Canaba se encogió de hombros.
—Lo lamento, pero tengo que hacerlo… Si viene a verme, le diré el resto. O váyase, no me importa. Pero hay una cosa que debo hacer… que tengo que… expiar. —La voz se fue desvaneciendo en medio de su agitación.
Miles respiró hondo.
—Muy bien. Pero cada complicación que usted agregue, aumenta el riesgo que corre. Y el que corremos nosotros. Será mejor que valga la pena.
—Ay, almirante —suspiró Canaba con tristeza— Sí que vale la pena.
La nieve caía lentamente en el parquecito en que Canaba se encontró con ellos, lo cual daba a Miles una razón más para maldecir. Como si no se hubiera quedado sin insultos hacía horas. Para cuando Canaba emergió por detrás del quiosco sucio en que lo esperaban Thorne y Miles, éste temblaba de arriba abajo a pesar de su parka fabricada en Dendarii. Los dos mercenarios echaron a andar tras el hombre sin decir palabra.
Los laboratorios Bharaputra tenían su cuartel general en una ciudad del planeta que, francamente, Miles encontraba inquietante: un puerto de transbordadores vigilado, edificios del sindicato vigilados, edificios municipales vigilados, residencias vigiladas y, entre unas y otras, un desorden enloquecido de estructuras descuidadas y viejas, ocupadas por gente escurridiza. El lugar hacía que Miles se preguntara si los dos hombres de las tropas Dendarii que había dispuesto para que los siguieran serían suficientes. Pero la gente les abría paso. Evidentemente, sabían lo que significaban los guardias. Por lo menos, durante el día.
Canaba los condujo a uno de los edificios cercanos. Tenía los tubos ascensores fuera de servicio, los corredores sin calefacción. Una persona, tal vez una mujer, vestida de oscuro, se deslizó entre las sombras y Miles pensó, inquieto, en una rata gigante. Siguieron a Canaba, con creciente recelo, hacia la escalera de seguridad en el lateral de un tubo ascensor abandonado, y por otro corredor y a través de una puerta hasta una habitación vacía y sucia, Iluminada por una ventana intacta de vidrios no polarizados. Por lo menos, no hacía viento.
—Creo que aquí podemos hablar tranquilos —dijo Canaba, volviéndose y sacándose los guantes.
—¿Bel? —dijo Miles.
Thorne sacó un grupo de detectores antimicrófonos y cámaras de su parka y se dedicó a examinarlo todo, mientras los dos guardias revisaban los alrededores. Uno de ellos se quedó en el corredor y el segundo cerca de la ventana.
—Limpio —dijo Bel por fin, como si no acabara de creer en sus instrumentos—. Por ahora. —Caminó alrededor de Canaba y lo revisó también.
Canaba esperó con la cabeza gacha, como si sintiera que no se merecía mejor tratamiento. Bel conectó la cortina de sonido para protegerse de posibles micrófonos no detectados.
Miles se sacó la capucha y abrió el abrigo para tener las armas a mano, por si se trataba de una trampa. Canaba le resultaba impenetrable. ¿Cuáles eran sus motivaciones? No cabía duda de que la Casa Bharaputra le había asegurado comodidad —su chaqueta y la ropa cara que llevaba debajo así lo indicaban—, y a pesar de que su estándar de vida no decaería al entrar al servicio del Instituto de Ciencia Imperial de Barrayar, no tendría la oportunidad de amasar tanto dinero como en Jackson’s Whole. Así que no era por dinero. Pero entonces, ¿por qué había querido trabajar para la Casa Bharaputra? ¿Por qué trabajaría alguien allí si no era porque la avidez de ganancia había acabado con su integridad?
—Usted me resulta fascinante, doctor Canaba —intervino Miles—. ¿Por qué este cambio en la mitad de su carrera? Conozco muy bien a sus nuevos patrones y, francamente, no veo cómo pudieron ofrecerle más que la Casa Bharaputra. —Bien, ésa era la forma en que lo diría un mercenario.
—Me ofrecieron protección contra la Casa Bharaputra. Aunque, si usted es la protección que me mandan… —Y miró dudoso a Miles.
Ja. Mierda. El hombre estaba a punto de volar, dejando a Miles que explicara el fracaso de su misión al jefe de Seguridad Imperial, Illyan en persona.
—Compraron nuestros servicios —dijo Miles— y por lo tanto usted es el que manda. Quieren que esté sano y salvo. Pero no podemos ni empezar a protegerlo si usted se desvía así de un plan diseñado para maximizar su seguridad, deja de lado factores de riesgo y encima nos pide que actuemos en la oscuridad.
Necesitamos saber exactamente lo que está pasando si quiere que yo me responsabilice de los resultados.
—Nadie le pide que se responsabilice.
—Discúlpeme, doctor, pero sí que me lo han pedido.
—Ah —dijo Canaba—. Ya… ya veo. —Fue hasta la ventana y volvió— ¿Pero hará lo que yo le diga?
—Haré lo que pueda.
—Claro —rezongó Canaba—. Dios… —Meneó la cabeza, cansado, inhaló profundamente— No vine por el dinero, sino porque aquí puedo hacer investigaciones que son imposibles en cualquier otro lugar. No estoy limitado por restricciones legales antiguas. Soñaba con conseguir maravillas… pero se convirtió en una pesadilla. La libertad se convirtió en esclavitud. ¡Las cosas que querían que hiciera! Constantemente interrumpían lo que yo quería hacer. Ah, siempre se puede lograr que alguien haga algo por dinero, pero esa gente es de segundo orden. Estos laboratorios están llenos de mediocres, de segundones. Porque no se puede comprar a los mejores. Hice cosas, cosas únicas, que Bharaputra no quiere desarrollar porque la ganancia sería ínfima, y no les importa el número de personas a las que beneficiaría… y no tengo crédito por mi trabajo, nadie habla de mi trabajo. Todos los años veo en la bibliografía de mi campo los honores galácticos que se entregan a hombres que valen menos que yo porque yo no puedo publicar mis resultados… —Se detuvo, bajó la cabeza—. Sin duda, le parezco megalomaníaco.
—Me parece frustrado.
—La frustración —continuó Canaba— me despertó de un largo sueño. El ego herido, sólo eso, ego herido. Pero en mi orgullo, volví a descubrir la vergüenza. Y el peso de esa vergüenza me asustó, me asustó y me paralizó. ¿Me comprende usted? ¡Y qué importa que me entienda! ¡Ah! —Caminó hasta la pared y se quedó allí de pie, mirándola, la espalda erguida.
—Bueno —dijo Miles y se rascó la parte posterior de la cabeza, pensativo—. Sí, me gustaría pasar varias horas fascinantes escuchando sus explicaciones… pero en mi nave. Cuando estemos en el espacio.
Canaba se volvió con media sonrisa en los labios.
—Usted es un hombre práctico. Es evidente. Un soldado. Bueno, Dios sabe que eso es justo lo que necesito ahora.
—Las cosas se han complicado, ¿eh?
—Ha ocurrido… de pronto. Pensaba que lo tenía todo bajo control.
—Siga —suspiró Miles.
—Había siete complejos genéticos sintetizados. Uno de ellos es la curación para cierto desorden enzimático. Otro aumenta veinte veces la generación de oxígeno en las algas de las estaciones espaciales. Otro vino de fuera de los laboratorios Bharaputra, lo trajo un hombre. Nunca supimos quién era, pero la muerte lo seguía. Muchos de los colegas que habían trabajado en ese proyecto murieron asesinados esa misma noche por los comandos que lo perseguían y que destruyeron sus archivos y anotaciones. Nunca se lo dije a nadie, pero saqué una muestra de ese tejido sin autorización. Para estudiarla. Todavía no he terminado de investigarla, pero puedo decirle que es absolutamente única.
Miles identificó la historia y casi se ahogó pensando en la extraña cadena de circunstancias que habían puesto una muestra de tejido idéntica en manos de la Inteligencia de Dendarii hacía un año. El complejo telepático de Terrence See, se llamaba, y era la verdadera razón por la que su majestad imperial quería de pronto a un técnico en genética. Uno de los mejores. El doctor Canaba iba a recibir una pequeña sorpresa cuando llegara a su nuevo laboratorio en Barrayar. Y si los otros seis complejos tenían un valor semejante al de ése, el jefe de Seguridad Illyan despellejaría a Miles vivo si los dejaba escapar. La atención que Miles prestaba a Canaba se intensificó. Ese viaje tal vez no sería tan trivial como él había temido.