Y así, la vida del almirante Aral podía enfrentarse a la del general Piotr con una mano de naipes impresionante. ¿Dónde quedaba el alférez Miles, entonces? Con dos cartas de dos y un comodín. Tendría que darse por vencido o empezar a mentir como un loco…
La mujer de la colina estaba sentada sobre un almohadón con una torta de aceite a medio comer en la mano, mirando atónita a Miles en toda su fuerza y elegancia. Cuando él la miró a su vez, la mujer apretó los labios y se le encendieron los ojos. Su expresión era extraña… ¿Rabia? ¿Excitación? ¿Vergüenza? ¿Diversión? ¿Una extraña mezcla de todo? ¿Y quién pensabas que era yo, mujer?
Uniformado (¿trataba de parecer importante?), Miles se cuadró frente a su padre.
—¿Señor?
El conde Vorkosigan habló a la mujer.
—Es mi hijo. Si lo envío como mi voz, ¿le parecería satisfactorio?
—Ah —dejó escapar ella, la boca abierta en una mueca extraña, feroz, la expresión más intensa que Miles hubiera visto en su rostro hasta el momento— Claro que sí, mi señor.
—Muy bien, entonces ya está decidido.
¿Qué es lo que está decidido?, se preguntó Miles, con cautela. El conde estaba recostado en su silla, al parecer satisfecho, pero con una tensión muy peligrosa en los ojos, una señal evidente de que algo lo había enfurecido. No era rabia contra la mujer: era obvio que habían llegado a una especie de acuerdo y… Miles dio un rápido repaso a su conciencia, no era contra él tampoco. Se aclaró la garganta, torció la cabeza y abrió la boca en una sonrisa de curiosidad, como para preguntar lo que sucedía.
El conde unió las manos y al fin le habló.
—Un caso muy interesante. Ya veo por qué la dejaste entrar.
—Ah… —dijo Miles. ¿En qué se había metido? Había ayudado a la mujer a pasar a través de Seguridad sólo por un impulso quijotesco, por Dios, y para molestar a su padre en el desayuno…— ¿Sí? —dijo sin comprometerse.
Las cejas del conde Vorkosigan se elevaron.
—¿No sabes qué la trajo aquí?
—Habló de un asesinato y de una notable falta de cooperación de las autoridades locales. Pensé que usted la ayudaría a llegar al magistrado de distrito.
El conde se acomodó más en la silla y se frotó la mano pensativo sobre el mentón marcado.
—Es un infanticidio.
El vientre de Miles se encogió. No quiero tener nada que ver con esto. Bueno, eso explicaba por qué no había un bebé contra ese pecho.
—Raro… quiero decir, la denuncia…
—Hace veinte años o más que peleamos contra esa costumbre —dijo el conde—. Promulgaciones, propaganda. … En las ciudades progresamos mucho.
—En las ciudades —murmuró la condesa— la gente tiene alternativas.
—Pero en el interior… bueno… no han cambiado mucho las cosas. Todos sabemos lo que pasa, pero sin una denuncia, una queja… y con la familia que se cierra siempre para proteger a los suyos… es difícil hacer justicia.
—¿Cuál… ? —Miles se aclaró la garganta y miró a la mujer—. ¿Cuál era la mutación del bebé?
—Boca de gato. —La mujer hizo una mueca con el labio superior para que se dieran cuenta de qué hablaba—. Tenía el agujero dentro de la boca también, la pobre niña, y no mamaba bien, se ahogaba y gritaba peto comía lo suficiente, sí, sí…
—Labio leporino —murmuró la mujer del conde, a medias para sí misma, traduciendo el término de Barrayar a la lengua común de la galaxia—, y el paladar partido, parece. Por Dios, eso ni siquiera es una mutación. Ya existía en la vieja Tierra. Un defecto normal de nacimiento, si eso no es una forma contradictoria de decirlo. No un castigo por el peregrinaje de sus antepasados de Barrayar a través del Fuego. Con una simple operación… —La condesa se detuvo de golpe. La mujer de la colina parecía muy angustiada.
—Yo había oído decir eso —dijo—. Mi señor había hecho construir un hospital en Hassadar. Pensaba llevarla allá cuando estuviera un poco más fuerte, aunque no tenía dinero. Tenía las piernas y los brazos sanos, la cabeza bien formada, cualquiera se daba cuenta… seguramente habrían… —Se le crisparon las manos y se le quebró la voz—. Pero Lem la mató antes de que pudiera…
Siete días de camino, calculaba Miles, desde la profundidad de las montañas Dendarii hasta la ciudad baja de Hassadar. Era lógico que una mujer que acababa de dar a luz dejara ese viaje para unos días después. Una hora de viaje en un automóvil aéreo…
—Así que aquí hay alguien que por fin hace una denuncia —dijo el conde Vorkosigan—, y la trataremos como denuncia. Es una oportunidad para enviar un mensaje a los rincones más lejanos de nuestro propio distrito. Miles, serás mi voz, y llegarás adonde no hemos llegado antes. Harás justicia, la justicia del conde… y con mucho ruido si puedes. Ya es hora de que esas prácticas, que nos hacen quedar como bárbaros a los ojos de la galaxia, terminen de una vez por todas.
Miles tragó saliva.
—¿No le parece que el magistrado del distrito estaría mejor cualificado para … ?
El conde esbozó una sonrisa.
—Para este caso, no puedo pensar en nadie que esté mejor cualificado que tú, Miles.
El mensajero y el mensaje corporizados en una sola persona. Los tiempos han cambiado. Claro. Miles deseó estar en otra parte, en cualquier otra parte… sudando sangre de nuevo por sus últimos exámenes, por ejemplo. Ahogó una queja poco diplomática: ¿Y mi graduación?
Se frotó la nuca.
—¿Quién… quién mató a su hijita? —Es decir, ¿a quién tengo que arrastrar, poner contra una pared y fusilar?
—Mi esposo —dijo ella, sin expresión en la voz, mirando, a través de los suelos lustrados y plateados, a ninguna parte.
Yo sabía que esto iba a ser horrible…
—Ella lloraba y lloraba —siguió la mujer—, y no podía dormir, no se alimentaba bien… él me gritó que la hiciera callar…
—¿Y luego? —la acicateó Miles, descompuesto.
—Me maldijo y se fue a dormir a casa de su madre. Dijo que por lo menos allí iba a poder dormir y que necesitaba descansar para seguir trabajando. Yo tampoco había dormido…
Ese tipo suena como un ganador nato. Miles tuvo una imagen instantánea del hombre, un toro con modales de toro… y sin embargo, faltaba algo en el clímax de la historia de la mujer…
El conde también estaba interesado. Escuchaba con toda su atención, la mirada de un estratega, una intensidad de ojos entrecerrados que se podía confundir con aburrimiento o sueño, cosa que hubiera sido un error muy grave.
—Fue usted testigo ocular? —preguntó en un tono engañosamente manso que puso a Miles alerta—. ¿Le vio usted matarla?
—La encontré muerta a media mañana, señor.
—Entró en el dormitorio y… —la ayudó a seguir el conde Vorkosigan.
—Sólo tenemos una habitación. —Ella le lanzó una mirada como si por primera vez dudara de su omnisciencia—. Se había dormido, se había dormido por fin. Me fui a juntar bayas, por la quebrada. Y cuando volví… Debería haberla llevado conmigo, pero estaba tan contenta de que por fin estuviera durmiendo… —Las lágrimas cayeron de los ojos cerrados y apretados de la mujer—. La dejé dormir cuando volví. Me alegré de poder comer y descansar, pero después empecé a sentir los senos llenos —se tocó un seno con la mano—, y fui a despertarla…
—¿Y no había alguna marca? ¿No tenía el cuello cortado? —preguntó el conde. Ese era el método usual para los infanticidios del interior de la región, rápido y limpio comparado con… digamos, dejar al bebé al sol durante un tiempo…
La mujer meneó la cabeza.
—Creo que la ahogó con algo, señor. Fue cruel, fue algo muy cruel. El portavoz del pueblo dice que, seguramente, la ahogué yo sin darme cuenta, aplastándola, y que no debo presentar mi queja contra Lem. ¡Yo no la aplasté! Ella tenía su propia cuna. Lem se la hizo con sus propias manos cuando yo todavía la tenía en el vientre… —Estaba a punto de derrumbarse.