El complejo blanco se alzaba amenazador contra la ladera de la montaña cubierta de bosques oscuros, con los jardines delanteros inundados de luz, fantasmales, en la niebla y el frío. Las entradas de servicio parecían más prometedoras. Miles asintió para sí mismo y bajó de la furgoneta, que había colocado artísticamente sobre el pequeño sendero de montaña que subía por encima de la Casa Ryoval. Abrió otra vez la puerta trasera y entró para protegerse del viento helado.
—De acuerdo, chicos, escuchadme.
La patrulla se agrupó a su alrededor mientras él colocaba el mapa de holovídeo en el centro. Las luces coloreadas del dibujo brillaban sobre las caras, la del alférez Murka, alto como siempre; la de la sargento Laureen Anderson, que llevaba la furgoneta y debía quedarse fuera como apoyo, junto con el soldado Sandy Hereld y el capitán Thorne. Un viejo prejuicio de Miles, típico de Barrayar, hacía que la idea de llevar soldados mujeres a la Casa Ryoval le disgustara especialmente; esperaba estar disimulándolo bien. En el caso de Bel Thorne la cosa era doble. No era que el sexo representara diferencia alguna en las aventuras que les esperaban, por lo menos, a juzgar por los rumores extraños que había escuchado. Y sin embargo… Laureen decía que podía hacer pasar cualquier vehículo construido por el hombre a través del ojo de una aguja, aunque Miles no podía creer que ella hubiera hecho en toda su vida algo tan doméstico como enhebrar una aguja. No, Laureen no iba a cuestionar su decisión de dejarla en la furgoneta.
—El problema principal sigue siendo que todavía no sabemos a ciencia cierta en qué lugar de las instalaciones tienen a la criatura de Bharaputra. Así que primero cruzamos la valla, luego los patios exteriores, y el edificio principal, ahí y aquí. —Un hilo de luz roja trazó el recorrido sobre el mapa al contacto del dedo de Miles— Después, con el mayor sigilo, atrapamos a un empleado del interior y le inyectamos pentarrápida. Desde ese momento, corremos contrarreloj porque es posible que descubran muy pronto que el empleado no está en su puesto.
»La palabra clave es silencio. No hemos venido a matar a nadie, y no estamos en guerra con los empleados de la Casa Ryoval. Llevad los bloqueadores y dejad los arcos de plasma y los destructores nerviosos en su lugar hasta que localicemos el objetivo. Lo liquidamos lo más rápido posible, sin hacer ruido, y yo consigo la muestra. —Se tocó la chaqueta. Allí debajo llevaba el equipo de recolección que mantendría el tejido vivo hasta que pudieran volver al Ariel—. Después, desaparecemos. Si algo sale mal antes de que consiga ese pedacito de carne, no nos preocupamos por pelear. No vale la pena. Tienen formas muy peculiares de ejecutar las penas de muerte en este lugar y no veo la necesidad de que todos terminemos como repuesto de los bancos de tejidos de los Ryoval. Esperaremos a que el capitán Thorne arregle un rescate y después intentamos otra cosa. En caso de emergencia, tengo un par de cosas que pueden ayudarme a negociar con Ryoval.
—De extrema emergencia —musitó Bel.
—Si algo sale mal después de que acabemos con nuestra misión de carniceros, hay que guiarse por las reglas del combate. Esa muestra es irreemplazable y debe llegar al capitán Thorne a cualquier precio. Laureen, ¿estás segura de que sabes cuál es el punto de reencuentro?
—Sí, señor —dijo Laureen y señaló un punto en el mapa.
—Todos lo habéis entendido? ¿Alguna pregunta? ¿Sugerencias? ¿Observaciones de último minuto? Entonces, controlemos las comunicaciones. Capitán Thorne.
Parecía que todos los comunicadores de muñeca funcionaban bien. El alférez Murka se inclinó sobre el equipo de armas. Miles guardó con cuidado el cubo del mapa holo, que les había costado casi el precio de un rescate pagado a cierta compañía constructora bastante flexible en sus tratos. Los cuatro miembros del equipo de incursión se deslizaron fuera de la furgoneta y emergieron en la oscuridad congelada.
Se deslizaron por entre los bosques. La capa crujiente de escarcha parecía muy resbaladiza bajo los pies y apenas cubría un suelo de barro. Murka vio un ojo espía antes de que el ojo los viera a ellos y lo cegó con un estallido muy breve de estática de microondas al pasar a su lado. Les costó muy poco trabajo aupar a Miles sobre la pared. Trató de no pensar en el viejo deporte de los bares de antaño, el de tirar a los enanos por el aire. El patio interno era sobrio y muy funcional, plataformas de embarque con grandes puertas cerradas, depósitos para recolección de basura y unos pocos vehículos estacionados.
Resonaron pasos en el silencio y todos se escondieron detrás de un gran depósito de basura. Pasó un guardia vestido de rojo, balanceando un detector de infrarrojos. Miles y su gente se agacharon y escondieron la cara en los ponchos antiinfrarrojos. Sin duda, parecían bolsas de basura. Después avanzaron de puntillas hasta las plataformas de embarque.
Conductos. La clave de la entrada a las instalaciones de los Ryoval había resultado ser la red de conductos, la de la calefacción, la de los cables de energía óptica, la de los sistemas de comunicación. Conductos muy estrechos. Bastante intransitables para un individuo corpulento. Miles se sacó el poncho y se lo tendió a uno de los hombres para que lo guardara.
Se aupó sobre los hombros de Murka y pasó al primer conducto a través de una rejilla de ventilación bien alta sobre la pared que daba a las puertas de embarque. Miles sacó la rejilla, se la alcanzó a uno de los hombres de abajo en silencio y, después de mirar si había moros en la costa, se deslizó adentro. Era estrecho incluso para él. Se dejó caer despacio sobre el suelo de cemento, encontró la caja de control, cortó la alarma y levantó la puerta como un metro. Su equipo se deslizó por ella y él volvió a poner la puerta en su lugar con el menor ruido posible. Hasta ahora bien; ni siquiera habían tenido que intercambiar una palabra.
Llegaron al otro lado del patio de recepción justo antes de que pasara un empleado de uniforme rojo con un carro eléctrico cargado de robots de limpieza. Murka tocó la manga de Miles y lo miró como preguntándole ¿Éste? Miles meneó la cabeza. Todavía no. Un hombre de mantenimiento sabría menos que un empleado acerca de lo que había en el interior, donde estaba su objetivo, y no tenían tiempo para sembrar todo el lugar de hombres inconscientes que habrían sido un fracaso como informantes. Encontraron el túnel al edificio principal justo en el sitio en que lo fijaba el mapa. La puerta al final del túnel estaba cerrada con llave, tal como se esperaban.
De nuevo sobre los hombros de Murka. Con un gesto rápido Miles aflojó un panel en el techo y se deslizó por allí —ese marco de soporte del techo, bien frágil, no habría aguantado a un hombre de mucho peso— y encontró los cables de energía que alimentaban el cierre de la puerta. Miles estaba examinando la situación y sacando las herramientas de la chaqueta de su uniforme llena de bolsillos cuando la mano de Murka se alzó para dejar el paquete de armas a su lado y volver a colocar el panel en su lugar. Miles se acostó boca abajo y apretó el ojo contra la grieta mientras oía el grito de una voz en el pasillo, abajo.
—¡Quietos!
La cabeza de Miles se llenó de insultos. Apretó la mandíbula para que no se le escapara ninguno. Miró las coronillas de sus hombres. En un momento, estuvieron rodeados por media docena de guardias armados y vestidos con casaca roja y pantalones negros.
—¿Qué hacéis aquí? —soltó el sargento de guardia.
—¡Mierda! —exclamó Murka—. ¡Por favor, por favor, señor no le diga a mi comandante que nos ha atrapado aquí! ¡Me va a degradar a soldado raso!
—¿Eh? —dijo el sargento de guardia. Empujó a Murka con su arma, un destructor nervioso letal. ¡Arriba las manos! ¿Quién eres?
—Me llamo Murka. Hemos venido en un barco mercenario desde la estación Fell. El capitán no nos quería dar pases de tierra. Imagínese… hemos venido hasta Jackson’s Whole y el hijo de puta no nos deja bajar… ¡El muy cabronazo no nos quiere dejar ver Ryoval!