—¿No eres un poquito joven para esto? —dijo con esperanza.
—¿Cuántos años tenías tú?
—Quince —admitió él antes de poder pensar en mentir —. Pero… fue traumático. No salió bien.
Las garras de ella se volvieron hacia su cara de nuevo.
—¡No hagas eso! —gritó él, aferrándoselas de nuevo. Le recordaba demasiado el episodio del sargento Bothari y el cuchillo. El sargento le había sacado el cuchillo a Miles a la fuerza. No era algo que Miles pudiera hacer en esta oportunidad—. ¿Quieres calmarte, por favor? —le gritó.
Ella dudó.
—Es que… ejem… un oficial y un caballero no se tira sobre una dama en el suelo desnudo. Uno… uno se sienta. Se pone cómodo. Conversa un poco, toma algo de vino, suena la música… se tranquiliza. Ni siquiera has entrado en calor todavía. Ven, siéntate aquí donde hace más calor. —La colocó más cerca del conducto roto, se levantó sobre sus rodillas junto a ella y trató de masajearle el cuello y los hombros. Ella tenía los músculos tensos, parecían rocas bajo sus dedos. Cualquier intento de estrangularla hubiera sido absolutamente inútil.
No puedo creerlo. Atrapado en los cimientos de Ryoval con una mujer loba adolescente y sus necesidades sexuales. No había nada sobre esto en ninguno de los manuales de entrenamiento de la Academia Imperial… Recordó su misión, que era sacarle la pantorrilla izquierda y llevar ese tejido vivo al Ariel. Querido doctor Canaba, si sobrevivo, usted y yo vamos a tener una pequeña conversación, se lo aseguro…
La voz de ella estaba teñida de pena y modificada por la forma rara de su boca.
—Crees que soy demasiado alta.
—Para nada. —Por lo menos se estaba controlando un poco. Podía mentir mejor— Adoro a las mujeres altas, pregúntale a cualquiera que me conozca un poco. Además, hice un descubrimiento feliz hace un tiempo. La diferencia de altura importa solamente cuando estás de pie. Cuando estás acostado, no… no importa mucho… —Una revisión mental de todo lo que había aprendido por ensayo y error, sobre todo error, sobre las mujeres pasaba por su mente sin él quererlo. Y era inquietante. ¿Qué querían las mujeres en realidad?
Se dio la vuelta en redondo y le tomó la mano, ansioso. Ella lo miró con la misma ansiedad, esperando… instrucciones, por todos los diablos. En ese punto. Miles se dio cuenta de que estaba frente a su primera virgen. Sonrió en un estado de parálisis total durante varios segundos.
—Nueve… nunca lo has hecho antes, ¿verdad?
—He visto videos. —Ella frunció el ceño con el recuerdo—. Generalmente, empiezan con besos, pero… —hizo un gesto vago hacia su boca mal formada—, tal vez no quieras.
Miles trató de no pensar en la rata. Después de todo a Nueve le habían hecho pasar hambre.
—Los vídeos pueden ser muy engañosos. Las mujeres…, sobre todo la primera vez, necesitan práctica para aprender las respuestas del cuerpo. Eso me dicen mis amigas mujeres. Tengo miedo de hacerte daño. —Y si te lastimo, me vas a descuartizar.
Ella lo miró a los ojos.
—No te preocupes —dijo—. Tengo un umbral de dolor muy alto.
Pero yo no.
Era una locura. Ella estaba loca. Él estaba loco. Y sin embargo, la verdad era que sentía una fascinación creciente por la… la propuesta. Algo que se alzaba desde su vientre a su cerebro como una niebla fantasmal. No había duda, ella era la mujer más alta que él encontraría en toda su vida. Más de una mujer le había acusado de querer escalar montañas. Tal vez podría sacarse de encima esa tendencia de una vez por todas…
Mierda, De verdad creo que puede salir bien. Ella no carecía de cierto… encanto no era la palabra… la belleza que se podía encontrar en los fuertes, los rápidos, los atléticos, las formas funcionales. Una vez que uno se acostumbraba a la escala en la que se presentaba todo eso en ella. Irradiaba un calor suave que él sentía desde allí… ¿magnetismo animal?, le sopló el observador reprimido del fondo de su mente. ¿Energía? Fuera lo que fuere, no había duda de que sería sorprendente.
Le pasó por la cabeza uno de los aforismos favoritos de su madre. Cualquier cosa que valga la pena hacer, decía ella, vale la pena hacerla bien.
Confuso y mareado como un borracho, abandonó la dureza de la lógica y se dejó ir en alas de la inspiración.
—Bueno, doctor —se oyó musitar como un loco— Experimentemos.
Besar a una mujer con colmillos era una sensación novedosa, de eso no cabía duda. Que ella lo besara —y, evidentemente, aprendía rápido — era todavía más extraño. Los brazos de ella lo rodearon en éxtasis y desde ese momento perdió el control de la situación. Un poco después, en un instante en que trataba de respirar, levantó la vista y preguntó:
—Nueve, ¿has oído hablar de la araña viuda negra?
—No… ¿Qué es?
—No importa —dijo él sin darle ninguna importancia.
Todo fue muy incómodo, muy torpe, pero muy sincero y cuando terminó las lágrimas en los ojos de ella eran de felicidad, no de dolor. Parecía (¿cómo podía ser de otra manera?) enormemente contenta con él. Y él estaba tan cansado y relajado que se durmió como un tronco en unos minutos, apoyado sobre ese cuerpo inmenso.
Se despertó riendo.
—Realmente, tienes los pómulos más elegantes que haya visto —le dijo, pasándole un dedo por las mejillas. Ella estaba inclinada bajo el roce de la mano de él, disfrutando de sus recuerdos y del aire caliente. —Hay una mujer en mi nave que lleva el cabello en una especie de trenza en la espalda. Te quedaría muy bien… Tal vez ella quiera enseñarte cómo hacerlo.
Ella se puso un manojo de cabello frente a los ojos y lo miró casi bizca, como si tratara de ver más allá del enredo y la suciedad. Después, le tocó la cara.
—Y tú eres muy atractivo, almirante.
—¿Quién? ¿Yo? —Él se pasó una mano sobre la barba crecida de una noche, los rasgos cortados, las viejas líneas del dolor… Debe de estar ciega por mi rango…
—Tienes una cara… llena de vida. Y tus ojos ven lo que miran.
—Nueve… —Él se aclaró la garganta. Hizo una breve pausa— Mierda, ése no es un nombre. Es un número. ¿Qué le pasó a Diez?
—Murió. —Tal vez yo también muera pronto agregaron sus extraños ojos en silencio antes de que las pestañas los callaran.
—¿Nunca te han dado otro nombre?
—Hay un código largo de biocomputadora que es mi designación real.
—Bueno, nosotros también disponemos de números seriados. —Miles tenía dos, ahora que pensaba en ello— Pero esto es absurdo. No puedo llamarte Nueve, como si fueras un robot. Necesitas un nombre, un nombre duradero. —Se reclinó sobre el hombro cálido y desnudo de ella (ella era como un horno: lo que decían de su metabolismo era cierto), y esbozó una sonrisa— Taura.
—Taura? —La boca extraña le daba —Un acento rítmico torcido —. ¡Es demasiado bonito para mí!
—Taura —repitió él con firmeza—. Hermoso y fuerte. Lleno de sentidos secretos. Perfecto. Ah, y hablando de secretos… — ¿Era el momento de decirle lo que le había puesto el doctor Canaba en la pantorrilla? ¿O se sentiría ofendida, como alguien a quien cortejan por su dinero, o su título? Miles dudó— Ahora que nos conocemos mejor, creo que es hora de salir de aquí.
Ella miró a su alrededor en la oscuridad.
—Pero, ¿cómo?
—Bueno, eso es algo que tenemos que pensar, ¿eh? Te confieso que los conductos me envuelven siempre la mente. —No el de calor, por supuesto. Para entrar hubiera tenido que sufrir anorexia durante meses y además se achicharraría allí dentro. Se sacudió y se puso la camiseta negra. Se había puesto los pantalones apenas se había despertado: ese suelo de piedra le sacaba el calor a cualquier pedacito de piel que lo tocara. Después se puso de pie. Dios. Se estaba haciendo viejo para esos trotes. La muchachita de dieciséis, claro está, tenía la resistencia física de una diosa. ¿Dónde lo había hecho a los dieciséis? Arena, sí. Hizo una mueca, recordando lo que había sentido en ciertos lugares secretos del cuerpo. Tal vez la piedra fría no era tan mala, después de todo.