en ninguna parte, más allá de la Tierra, hacia el Nexo. Se dice que no quieren contactos con otros. Es muy raro ver a uno a este lado de la Tierra. Shhh. —Thorne siguió escuchando la música con los labios entreabiertos.

Tan raro como encontrar a un hermafrodita betano en la Flota Libre de Mercenarios, pensó Miles. Pero la música merecía una atención permanente y especial, aunque pocos en esa multitud paranoica parecían estar escuchándola. Una vergüenza. Miles no era músico, pero hasta él podía sentir la intensidad de la pasión en la ejecución, una intensidad que iba mucho más allá del talento, casi hasta la genialidad. Una genialidad evanescente, los sonidos tejidos con tiempo y como el tiempo, escapándose siempre más allá del alcance de uno hacia el recuerdo.

La cascada de música decayó hasta convertirse en un eco fascinante, después, silencio. Los ojos azules de la intérprete de cuatro brazos se abrieron despacio y su cara volvió desde lo etéreo hacia lo meramente humano, tensa y triste.

—Ah —suspiró Thorne, se puso el vaso vacío bajo el brazo, levantó las manos para aplaudir, pero se detuvo, dudando al ver que nadie más lo hacía y que iba a quedar en evidencia en medio de esa sala indiferente.

Miles no quería hacerse notar.

—Tal vez puedas hablarle —sugirió como alternativa.

—Tú crees? —Thorne, resplandeciente de alegría avanzó, dejó el vaso en el suelo y levantó las manos hacia la burbuja brillante. Sólo pudo sonreír y soltar un—: Eh… —Su pecho bajaba y subía.

Dios mío. ¿Bel sin palabras? Nunca pensé que vería algo así.

—Pregúntale cómo se llama ese instrumento que toca —sugirió Miles.

La mujer de cuatro brazos inclinó la cabeza con curiosidad y nadó como en el vacío, con gracia, por encima de su instrumento para flotar frente a Thorne al otro lado de la barrera brillante.

—¿Sí?

—¿Cómo se llama ese extraordinario instrumento? —preguntó Thorne.

—Es un dulcimer de dos lados a martillo, madame… señor… —Su tono de sirviente a invitado, siempre sin expresión, se detuvo un momento por miedo a insultar—. Oficial.

—Capitán Bel Thorne —dijo Bel al instante, empezando a recobrar su equilibrio y suavidad habituales— Comandante del crucero rápido Ariel. A su servicio. ¿Cómo llegó usted hasta aquí?

—Había ido a la Tierra. Buscaba empleo y el barón Fell me contrató. —La mujer inclinó la cabeza como si estuviera evitando algún tipo de crítica, aunque Bel no la criticó.

—Es usted una cuadrúmana, ¿verdad?

—¿Sabe usted algo de los míos? —Las cejas oscuras se arquearon por la sorpresa—. La mayoría de la gente que viene cree que soy una malformación fabricada, artificial. —La amargura teñía su voz.

Thorne se aclaró la garganta.

—Soy betano. Y siempre quise informarme sobre la historia de la explosión genética temprana. Es más que un simple interés personal. —Thorne volvió a aclararse la garganta—. Soy un hermafrodita betano, ¿entiende? —y esperó, ansioso, la reacción de ella.

Maldición. Bel nunca esperaba la reacción de nadie. Bel seguía adelante y dejaba que las reacciones surgieran como quisieran. No interferiría por nada del mundo. Miles se alejó un poco de forma imperceptible, frotándose los labios para ocultar una sonrisa reprimida a medias, mientras toda la gestualidad masculina de Thorne se instalaba de nuevo en su cuerpo, desde la columna a las puntas de los dedos y luego más allá todavía, en el aire que lo rodeaba.

La cabeza de ella se inclinó, interesada. Una mano se levantó para posarse sobre la barrera brillante, no muy lejos de la de Bel.

—¿En serio? Entonces, usted también viene de la misma época.

—Sí. Y dígame, ¿cómo se llama?

—Nicol.

—Nicol. ¿Nada más? Bueno, es bonito, pero…

—No usamos apellidos.

—Ah. ¿Qué piensa hacer después de la fiesta?

En ese momento, por desgracia, hubo una interferencia inevitable.

—Firmes, capitán —murmuró Miles. Thorne se enderezó al instante, frío y correcto, y siguió la mirada de Miles. La cuadrúmana flotó de nuevo, alejándose de la barrera de fuerza e inclinó la cabeza sobre las manos que había unido palma con palma, como saludando al hombre que se aproximaba. Miles también adoptó una postura que podía interpretarse como una atención militar respetuosa.

Georish Stauber, el barón Fell, era sorprendentemente viejo para haber alcanzado su posición hacía tan poco tiempo, pensó Miles. En persona parecía más viejo que en la imagen de holovídeo que había visto en el informe de su misión. El barón se estaba quedando calvo, con un círculo de cabello cano alrededor del cráneo resplandeciente. Era un hombre jovial y gordo. Parecía un abuelito. No el de Miles, claro; el suyo había sido flaco y con aires de gran predador hasta el último momento. Y el título del viejo conde había sido tan real como podían ser esas cosas, no la nobleza cortesana de un superviviente de sindicato. Con mofletes colorados o no, Miles se recordó a sí mismo que el barón Fell había pasado por encima de muchos cadáveres para llegar donde estaba.

—Almirante Naismith, capitán Thorne. Bienvenidos a la estación Fell —ronroneó el barón, con una sonrisa.