Ella se quedó en silencio, mirándolo a través de los ojos entrecerrados y mordiéndose el labio, inconscientemente.
—Eres muy extraño —dijo por fin—. ¿Por qué dices «vosotros» y no «nosotros»?
Miles se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto. Mierda… revisó rápidamente lo que había dicho, cierto, cierto, había hablado de ese modo. Ahí se había acercado demasiado al abismo. Sin embargo, quizás hasta pudiera aprovechar el error.
—¿Me parezco a la flor y nata de las milicias de Marilac? Soy un forastero, atrapado en un mundo que no hice. Un viajero, un peregrino que pasaba por el lugar. Pregúntale a Suegar.
Ella hizo un gesto de desprecio.
—Ese loco.
No lo había comprendido. Mierda, como decía Elli. Miles echaba de menos a Elli. Tendría que intentarlo de nuevo más tarde.
—No menosprecies a Suegar. Tiene un mensaje para ti. Para mí fue fascinante.
—Ya lo he oído.— A mí me molestó… Para pasar a los hechos, ¿qué piensas sacar tú de esto? Y no me digas que «nada» porque no voy a creerte. Con franqueza, creo que lo que quieres es la comandancia del campo para ti mismo y no pienso ofrecerme de voluntaria para ser la piedra fundamental de algún plan para construir un imperio.
Ahora estaba pensando a toda velocidad. Pensaba constructivamente, seguía otras ideas, había dejado de lado la primera, la de hacerlo llevar a su frontera en pedazos. Miles se estaba acercando…
—Sólo quiero ser tu consejero espiritual. No quiero… no podría ser comandante. Sólo consejero.
Debía de haber algo en el término «consejero» que hacía sonar algún mecanismo de asociación en la mente de la mujer. Sus ojos se abrieron de par en par. A Miles le pareció que podía ver cómo se le dilataban las pupilas. Tris se inclinó hacia adelante y puso el dedo índice en las cicatrices finas que había junto a la nariz de Miles, las cicatrices dejadas por ciertas llaves de control en el casco de la armadura espacial. Después, se enderezó de nuevo y acarició con dos dedos en V las marcas todavía más profundas que«llevaba ella misma en el rostro duro.
—¿Qué has dicho que eras?
—Empleado. Oficina de Reclutamiento —replicó empecinado.
—Ya… ya veo.
Y si lo que veía era que había algo absurdo en un supuesto empleado de retaguardia que había usado armadura de combate el tiempo suficiente como para tener su estigma, Miles estaba frito. Tal vez.
Ella volvió a acurrucarse en su manta e hizo un gesto hacia el otro extremo.
—Siéntate, capellán. Y sigue hablando.
Cuando Miles volvió, Suegar estaba dormido, sentado con las piernas cruzadas. Roncaba. Miles le tocó el hombro.
—Despierta, Suegar, estamos en casa.
Suegar se despertó con un bufido.
—Dios, cómo echo de menos el café. ¿Eh? —Parpadeó mirando a Miles—. ¿Todavía estás entero?
—Casi, casi. Escucha, eso de las vestiduras en el río y todo lo demás… ahora que nos hemos encontrado, ¿tenemos que seguir desnudos? ¿O te parece que ya hemos cumplido con la profecía?
—¿Eh?
—¿Nos podemos vestir ya? —repitió Miles con paciencia.
—Bueno… no lo sé, supongo, si el destino quisiera que tuviésemoss ropa, la tendríamos…
Miles asintió y señaló a un lado.
—Ahí está. La tenemos.
Unos metros más allá estaba Beatrice, en una pose de exasperación con las manos en las caderas, un paquete de ropa gris bajo el brazo.
—Eh, locos, ¿queréis esto o no? Me marcho.
—¿Has conseguido que te dieran ropa? —le susurró Suegar atónito.
—Que nos la dieran, a los dos. —Miles hizo un gesto a Beatrice.
Ella le tiró el bulto, soltó un bufido por la nariz y se fue.
—Gracias —le gritó Miles. Deshizo el paquete. Dos juegos de pijamas grises, uno pequeño y otro grande. Miles sólo tuvo que darle dos vueltas al bajo de los pantalones para impedir que se le enredaran con los pies. La ropa estaba manchada y acartonada por el sudor y el polvo y, probablemente, se la habían sacado a un cadáver, pensó Miles. Suegar se puso la suya y se quedó tocando la tela, sorprendido.
—Nos han dado ropa. Nos han dado ropa —musitó Suegar—. ¿Cómo lo has logrado?
—Nos lo han dado todo, Suegar. Vamos. Tengo que hablar con Oliver otra vez. —Miles lo arrastró con determinación—. Me pregunto cuánto tiempo tenemos hasta la próxima comida. Dos en cada ciclo de veinticuatro horas, de eso estoy seguro. Pero .no me sorprendería que fuera irregular, para aumentar la desorientación temporal… después de todo, ése es el único reloj que hay aquí.
En ese momento, un movimiento le llamó la atención. Un hombre que corría. No era la carrera ocasional de alguien para huir de los grupos hostiles. Este corría, simplemente, la cabeza aja, estirado en el esfuerzo, los pies desnudos golpeando el polvo en un ritmo frenético. Seguía el perímetro, menos frente al territorio de las mujeres, donde dio un rodeo. Lloraba mientras corría.
—¿Qué es eso? —preguntó Miles a Suegar haciendo un gesto hacia la figura que se aproximaba.
Suegar se encogió de hombros.
—A veces es así. Uno no puede seguir sentado. Una vez, un tipo corrió hasta que se murió. Vueltas y vueltas y vueltas.
—Bueno —decidió Miles—, éste corre hacia nosotros.
—Dentro de un segundo correrá en dirección contraria…
—Entonces, ayúdame a atraparlo.
Miles lo golpeó bajo y Suegar alto. Suegar se le sentó sobre el pecho. Miles, sobre el brazo derecho para quebrar cualquier resistencia efectiva. Debía de haber sido un soldado muy joven cuando lo capturaron, tal vez había mentido sobre su edad al principio, porque incluso después de todo ese tiempo tenía cara de niño, una cara marcada por las lágrimas y la eternidad que había pasado dentro de esa perla vacía. Inhalaba el aire en jadeos llenos de sollozos y lo exhalaba en palabras obscenas y rabiosas. Después de un rato, se calmó.
Miles se inclinó sobre su cara y sonrió como un lobo.
—Te gustan las fiestas, muchacho?
—Sí… —Sus ojos buscaban a alguien, pero no aparecía ningún amigo al rescate.
—¿Y a tus amigos?
—Ellos hacen las mejores fiestas, te lo aseguro —afirmó el muchacho, tal vez secretamente sacudido por la sospecha de que había caído en manos de alguien todavía más loco que él— Será mejor que me sueltes, mutante, o te liarán pedazos.
—Quiero invitarte, a ti y a tus amigos, a una fiesta importante —recitó Miles—. Vamos a tener una fiesta esta noche, una fiesta his-tó-ri-ca. ¿Sabes dónde encontrar el sargento Oliver de la 14 de Comandos?
—Sí… —admitió el muchacho con cautela.
—Bueno, ve a buscar a tus amigos y presentaos a él. Mejor será que reserves tu asiento en este ve-hí-cu-lo ahora mismo, porque si no estás en él, estarás debajo. El Ejército de la Reforma acaba de empezar su marcha. ¿Está claro?
—Sí —jadeó el chico mientras Suegar le apretaba el dedo sobre el plexo solar para dar énfasis a la cosa.
—Dile que te envía el hermano Miles —gritó Miles cuando el muchacho se alejaba tambaleándose y mirando nervioso por encima del hombro—. No puedes esconderte aquí. Si no apareces, enviaré a los comandos cósmicos a buscarte.
Suegar sacudió sus miembros entumecidos dentro de la nueva ropa usada que llevaba.
—Te parece que va a venir?
Miles sonrió.
—Luchar o volar. Ése viene, te lo aseguro. —Se estiró y volvió a emprender el camino que había seguido al principio—. Oliver.
Al final del día no tenían veinte, sino doscientos. Oliver había reunido cuarenta y seis. El muchacho que corría trajo dieciocho. Los signos de orden y actividad atrajeron a los curiosos. Un observador que se acercara al grupo sólo tenía que preguntar «¿qué pasa aquí?» para que lo reclutaran y lo convirtieran en cabo de inmediato. El interés de los espectadores llegó a convertirse en fiebre cuando las tropas de Oliver marcharon hasta la frontera de las mujeres y éstas los dejaron pasar. Al instante se incorporaron setenta y cinco voluntarios nuevos.