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Ella sacó la chaqueta verde pálida y los pantalones de debajo de su cuerpo, se vistió y lo siguió a cuatro patas hasta que el espacio le permitió ponerse de pie.

Recorrieron y volvieron a recorrer la cámara subterránea en la que se encontraban. Había cuatro escaleras con trampillas, todas bien cerradas. Había una salida de vehículos, cerrada, hacia el lado más bajo de la ladera. Por ahí tal vez fuera más fácil escapar rompiendo la puerta, pero si no podía hacer contacto inmediato con Thorne, tendría una caminata de veintisiete kilómetros hasta la aldea más cercana. Sobre la nieve, en calcetines… y ella descalza. Y si llegaban, no podría usar la red de vídeo porque su tarjeta de crédito todavía estaba bajo llave en la oficina de Operaciones de Seguridad, arriba. Pedir un favor en una ciudad de Ryoval era un plan dudoso. Así que… ¿escapar y arrepentirse después o quedarse y tratar de equiparse, arriesgándose a que los atraparan de nuevo y arrepentirse antes? Las decisiones tácticas eran siempre tan divertidas…

Los conductos ganaron. Miles señaló hacia arriba, al que tenía más posibilidades.

—¿Crees que podrías abrirlo y alzarme? —le preguntó a Taura.

Ella lo estudió, asintió lentamente con una expresión cerrada en el rostro. Se estiró y se movió hasta una juntura metálica recubierta, deslizó las garras bajo esa banda y tiró. Metió los dedos en la ranura que quedó al descubierto y se colgó de ella como si la estuviera levantando. El conducto se dobló bajo el peso.

—Ahí está —dijo.

Lo levantó como si él hubiera sido un crío. Miles se metió en el conducto. Era muy estrecho, a pesar de que él no había visto ningún otro más grande. Se arrastró muy despacio sobre la espalda. Tuvo que detenerse un par de veces para ahogar un ataque histérico de risa. El conducto se curvaba hacia arriba y él subió despacio por la curva sólo para descubrir que, más adelante, el conducto se abría en una Y y cada rama era la mitad de ancha que la que él venía recorriendo. Maldijo en voz alta y retrocedió. Taura tenía la cara hacia arriba para verlo, un ángulo de visión muy raro.

—Por ahí no —jadeó él, deslizándose hacia atrás.

Esta vez fue hacia el otro lado. Ese lado también se curvaba hacia arriba pero enseguida encontró una rejilla. Una rejilla muy bien cerrada, imposible de quitar, imposible de romper y, con las manos desnudas, imposible de cortar. Taura tal vez hubiera tenido la fuerza necesaria para arrancarla de la pared pero ella no podía entrar por el conducto. Él la miró por unos minutos.

—De acuerdo —dijo y retrocedió—. Basta ya de conductos —informó a Taura—. ¿Podrías ayudarme a bajar? —Ella lo bajó hasta el suelo y él se sacudió el polvo de la ropa. Un acto inútil—. Revisemos un poco más.

Ella lo siguió con docilidad, aunque había algo en su expresión que decía que debía de estar perdiendo la fe en su condición de almirante. De pronto, Miles vio algo que le llamó la atención en una columna y se acercó para examinarlo más de cerca.

Era una de las columnas de apoyo de baja vibración. Dos metros de diámetro, metida profundamente en la roca en un pozo de fluido, iba directo hacia arriba hasta uno de los laboratorios, de eso no había duda, para proveer una base ultraestable a ciertos proyectos de generación de cristales y cosas por el estilo. Miles raspó el costado de la columna. Hueca. Ah, claro, tiene sentido, el cemento no flota bien. Una ranura en el costado parecía dibujar… ¿una puerta de acceso? Pasó los dedos sobre ella, buscando. Había algo escondido… Estiró los brazos y encontró un punto al otro lado. Si los apretaba al mismo tiempo, esos puntos cedían bajo la presión de los pulgares. Hubo un ruidito como un estallido diminuto y un escape de presión y todo el panel cedió. Miles se tambaleó y casi lo dejó caer en el agujero. Lo puso de lado y lo sacó.

—Bueno, bueno —sonrió. Sacó la cabeza por la puerta y miró arriba y abajo. Negro como boca de lobo. Con mucho cuidado, estiró el brazo y tocó alrededor. Había una escalera en el interior para facilitar la limpieza y las reparaciones. Aparentemente, se podía llenar toda la columna con un líquido de la densidad que hiciera falta. Llena, habría estado sellada por auto presión y hubiera sido imposible de abrir. Miles examinó el lado interno de la trampilla con cuidado. Se podía abrir por los dos lados, gracias a Dios.

—Veamos si hay más de éstas, más arriba.

Fue una ascensión lenta. Buscaron ranuras mientras subían en la oscuridad. Miles trató de no pensar en la caída que sufriría si resbalaba en esa escalera estrecha. El aliento profundo de Taura, más abajo, le resultaba reconfortante. Habían subido tal vez tres pisos cuando los dedos fríos y casi paralizados de Miles encontraron otra ranura. Casi la había dejado pasar porque estaba al lado opuesto de la primera. Entonces descubrió, de la peor manera, que no era lo bastante corpulento para mantener un brazo alrededor de la escalera y apretar los dos puntos al mismo tiempo. Después de un resbalón terrorífico, se colgó de la escalera hasta que el corazón dejó de latirle con fuerza.

—Taura? —llamó—. Voy más arriba, a ver si tú puedes. —Pero no le quedaba mucho espacio arriba. La columna terminaba un metro por encima de su cabeza.

Lo que hacía falta eran brazos largos como los de ella. La trampilla se rindió frente a esas manos grandes con un crujido de protesta.

—¿Qué ves? —susurró Miles.

—Una habitación grande y oscura. Un laboratorio, tal vez.

—Tiene sentido. Baja otra vez y vuelve a colocar el panel allá abajo. No creo que debamos indicarles por dónde nos hemos ido.

Miles se deslizó a través de la abertura hacia un laboratorio oscuro mientras Taura cumplía con su tarea. No se atrevió a encender una luz en esa habitación sin ventanas, pero algunos instrumentos tenían los paneles de lectura encendidos en las paredes y mesas y eso generaba un brillo fantasmal suficiente para sus ojos adaptados a la oscuridad. Por lo menos, le servía para no tropezar con nada. Una puerta de vidrio daba a un corredor. Un corredor vigilado electrónicamente, muy vigilado, sí. Con la nariz apretada contra el vidrio, Miles vio una forma roja que pasaba por un corredor. Guardias, ¿Pero qué estaban cuidando?

Taura salió retorciéndose de la rejilla de acceso en la columna, pero le costó bastante y se sentó en el suelo con la cara entre las manos. Miles, preocupado, volvió hacia ella.

—¿Estás bien?

Ella meneó la cabeza.

—No. Hambre.

—¿Qué? ¿Ya? Se suponía que ésa era una rata… digo una barra de ración de veinticuatro horas. —Para no mencionar los dos o tres kilos de carne que había comido como aperitivo.

—Para ti, tal vez — se quejó ella. Estaba temblando.

Miles empezó a darse cuenta de la razón por la que Canaba pensaba que su proyecto había sido un fracaso. Imagínate tratar de alimentar a un ejército entero con semejante apetito. Napoleón se desmayaría de espanto. Tal vez esa muchachita de huesos grandes todavía estaba creciendo. Una idea terrible.

Había una nevera al final del laboratorio. Si conocía bien a los técnicos… Ajá. Entre los tubos de ensayo había un paquete con medio bocadillo y una pera grande, un poco tocada. Se lo dio a Taura. Ella parecía muy impresionada, como si él lo hubiera conjurado de su manga con magia. Lo devoró enseguida y recuperó un poco el color.