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—Tengo que ver a mi señor conde —dijo ella, dirigiéndose a un punto incierto entre el guardia y Miles—. Tengo derecho. Mi padre murió en el Servicio. Tengo derecho.

—El primer ministro, el conde Vorkosigan —afirmó el guardia serio y tenso— ha venido a este estado secundario a descansar. Si estuviera trabajando, ya habría vuelto a Vorbarr Sultana. —El guardia parecía estar deseando viajar él a Vorbarr Sultana en ese mismo momento.

La mujer aprovechó la pausa.

—Usted es sólo un hombre de ciudad. Él es mi conde. Mi derecho.

—¿Para qué quiere ver al conde Vorkosigan? —preguntó Miles con paciencia.

—Asesinato —gruñó la niña-mujer. El guardia de seguridad hizo un leve movimiento espasmódico—. Quiero denunciar un asesinato.

—¿No debería denunciarlo primero frente al portavoz de su pueblo? —preguntó Miles con un gesto para calmar al guardia, que estaba cada vez más inquieto.

—Ya lo he hecho. Y no quiere hacer nada, nada. —La rabia y la frustración le quebraron la voz—. Dice que ya está hecho. Terminado. No quiere tomarme la denuncia, dice que es una estupidez. Que sólo le causaría problemas a todo el mundo, dice. Pero a mí no me importa! ¡Yo quiero justicia!

Miles frunció el ceño, pensativo, mirando a la mujer de arriba abajo. Los detalles corroboraban lo que ella decía que era, y eso se agregaba a una sensación sólida, aunque subliminal, de algo cierto que tal vez escapaba a la paranoia profesional de los que trabajan en seguridad.

—Es verdad, cabo —dijo Miles—. Tiene derecho a apelar, primero frente al magistrado del distrito, después frente a la corte del conde. Y el magistrado de distrito estará fuera dos semanas.

Ese sector del distrito nativo del conde Vorkosigan sólo tenía un magistrado, cargado de trabajo, que viajaba por un circuito que incluía el pueblo de Vorkosigan Surleau, junto al lago, pero el pueblo lo recibía sólo un día al mes. Y como la región del país del primer ministro estaba plagada de guardias de seguridad imperial cuando llegaba el gran señor, y se vigilaba con mucho cuidado cuando no estaba, los que causaban problemas solían irse con la música a otra parte.

—Regístrela y déjela entrar —ordenó Miles—. Yo asumo toda la responsabilidad.

El guardia era uno de los mejores de la Seguridad Imperial, entrenado para buscar asesinos hasta en su propia sombra. Parecía escandalizado, y bajó la voz para decirle a Miles:

—Señor, si todos los lunáticos de esta región entraran en las instalaciones cuando quisieran…

—Yo la llevaré. Voy para allá.

El guardia se encogió de hombros, impotente, y estuvo a punto de cuadrarse: era obvio que Miles no estaba uniformado. Finalmente, sacó un detector de su cinturón y organizó todo un espectáculo alrededor de un registro muy cuidadoso de la mujer. Miles se preguntó si se habría sentido tentado a desnudarla si él no hubiera estado allí. Cuando el guardia terminó de demostrar lo concienzudo, leal y eficiente que era, abrió la llave del gran portón, introdujo el código —incluyendo el estudio de la retina de la mujer— en el monitor del ordenador y se hizo a un lado con una pose un poco exagerada de descanso militar. Miles sonrió ante esa forma de expresar desagrado y avanzó, con la mujer agotada asida por el codo, por el sendero zigzagueante que se abría detrás de los portones.

Ella evitó su roce apenas pudo, pero no hizo el gesto supersticioso y lo miró con ojos llenos de una curiosidad extraña y voraz. Hubo un tiempo en que esa fascinación abierta y llena de repulsión frente a las peculiaridades de su cuerpo obligaba a Miles a apretar los dientes; ahora sabía tomarla con un humor en él que apenas quedaba rastro de amargura. Ya aprenderían, todos ellos. Ya aprenderían.

—¿Es usted servidor del conde Vorkosigan, hombrecito? —le preguntó ella con cautela.

Miles pensó un momento.

—Sí —contestó al final. Después de todo, la respuesta era la verdad en todos los sentidos excepto en el que ella había hecho la pregunta. Refrenó la tentación de decirle que era el bufón de la corte. Por la mirada que había en esos ojos, era evidente que ella tenía problemas mucho más serios que los de Miles.

Aparentemente, no creía en su suerte, a pesar de la determinación que había demostrado en la puerta, porque mientras trepaban hacia lo que había sido su meta en ese viaje, un pánico creciente empalideció aún más sus rasgos, que casi parecían enfermos.

—¿Cómo… cómo le hablo? —se atragantó—. ¿Tengo que hacerle una reverencia… ? —Se miró como si se diera cuenta por primera vez de que la suciedad, el sudor y la delgadez la marcaban de arriba abajo.

Miles refrenó la tentación de bromear: Arrodillese y golpee tres veces el suelo con la frente antes de hablar, eso es lo que hace el personal general, y dijo:

—Simplemente, quédese de pie y diga la verdad. Trate de ser clara. Él le dirá qué hacer de ahí en adelante. Después de todo —Miles torció los labios—, no le falta experiencia.

Ella tragó saliva.

Hacía unos cien años, la residencia de verano de los Vorkosigan había sido una barraca para los guardias, parte de las fortificaciones externas del gran castillo construido sobre el risco, por encima del pueblo de Vorkosigan Surleau. Ahora el castillo estaba en ruinas y las barracas se habían transformado en una residencia baja y cómoda de piedra, modernizada y remodernizada, construida de acuerdo con el paisaje con cierto sentido artístico y rodeada de flores brillantes. Habían ampliado las aberturas que había en las paredes para lanzar las flechas y las habían convertido en ventanas que daban al lago. Había una antena de comunicaciones sobre el techo. También habían levantado una nueva barraca para los guardias, escondida entre los árboles de la ladera, pero sin aberturas para las flechas.

Un hombre con la librea castaña y plateada de los guardias y servidores personales del conde salió de la puerta principal de la residencia justo en el momento en que Miles se acercaba con la mujer desconocida. Era el nuevo… ¿cómo se llamaba? Pyrn, ése era su nombre.

—¿Dónde está el señor conde? —le preguntó Miles.

—En el pabellón superior, tomando el desayuno con la señora. —Pyrn echó una mirada a la mujer y esperó en una postura de educada interrogación.

—Ah, bueno, esta mujer ha andado cuatro días para hacer una denuncia frente a la corte del magistrado de distrito. La corte no está aquí, pero el conde sí, así que ahora quiere saltarse un paso y llegar arriba de golpe. Me gusta su estilo. ¿La llevas, por favor?

—¿Durante el desayuno? —preguntó Pyrn.

Miles miró a la mujer.

—¿Ya ha desayunado?

Ella negó con la cabeza sin decir nada.

—Suponía que no. —Miles volvió las palmas hacia arriba, como para expresar que la dejaba en manos del guardia—. Ahora lo va a tomar.

—Mi padre murió en el Servicio —repitió la mujer en voz muy baja—. Tengo derecho. —Ahora la frase parecía convencerla casi tanto como a los demás.

Pym, aunque no había nacido en las colinas, por lo menos era hombre del distrito.

—Así es la vida —suspiró y le hizo un gesto a la mujer para que lo siguiera sin agregar palabra. Los ojos de ella se abrieron y mientras lo seguía alrededor de la casa, miró por encima del hombro a Miles.

—¿Hombrecito… ?

—Simplemente, quédese de pie —le gritó él. La vio desaparecer detrás del recodo de la casa, sonrió y subió de dos en dos los escalones de la entrada principal.