Miles hizo una reverencia aristocrática. Thorne lo imitó, con menos éxito. Ah. Tenía que enmendar esa desmaña la próxima vez. De esos detalles ínfimos se hacían las identidades secretas. Y por esos detalles volaban por el aire.
—¿Les atienden bien?
—Sí, gracias. —Por ahora, simplemente un buen comerciante.
—Estoy tan contento de conocerle, por fin —ronroneó otra vez el barón, dirigiéndose a Miles—. Hemos oído hablar mucho de usted.
—¿En serio? —dijo Miles como para alentarlo. Los ojos del barón estaban llenos de una avidez extraña. Bonita mano para un pequeño mercenario de hojalata, ¿eh? Era un poco más de lo razonable incluso para un gran mayorista. Miles eliminó cualquier expresión de preocupación o desconfianza de la sonrisa que le devolvió al conde. Paciencia. Que el desafío venga solo, no te apresures a ir contra algo que todavía no puedes ver—.
Todo bueno, espero.
—Impresionante. Su ascensión ha sido tan rápida como misteriosos sus orígenes.
Mierda, mierda, ¿qué clase de cebo era ése? ¿Acaso el barón insinuaba conocer la identidad secreta del almirante Naismith? Eso sí que podía significar problemas a la vista, y serios. No… estaba dejándose llevar por el miedo. Espera. Olvida que existió alguna vez en este cuerpo una persona llamada teniente Vorkosigan, de la Seguridad Imperial de Barrayar. De todos modos este cuerpo es demasiado Pequeño Para los dos, muchacho. Y sin embargo, ¿por qué razón era tan insinuante la sonrisa de ese tiburón gordo? Miles se encogió de hombros.
—La historia del triunfo de su flota en Vervain ha llegado hasta aquí. Una lástima lo que le ocurrió al comandante anterior.
Miles se puso a la defensiva.
—Lamento la muerte del almirante Oser.
El barón se encogió de hombros, filosóficamente.
—Esas cosas suceden en el negocio. Sólo puede haber un comandante.
—Él hubiera podido ser un subordinado muy valioso.
—El orgullo es un peligro —sonrió el barón.
Cierto. Miles se mordió la lengua. Así que cree que yo arreglé la muerte de Oser. Mejor. Que había un mercenario menos de lo que parecía en esa habitación; que los Dendarii, a las órdenes de Miles, se habían convertido en un brazo del Servicio Imperial de Barrayar tan secreto que la mayoría de ellos no lo sabía… ah, muy tonto sería el barón de sindicato que no encontrara provecho en el conocimiento de esos secretos. Miles devolvió la sonrisa al barón y no agregó nada.
—Usted me interesa enormemente —continuó el barón. —Por ejemplo, está el problema de su supuesta edad. Y de su previa carrera militar.
Si Miles se hubiera quedado con su copa en la mano, se la habría tragado de golpe. En lugar de eso, apretó las manos juntas detrás de la espalda. Mierda, las líneas del dolor no habían envejecido su rostro, no lo suficiente. Si el barón estaba viendo la verdad a través de su pose de mercenario, si podía vislumbrar al teniente de seguridad de veintitrés años… y sin embargo, en general, siempre había logrado salirse con la suya…
El barón bajó la voz.
—¿Es cierto lo que se rumorea del tratamiento rejuvenecedor que hizo en Beta?
Así que era eso. Miles sintió que se desmayaba de alivio.
—¿Qué interés podría tener usted en esos tratamientos, milord? —preguntó, sin darle importancia— Creía que en Jackson’s Whole se había inventado la inmortalidad práctica. Se dice que aquí hay quienes van por el tercer cuerpo de clonación.
—Yo no soy uno de ellos —respondió el barón con un tono que dejaba claro que lo lamentaba.
Miles enarcó las cejas en una expresión de sorpresa genuina. Seguramente, ese hombre no dejaría de hacerlo por pruritos morales…
—¿Algún infortunado impedimento médico? —dijo, poniendo toda la simpatía que podía en su voz—. Lo lamento, señor.
—Bueno, sería una manera de decirlo. —La sonrisa del barón reveló un lado amargo—. La operación de trasplante de cerebro mata a un porcentaje de pacientes que no hemos podido reducir…
Sí… pensó Miles, empezando por el ciento por ciento de los clónicos. A ésos hay que destruirles el cerebro para instalar el nuevo.
—Y otro porcentaje sufre distintos daños permanentes. Ésos son los riesgos que hay que afrontar para recibir la recompensa.
—Pero ésta es tan grande…
—Sí, pero además hay un cierto número de pacientes, que no se distingue del primer grupo, que mueren en la mesa de operaciones, y no por accidente. Si sus enemigos tienen la sutileza y la astucia para arreglarlo. Yo tengo enemigos, almirante Naismith.
Miles hizo un pequeño gesto de quién-lo-hubiera-pensado, con una mano en la aire, y siguió cultivando un aire de profundo interés.
—Calculo que mis oportunidades actuales de sobrevivir a un trasplante de cerebro son peores que las de la mayoría —continuó el barón—. Así que tengo un interés especial en las alternativas que pudieran surgir. —Hizo una pausa y esperó.
—Ah —dijo Miles. Se miró las uñas y pensó a toda prisa— « Es verdad. Una vez participé en un… experimento no autorizado. Prematuro. Pasaron demasiado rápido de las experiencias animales a las humanas. No tuvo éxito.
—¿No? —preguntó el barón—. Usted parece gozar de buena salud.
Miles se encogió de hombros.
—Sí, hubo algún beneficio en cuanto a los músculos, el tono de la piel, el cabello. Pero mis huesos son los de un viejo, frágiles. —Eso último, muy cierto—. Estoy sujeto a ataques agudos de inflamación ósea… entonces no puedo ni caminar sin medicación. —Cierto también, mierda. Algo que había empezado hacía poco y que le molestaba mucho—. Mi expectativa de vida no se considera muy larga. —Por ejemplo, si cierta gente aquí se da cuenta de quién es en realidad el almirante Naismith… En ese caso, creo que mi expectativa de vida sería de quince minutos—. Así que, a menos que a usted le encante el dolor y piense que le gustaría ser un lisiado, temo que no puedo recomendarle el tratamiento.
El barón lo miró de arriba abajo. En la boca se le dibujaba un gesto de profunda desilusión.
—Ya veo.
Bel Thorne, que sabía muy bien que el fabuloso Tratamiento de Rejuvenecimiento de Beta no existía, escuchaba con alegría muy bien disimulada. Bendito fuera su corazoncito negro.
—Pero —protestó el barón— su… amigo científico tal vez haya progresado algo en cuanto al tratamiento en estos años.
—Lamento decirle que no —contestó Miles—. Murió. —Levantó las manos en un gesto de impotencia—. De viejo.
—¡Ah! —Los hombros del barón cayeron un poco.
—Ah, estás ahí, Fell —dijo una nueva voz que se acercaba hacia ellos. El barón se enderezó y se volvió.
El hombre que lo había saludado llevaba un traje tan conservador como Fell y lo seguía un sirviente silencioso con la palabra «guardaespaldas» escrita en todo el cuerpo, por la forma en que se movía. Iba de uniforme, una túnica de cuello alto, de seda roja y pantalones negros sueltos. No estaba armado. Nadie lo estaba en la estación Fell, nadie excepto los hombres de Fell. La estación tenía las reglas más estrictas sobre armas que hubiera conocido Miles. Pero la forma de los callos en las manos delgadas del guardaespaldas parecía sugerir que, de todos modos, lo más probable era que no necesitara armas. Sus ojos parpadearon y sus manos temblaron levemente con una tensión exacerbada inducida por ayudas artificiales… si se lo ordenaban, golpearía a una velocidad cegadora con una fuerza de adrenalina casi enloquecida. También se jubilaría muy joven, inválido para el resto de su corta vida, por culpa de su metabolismo.