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Solo y terriblemente expuesto a la vista de todos. La conciencia de sí mismo, la conciencia de su cuerpo, que por lo general desaparecía sin más porque Miles no tenía tiempo de pensar en ella, volvió a su mente a la carrera. Demasiado bajo, demasiado extraño —después de la última operación tenía las piernas iguales pero seguramente no lo bastante largas como para correr más que esos tres—. Y por otra parte, en ese lugar, ¿adónde se podía correr? Eliminó la pelea como opción válida.

¿Pelear? Por favor, un poco de seriedad.

Esto no va a funcionar, se dio cuenta de pronto, con tristeza, mientras empezaba a caminar hacia ellos. Pero por lo menos, era más digno que echarse a correr y el resultado era el mismo.

Trató de sonreír de una forma que pareciera austera en lugar de tonta. Nunca se sabe si no se puede ganar hasta que se pierde.

—Hola. ¿Me pueden decir dónde encontrar al coronel Guy Tremont de la división 14 de Comandos?

Uno de los cinco hizo un ruidito sardónico con la lengua. Dos se movieron para cerrarle el paso a Miles por detrás.

Bueno, un ruido como ése casi era una palabra. Por lo menos, era una expresión. Un comienzo, algo a qué aferrarse. Miles miró al que lo había hecho.

—¿Cuál es su nombre, rango y compañía, soldado?

—Aquí no hay rangos, mutante. No hay compañías. No hay soldados. No hay nada de nada.

Miles miró a su alrededor. Rodeado, por supuesto. Claro que sí.

—Pero hay amigos, supongo.

El que hablaba sonrió.

—No para ti.

Miles se preguntó si tachar la pelea como opción no habría sido prematuro.

—Yo no contaría con eso si fuera us…

El golpe en los riñones dejó el final de su frase en el aire: Miles casi se mordió la lengua. Cayó, y mientras caía soltó la manta, la taza y aterrizó en el suelo. Una patada con el pie desnudo, por suerte sin botas de combate… según las leyes de la física de Newton el pie de su atacante debía de dolerle tanto como la espalda le dolía a él. Me alegro. Muy bien. Tal vez se rompan los nudillos con los golpes…

Uno de los de la banda levantó la taza y la manta de Miles, su única fortuna.

—¿Queréis la ropa? Es demasiado pequeña para mí.

—No.

—Sí —dijo el que hablaba—. Quitémosela. Tal vez podamos sobornar a una de las mujeres.

Le sacaron la túnica por la cabeza, los pantalones por los pies. Miles estaba muy ocupado protegiendo su cabeza contra las patadas para luchar por su ropa y trataba de recibir la mayoría de los golpes en el vientre y las costillas, no en las piernas, los brazos, O la mandíbula. Seguramente, lo único que podía permitirse ahora era una costilla rota, por lo menos aquí, al principio. Una mandíbula rota hubiera sido lo peor.

Los asaltantes dejaron de intentarlo apenas unos segundos antes de descubrir por experiencia la debilidad secreta de sus huesos.

—Así son las cosas por aquí, mutante —dijo el que hablaba, bufando.

—Nací desnudo —contestó Miles desde el polvo—. Y eso no me detuvo.

—Mierdecilla atrevida —soltó el que hablaba.

—Le cuesta mucho aprender —añadió otro.

La segunda paliza fue peor que la primera. Dos costillas rotas, por lo menos… y la mandíbula escapó por poco, al precio de la muñeca izquierda, que Miles había usado como escudo. Esta vez resistió la tentación de vengarse verbalmente. Se quedó en el polvo y deseó poder desmayarse.

Permaneció allí un buen rato, tendido en el suelo, encogido de dolor. No sabía cuánto. La iluminación de la cúpula uniforme y sin sombras nunca cambiaba. Sin tiempo. La eternidad. El infierno era eterno, ¿no es cierto? El lugar tenía demasiadas relaciones con el infierno, eso era seguro, maldita sea.

Y ahí venía otro demonio… Miles parpadeó para enfocar la figura que avanzaba. Un hombre, tan herido y desnudo como Miles, las costillas marcadas, hambriento, se arrodilló en el polvo a unos metros. Tenía una cara huesuda, envejecida por el dolor… tal vez cuarenta años, tal vez cincuenta… o veinticinco.

Tenía los ojos demasiado saltones debido al encogimiento de la piel. Y el blanco resaltaba contra la suciedad que le cubría. Polvo, no barba crecida, Todos los prisioneros de la cúpula, hombres y mujeres, tenían el pelo corto y los folículos pilosos bloqueados para impedir el crecimiento. Cortados como para el servicio militar y afeitados para siempre. Miles había tenido que pasar por ese proceso hacía unas horas. Pero el que había tratado a ese hombre, fuera quien fuere, lo había hecho con prisas. El bloqueador de cabello se había saltado una línea en la mejilla y allí crecía una docena de cabellos como una línea de pasto largo en un jardín mal cortado. Encogido como estaba, Miles veía que esos pelos tenían ya varios centímetros y caían más debajo de la mandíbula del hombre. Si hubiera sabido la rapidez con que crecía el cabello, habría podido calcular el tiempo que llevaba el hombre en esa cárcel. Demasiado tiempo, de todos modos, pensó Miles con un suspiro interno.

El hombre tenía la mitad inferior de una taza de plástico rota yla empujó despacio hacia Miles. Jadeaba y el aliento pasaba con ruido a través de sus dientes amarillentos, por el esfuerzo, la excitación o alguna enfermedad. Probablemente, no por enfermedad: todo el mundo estaba bien inmunizado allí. La huida, aunque fuera a través de la muerte, no era tan fácil. Miles rodó de costado y se apoyó, dolorido, sobre el codo, mirando al visitante a través del brillo cada vez menor de la sensación de dolor y aturdimiento.

El hombre dio un paso hacia atrás, sonrió, nervioso. Hizo un gesto con la cabeza hacia la taza.

—Agua. Mejor bebe. La taza está rajada y si esperas demasiado, no quedará nada.

—Gracias —dijo Miles con voz quebrada. Una semana antes, o en cualquier momento anterior de su vida, Miles se había permitido beber un sorbito de una selección de vinos y sentirse insatisfecho con éste o aquel matiz de sabor. Se le abrieron un poco los labios al recordar. Bebió. Era agua común, tibia, con un poco de regusto a cloro y azufre. Un cuerpo refinado, pero el bouquet es un poco presuntuoso.

El hombre se quedó así, en cuclillas, esperando a que Miles terminara de beber. Después se inclinó hacia adelante apoyándose sobre los nudillos en un gesto de urgencia reprimida.

—¿Eres el Elegido?

Miles parpadeó.

—¿Que si soy qué?

—El Elegido. El otro elegido, debería decir. La escritura dice que tiene que haber dos.

—Ah. —Miles dudó, receloso— ¿Qué es lo que dice la escritura, exactamente?

La mano derecha del hombre cogió su muñeca izquierda huesuda. Alrededor de la muñeca tenía un harapo de tela que formaba una especie de cuerda. Cerró los ojos, los labios se le movieron un minuto, y después recitó en voz alta:

… pero los peregrinos subieron esa colina con facilidad, porque tenían a esos dos hombres para guiarlos de la mano; también habían dejado sus vestimentas tras ellos porque, aunque entraron con ellas, salieron desnudos. —Abrió otra vez los ojos para mirar a Miles con esperanza.

Ah, así que ahora empezamos a darnos cuenta de por qué este tipo parece estar solo…

—Por casualidad… ¿No serás tú el otro Elegido? —se aventuró a decir Miles.

El hombre asintió con timidez.

—Ya veo. Ah… — ¿Por qué siempre atraía a los locos? Lamió lo que le quedaba de agua sobre los labios. El tipo tal vez tenía algunas tuercas flojas, pero era obviamente un adelanto con respecto al último grupo, siempre que no tuviera una o dos personalidades más del tipo homicida escondidas en otro recodo de su cabeza. No, en ese caso se habría presentado como los Dos Elegidos y no habría estado buscando ayuda externa—. Ah… ¿cómo te llamas?