Estaba vestido, la taza junto a la cabeza, pero el polvo que se había reunido alrededor de su manta se había convertido en barro maloliente. Orina, pensó Miles. Los codos de Tremont estaban llenos de lesiones, el principio de las llagas. Una mancha húmeda y verde en la tela gris de sus pantalones, por encima de sus caderas huesudas, hablaba de llagas más horribles y en estado más avanzado por debajo.
Pero alguien debe de atenderlo, pensó Miles, o ni siquiera estaría así.
Oliver se arrodilló junto a Miles —los dedos desnudos apretaron el barro— y sacó un poco de ración de debajo de la banda elástica de los pantalones. Cogió un poco con los dedos y lo empujó entre los labios de Tremont.
—Coma —susurró. Los labios apenas se movieron. Los pedacitos de barra cayeron a la manta. Oliver lo intentó de nuevo, pareció sentirse consciente de los ojos de Miles y se guardó el resto de la barra en los pantalones con un gruñido ininteligible.
—¿Lo… lo hirieron cuando arrasaron Núcleo Dormido? —preguntó Miles—. ¿En la cabeza?
Oliver sacudió la cabeza.
—Nadie arrasó Núcleo Dormido, muchacho.
—Pero cayó el 6 de octubre, eso dijeron, y…
—Cayó el 5 de octubre. Núcleo Dormido fue traicionada. —Oliver se volvió y se alejó antes de que su cara tensa pudiera dejar traslucir sus emociones.
Miles se arrodilló en el barro y soltó el aire de los pulmones, lentamente. Así estaban las cosas.
Entonces, ¿había llegado al final de su búsqueda?
Quería caminar y pensar pero andar todavía le dolía demasiado. Se alejó un poco, tratando no invadir por error las fronteras del territorio de ningún grupo importante y se sentó, después se acostó en el polvo con las manos detrás de la cabeza, mirando el brillo perlado de la cúpula, sellado como una tapa sobre todos ellos.
Pensó en sus opciones, una, dos, tres. Las consideró y sopesó con cuidado. No le llevó mucho tiempo.
Y yo que pensé que no creías en la división entre gente buena y gente mala… Había cauterizado sus emociones al entrar allí, pensó, para su propia protección, pero sentía que su imparcíalidad cuidadosamente cultivada se estaba derrumbando. Estaba empezando a odiar esa cúpula de una forma personal, íntima. Una forma estéticamente elegante unida a su función tan a la perfección como la forma de la cáscara de un huevo, una maravilla de la física… pervertida para transformarla en un instrumento de tortura.
Una tortura sutil… Miles revisó las reglas de la Comisión judicial Interestelar para el tratamiento de los prisioneros de guerra, reglas que Cetaganda había firmado y aceptado. Tantos metros cuadrados de espacio por persona: sí, evidentemente los tenían. Ningún prisionero en confinamiento solitario por un período que excediera las veinticuatro horas: de acuerdo, allí no había soledad excepto en la locura. Ningún período de oscuridad mayor de doce horas: fácil, ahí no había ningún período de oscuridad, punto, sólo el brillo permanente del mediodía. Nada de golpes: claro que no, los guardias podían decir, sin faltar a la verdad, que nunca ponían una mano sobre los prisioneros. Sólo miraban mientras los prisioneros se golpeaban unos a otros. El tema de las violaciones, prohibidas con todavía mayor fuerza, se manejaba de la misma forma.
Miles había visto lo que podían hacer con la regla que decía que todo el mundo debía recibir dos barras de ración estándar por día. Lo de las barras de rata era un toque particularmente limpio, pensó. Nadie podía dejar de participar en la guerra del reparto (se frotó el estómago vacío). Tal vez el enemigo había provocado la lucha inicial poniendo una pila de barras escasa. Pero tal vez no. La primera persona que cogió dos en lugar de una, dejó a otro sin comida. Y quizás, a la vez siguiente, esa persona tomó tres para compensar el hambre y así la cosa se precipitó y se agigantó como una bola de nieve. Y eso había quebrado cualquier esperanza de orden, había enfrentado a grupo contra grupo, a persona contra persona en una pelea de perros, un recordatorio dos veces al día de la indefensión y la degradación a la que todos estaban sometidos. Nadie podía permitirse no entrar en la lucha si no quería morir de hambre en poco tiempo.
Prohibición de trabajos forzados: ah, vamos. Eso significaría imponer orden. Acceso a personal médico: claro, los médicos de las unidades debían de estar por allí en alguna parte. Repasó las palabras de ese párrafo en su memoria, por Dios, decía personal, ¿no es cierto? No remedios ni instrumental, solamente personal médico. Médicos y técnicos médicos desnudos, con las manos vacías. Se le encogieron los labios en una sonrisa sin alegría. Se habían facilitado las listas de prisioneros como se requería. Pero no había habido otra comunicación…
Comunicación. La falta de relación con el mundo exterior tal vez lo volvería loco a él también en poco tiempo. Era tan malo como rezar, hablar con un Dios que nunca respondía. Era fácil darse cuenta de por qué todos parecían tocados por un leve rastro de esquizofrenia. Las dudas asaltaron a Miles. ¿Había realmente alguien allí fuera? ¿Alguien que pudiera oír y entender su voz?
Ah, la fe ciega. El salto de la fe. Se le crispó la mano derecha, como si estuviera aplastando la cáscara de un huevo.
—Esto —dijo con claridad— merece un cambio de planes.
Se puso de pie para ir a buscar a Suegar.
Lo descubrió bien pronto, agachado en el polvo, haciendo dibujos. El otro levantó la vista con una sonrisa leve.
—Te llevó Oliver a ver a… a tu primo?
—Sí, pero llegué muy tarde. Se está muriendo.
—Ah… si, pensé que tal vez sería así… Lo lamento.
—Yo también. —Miles se distrajo un momento de su propósito con una pregunta de curiosidad práctica—. Suegar, ¿qué hacen aquí con los cadáveres?
—Hay una pila de basura, o algo así, al lado de una de las paredes. La cúpula se hincha y salta sobre ella y se la lleva cadatanto, como se hace con los prisioneros nuevos y la comida, pero al revés. Generalmente, cuando un cadáver empieza a oler y se hincha, alguien lo lleva allá. A veces los llevo yo.
—Pero no hay posibilidad de escapar por ahí, ¿verdad?
—Lo incineran todo con microondas poco antes de abrir el portal.
—Ah. —Miles respiró hondo y se lanzó—. Suegar, creo que ahora lo sé. Soy el otro Elegido.
Suegar asintió, sereno, sin sorprenderse.
—Lo sabía.
Miles se detuvo, desilusionado. ¿Ésa era toda la reacción que iba a conseguir? Había esperado algo más enérgico, ya fuera a favor o en contra.
—Me di cuenta por una visión —declaró con voz dramática, siguiendo un libreto que había concebido.
—¿Ah, sí? —Había captado la atención de Suegar—. Yo nunca he tenido visiones —agregó con envidia—. Tuve que comprenderlo todo poco a poco, por el contexto. ¿Qué se siente? ¿Como un trance?
Mierda. Y yo que pensé que este tipo hablaba con los duendes y los ángeles Miles se retiró un poco.
—No, es como un pensamiento, pero más fuerte, más poderoso. Arrasa la voluntad… quema como el deseo carnal, y no es tan fácil de satisfacer. No es como un trance, porque lo lleva a uno hacia fuera, no hacia dentro. —Dudó, inquieto; le parecía que había dicho más verdad de la que quería.
Suegar parecía muy contento.
—Ah, bien. Durante un segundo tuve miedo de que fueras de los que hablan con gente que nadie más ve.
Miles miró hacia arriba sin querer, y después devolvió la mirada a Suegar.