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Ella lo cogió y se sonó la narizota e hizo un gesto como para devolvérselo.

—Quédatelo —dijo Miles—. ¿Cómo te llamas?

—Nueve —gruñó ella. No era hostil, era la forma en que sonaba una voz muy gastada en esa garganta enorme—. Y tú, ¿cómo te llamas?

Mi Dios, una frase completa. Miles parpadeó.

—Almirante Miles Naismith. —Se acomodó con las piernas cruzadas.

Ella lo miró, transfigurada.

—¿Un soldado? ¿Un oficial?, ¿en serio? —Y después, con dudas, como si lo viera bien por primera vez—: ¿Tú?

Miles se aclaró la garganta con firmeza.

—Sí, en serio. Con poca suerte de momento —admitió.

—Yo también —dijo ella con amargura y aspiró por la nariz—. No sé cuánto hace que me tienen en este lugar, pero ha sido mi primer trago de agua.

—Tres días, creo —dijo Miles—. ¿Tampoco te han dado… comida?

—No. —Frunció el ceño y el efecto, con los colmillos, fue bastante impresionante—. Es peor que lo que me hacían en el laboratorio y creía que eso era malo.

No es lo que desconoces lo que te perjudicará, decía el viejo refrán. Es lo que sabes que no es así.

Miles pensó en el cubo con el mapa. Miró a Nueve. Tuvo una imagen de sí mismo y en esa imagen condensó todo su plan estratégico cuidadosamente pensado y lo tiró en un inodoro cualquiera. Ahora que lo pensaba mejor, el conducto del techo le pareció una tontería. Nueve no cabía en él…

Ella se sacó el cabello enmarañado de los ojos y lo miró con furia renovada. Tenía los ojos de color castaño, un extraño color brillante y claro, que agregaba su efecto a la ilusión de la cara lobuna.

—¿Qué estás haciendo aquí en realidad? ¿Qué es esto? ¿Otra prueba?

—No, esto es la vida real. —Miles frunció los labios— Yo… bueno, cometí un error.

—Supongo que yo también —dijo ella, bajando la cabeza.

Miles se mordió el labio y la miró a través de los ojos entrecerrados.

—¿Qué vida has tenido? —musitó, a medias para sí mismo.

Ella le contestó literalmente.

—Viví con padres adoptivos de alquiler hasta los ocho. Como hacen los clones. Después me hice grande y torpe y rompía cosas… y me llevaron a vivir al laboratorio. Estaba bien. Había calor y mucha comida.

—No pueden haberte simplificado mucho si realmente querían un soldado. Me pregunto cuál es tu coeficiente de inteligencia —especuló Miles.

—Ciento treinta y cinco.

Miles luchó contra una creciente sensación de parálisis.

—Ya… ya veo. ¿Te… te han entrenado?

Ella se encogió de hombros.

—Muchas pruebas. Estaban… bien. Excepto los experimentos de agresión. No me gustan los choques eléctricos. —Pensó un momento — ni los psicólogos. Mienten mucho. —Dejó caer los hombros—. De todos modos, fallé. Todos fallamos.

—¿Cómo pueden saber si fallaste si no te dieron el entrenamiento que corresponde? —dijo Miles con sorna—. Ser soldado tiene que ver con el tipo de comportamiento más complejo, cooperativo y aprendido que se haya inventado. Yo estudié estrategia y táctica durante años y no sé ni la mitad de lo que hay que saber. Todo está en la cabeza. —Y apretó las manos alrededor de las sienes.

Ella lo miró, atenta, aguda.

—Si eso es cierto —dijo y volvió las grandes manos con garras, mirándolas—, ¿para qué me hicieron esto?

Miles se detuvo en seco. Tenía la garganta seca. Y sí, los almirantes también mienten. A veces, hasta se mienten a sí mismos. Después de una pausa incómoda preguntó:

—¿Alguna vez habías pensado en romper un conducto de agua?

—Si uno rompe cosas, lo castigan. Por lo menos a mí. Tal vez a ti no, tú eres humano.

—¿Alguna vez has pensado en salir, en escaparte? Escapar es el deber del soldado cuando lo captura el enemigo. Sobrevivir, escapar, sabotear, en ese orden.

—¿Enemigo? —Ella miró hacia arriba, hacia el peso de toda la Casa Ryoval que pendía sobre su cabeza— ¿Y quiénes son mis amigos?

—Ah, sí, claro… Queda ese punto por aclarar… —Y por otra parte, ¿dónde podía ir un cóctel genético de dos metros y medio con colmillos? Miles respiró hondo. No había ninguna duda de cuál debía ser su próximo movimiento. El deber, la experiencia, la supervivencia, todo apuntaba a eso—. Tus amigos están más cerca de lo que crees. ¿Por qué crees que he venido —¿Por qué he venido, en realidad?

Ella lo miró extrañada, con el ceño fruncido.

—He venido a buscarte. Oí hablar de ti. Estoy… reclutando gente. O por lo menos, estaba. Las cosas salieron mal y ahora voy a escaparme. Pero si vinieras conmigo, podrías unirte a los Mercenarios de Dendarii. Un equipo de primera. Siempre estamos buscando hombres, o mujeres, o lo que sea. Tengo un sargento que… que justamente necesita alguien como tú.

Demasiada verdad en todo eso. El sargento Dyeb era famoso por su mala actitud hacia las soldados mujeres: siempre insistía en que eran demasiado suaves. Cualquier recluta femenino que sobreviviera a su curso de entrenamiento salía de él con la agresividad muy desarrollada. Miles se imaginó a Dyeb cabeza abajo y colgado de los pies desde unos dos metros y medio… Controló su imaginación desatada para concentrarse en la crisis del presente. Nueve lo miraba… sin impresionarse.

—Muy gracioso —dijo con frialdad y Miles se preguntó por un momento de locura si no estaría equipada con el complejo genético de telepatía… no, era anterior a eso…, pero yo ni siquiera soy humana. ¿O eso no te lo han dicho?

Miles se encogió de hombros.

—Humano es el que hace las cosas que hacen los humanos. —Se forzó a estirar la mano y tocarle la mejilla húmeda— Los animales no lloran, Nueve.

Ella saltó como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica.

—Los animales no mienten. Los humanos, sí. Siempre.

—No siempre. —Miles esperaba que no hubiera luz suficiente como para que ella viera que había enrojecido. Nueve lo miraba a la cara con mucha atención.

—Pruébalo. —Inclinó la cabeza y siguió en la misma posición, con las piernas cruzadas. Sus ojos dorados y pálidos se habían puesto brillantes, interrogativos.

—Seguro… ¿cómo?

—Sácate la ropa.

—… ¿qué?

—Sácate la ropa y acuéstate conmigo como hacen los humanos. Hombres y mujeres. —La mano de ella se extendió y le tocó la garganta.

La presión de las garras formó pequeños huecos en la piel de Miles.

—¿Glups? —se atragantó Miles. Sentía los ojos abiertos como dos platos hondos. Un poco más de presión y esos dos hoyitos se abrirían en dos fuentes rojas. Estoy a punto de morir…

Ella lo miraba a la cara con un hambre extraña, terrible, insaciable. Después, de pronto, lo soltó. Él saltó y se golpeó la cabeza contra el techo bajo y entonces se dejó caer, viendo las estrellas. No eran las estrellas del amor a primera vista, por cierto.

Los labios de ella se torcieron en un gruñido de desesperación y colmillos.

—Fea —se quejó. Las uñas con garras se deslizaron sobre las mejillas grandes dejando huellas enrojecidas—. Demasiado fea… animal… tú no crees que yo sea humana… —Parecía resuelta a tomar una decisión desesperada.

—¡No, no, no! —tartamudeó Miles, poniéndose de rodillas como pudo y tomándole las manos para que no siguiera— No es eso. Es que… ¿cuántos años tienes?

—Dieciséis.

Dieciséis. Dios. Él recordaba los dieciséis. Obsesionado con el sexo, muriéndose por dentro minuto a minuto. Una edad horrible para estar atrapado en un cuerpo anormal, torcido, frágil. Dios sabía cómo había hecho para sobrevivir a su odio contra sí mismo en esa época. No… sí que se acordaba de lo que había hecho. Alguien que lo quería lo había salvado.